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5 poemas de Claudia Masin - Zenda
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5 poemas de Claudia Masin

*** EL MONSTRUO DE LA LAGUNA NEGRA Nos parecemos: fuera del redil todo es la misma sombra, se termina el arco de luz que te protege. Si vas a salir de lo común, mejor que seas un monstruo poderoso, una criatura dispuesta a dar pelea. Prometéme: no vamos a convertirnos en la familia que tuvimos....

Claudia Masin es una escritora y psicoanalista nacida en Resistencia, Chaco, Argentina, en 1972. Coordina talleres de escritura y fue docente de la materia Poesía 1 en la carrera de Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes de Buenos Aires. Vivió 30 años en Buenos Aires y ahora reside en la ciudad de Córdoba. Ha publicado en los libros de poesía Bizarría, Geología, La vista (Premio Casa de América, Visor, 2002), Abrigo (mención del Fondo Nacional de las Artes, 2004), La plenitud, El verano, La cura, La siesta, Lo intacto (Premio del Fondo Nacional de las Artes de Argentina, 2017), El cuerpo y las antologías: El secreto (antología 1997-2007) y La materia sensible. En el volumen La desobediencia se encuentra reunida toda su obra hasta 2017. Libros suyos han sido editados en España, México, Brasil y Chile. Su poema Tomboy, traducido al inglés por Robin Myers, obtuvo el premio 2019 de la revista Words Without Borders/Asociación de Poetas Norteamericanos de EEUU. Poemas suyos han sido traducidos al francés, inglés, portugués, italiano y sueco. Presentamos una selección de su obra y dos textos inéditos.

***

EL MONSTRUO DE LA LAGUNA NEGRA

Nos parecemos: fuera del redil
todo es la misma sombra, se termina
el arco de luz que te protege. Si vas
a salir de lo común,
mejor que seas
un monstruo poderoso, una criatura
dispuesta a dar pelea. Prometéme:
no vamos a convertirnos en la familia
que tuvimos. No vamos a confundir el amor
con una ciénaga donde se mezclan
el odio por la vida, el dolor, el miedo a separarse
porque afuera hay más peligros que adentro.
Adentro está la muerte, lo sabemos, hay que huir
como hemos huido siempre vos
y yo por separado, esta vez hay que irse
tan increíblemente lejos que no haya
regreso posible, neguémonos
a esa partida a medias, a ese estar y no estar,
a seguir alimentándonos con lo que nos envenena.
Yo llevo tus escamas en el cuello como el recuerdo
de lo que pudo ser, de mi pasado,
el nuestro, dos lagartos anfibios, estamos
muertos para el mundo si sabemos escondernos.
Sino el mundo encontrará la manera
de matarnos. Así ha sido siempre:
somos bestias con un caparazón durísimo
y un sentido de la vista tan potente que podríamos
descubrir lo que a cientos de metros se agazapa,
diminuto y certero. Somos capaces
de perder una parte del cuerpo
y restituirla lentamente,
fibras y células y músculos nuevos en lugar
de los enfermos. Pero nos creemos la presa,
estamos listos para el látigo
y el encierro. Vámonos de una vez a esos, tus reinos,
que en lo salvaje crezca libre y fuerte lo que aquí
nos hace débiles. Te espero
desde que intenté decir la primera palabra
y fracasé, desde que supe que no sabría hablar
el idioma que me dieron, que no quería
palabras tan llenas de culpa
y de tristeza. Las bestias
se adoran en silencio como dioses
que nadie más venera,
dioses que no aprendieron a castigar, que creen
en las enfermedades que se curan, en las fuerzas
que vuelven después
de una larga convalecencia, en la alegría
de soltar el cuerpo, una plomada
cayendo en el agua con un ruido sordo,
hundiéndose hacia la maravilla que hay allá,
en las aguas tornasoladas, profundísimas,
donde hasta el animal más tímido y arisco
puede mantenerse vivo si no cae
en las redes que le tienden para que vuelva a la tierra
a boquear al sol hasta volverse
una criatura normal que está dispuesta
a abandonar lo que más quiere por un poco de aire,
una supervivencia
en la que solo la punzada en las agallas
le recuerde a veces
que hubo un tiempo sin dolor, un tiempo
plácido, el tiempo de las mareas,
sin fin y sin comienzo, el de las criaturas raras,
las que no entran en ninguna clasificación:
feas, sucias, malas, libres
de la belleza normal, de la belleza mortífera
extranjeras.

***

EN CUERPO Y ALMA

No sé hablar como hablan las personas.
Dentro, muy dentro de mí
llama una voz, yo no comprendo
lo que dice. Y cómo habría
de contarle a los demás
lo que no sé. Me hablaste:
las palabras que los otros me dan
son toscas, insensibles,
iguales a las piedras. Cómo manipularlas,
encenderlas, cómo extraerles el calor.
Todas las noches
tengo un sueño, el mismo. Somos
dos ciervos y el bosque se parece a mí:
quieto y vacío. Cae
la nieve, cubre silenciosamente
la tierra que pisamos con cuidado
como si fuera un cristal
delicadísimo. Buscamos agua y brotes tiernos,
no es fácil, yo
te sigo. Tus ojos me miran, me indican
por dónde seguir, me van llevando
al hilo de agua, a la pequeña
corriente que subsiste, a las hojas casi invisibles
que debajo del hielo sobreviven, verdes
como en un verano suspendido
en medio del tremendo, apabullante frío.
No hay nada que decir, nada
que decirnos. Florezco,
las patas ligeras, el lomo erguido, un animal
salido de la niebla, viejo y cansado y de repente
rejuvenecido
por la gracia sencilla
de andar en compañía. En el sueño
los hocicos se rozan al buscar el agua
en el mismo arroyito escaso,
finísimo. Es todo lo que sé
acerca del contacto
con otro cuerpo, es suficiente
para abrir los ojos al otro día,
para volver a ser una mujer
que no sabe tocar ni ser tocada,
que ha perdido, antes de conocerla,
la alegría de hablar como quien raspa
las palabras propias
contra las ajenas y ve surgir la llama débil
de un lenguaje compartido,
hermoso como el silencio entre dos bestias
que se rozan apenas
para hacerse saber esas cosas
que no pueden decirse.

***

BYE BYE BLONDIE

Yo no estoy curada. Me dieron
en la boca la medicina que podía
calmar la ira, la tendencia a gritar, a revolverse
cuando la aguja se hunde
y saca sangre del pozo de la vena,
como si fuera barro
y hubiera que limpiar el cuerpo,
sus impurezas, porque una mujer, cualquier mujer
ensucia lo que toca si no es sometida
a intensos rituales de desinfección, de brutal
pero necesaria limpieza. Yo no estoy
curada pero me dejo
hacer, brillo como una santa, la misma fe
en cosas imposibles, la misma
pasión con un nombre
diferente. No me será quitada
la rabia, ni muerta
esta perra dejará de echar espuma
por la boca ni de lanzar la dentellada
si la quieren
poner a dormir para que no sufra
ni cause sufrimiento. Vos y yo teníamos
un secreto. Estábamos vivas
aunque nos hiciéramos las muertas,
en medio del bombardeo un par de cuerpos
que sobrevivían con una única
estrategia: quedarse quietas,
no dejar que el pecho se agite
con cada respiración, desaparecer
del mundo de los vivos hasta que los vivos
nos dejaran en paz. La batalla es cruenta
y dura todos los años que tuvimos
y tendremos. Cuando parece terminar,
empieza. Y de nuevo a cubrirnos las espaldas
la una a la otra. No te vayas, no te canses
de pelear, un ejército de dos aunque parezca
modesto, inofensivo, puede hacer temblar
la tierra. No es que vayamos a cambiar las cosas:
la victoria es que las cosas
no nos cambien a nosotras. Y no es poco,
no es poco seguir buscándonos
en la noche como insectos que se apiñan
alrededor de la luz. Si vamos a quemarnos al menos
elijamos el fuego, encendámoslo nosotras
con las manos llagadas que tenemos y que la llaga
duela si tiene que doler, pero que sea
en nuestros términos, locas,
raras, mujeres que olvidaron
contra toda evidencia
cómo deben morir las mujeres:
dejándose matar
y agradeciéndolo.

***

EL HUEVO DE LA SERPIENTE

No se puede dejar de ver lo que viste.
El huevo de la serpiente: lo que viste
se expande
como la tinta de un tatuaje bajo la piel, un número
en el brazo que pasa a ser tu nombre
desde entonces: así
se identifica a un prisionero. Uno, dos,
tres, un millón, un cuerpo más
entre los cuerpos, no se puede
dejar de ver lo que viste. Y en lo que viste
está lo que vendrá. El niño
que hunde un cuchillo en el vientre
suave del animal todavía vivo. El tajo
que lo abre entero. Los órganos,
la sangre, el corazón pequeño, su latido
rapidísimo, azuzado por el mordisco
del terror, el chillido
de la bestia que no tiene
palabras para explicar un sufrimiento
incomprensible. Eso viste. El molde
de las cosas que pasarán es ese: la expresión de placer
del niño que aprende
a ejercer la crueldad como aprendió a hablar,
a caminar, a leer de corrido. Ejercitando
una y otra vez lo que ya ha sido
probado sobre él mismo. Esa imagen es más real,
es más compacta que una piedra. En esa piedra está escrito
el libro que leerás toda tu vida: una familia
entera comiendo de la basura, buscando
alimento entre los desperdicios
como quien busca oro, la misma
esperanza terca
y fallida. Una mujer que pasa, los ve,
se indigna. Dice se roban la basura,
mi basura
. El hombre, la mujer,
los niños que se avergüenzan, se disipan
como un nubarrón en un cielo de verano, pasajeros,
y se van y se llevan el hambre
y la fealdad consigo. El chico adolescente
al que patean, cuando ya lo tienen
vencido y en el piso, sus propios vecinos: son muchos,
lo conocen, era uno de ellos
hasta ayer. En este día es
el apestado, el paria al que se debe exterminar
para que el virus que lleva encima no
los contamine. Está escrita en la piedra
la piedra que va a ser arrojada sobre el vidrio
de la casa tomada: vuelvan a su país, escóndanse
en sus madrigueras, en sus nidos, no suelten su cría
en nuestras calles.
La temporada de caza
que se abre todos los días, apenas sale el sol:
hay que encontrar alguien más débil, más raro,
más indefenso que uno mismo. Hay que afinar
la puntería, la matanza
para proteger al amo que nos cuida. Qué sería
de nosotros sin el amo, si su infinita
generosidad dejara de otorgarnos
el favor de la vida. No se puede
dejar de ver lo que viste: la alegría,
el alivio de estar entre los que sobreviven, no me ha tocado
esta vez, estoy salvado y mientras sepa
diferenciarme bien de los desgraciados, la desgracia
no podrá meterse conmigo.
Está escrito, también, que no sirve
escribir: es apenas
contar cómo crece en tu interior, en tus vísceras,
en su huevo de paredes
translúcidas, la serpiente que apenas asome
a la vida, se enroscará en tu cuello para arrancarte
las palabras una a una junto con el aire
que te anima, a menos
que en lugar de escribir sobre la asfixia
y el veneno, te decidas
a abrirte el vientre y ver: el reptil está ahí,
ese es su nido. Hay que matarlo.
No permitas que quede con vida
para que su veneno -tu veneno- te corra por la sangre
como un río sucio y peligroso que te obliga
a embrutecerte para arrancarle a otro
el hálito vital, el antídoto.
Que se quede sin aire, sin alimento,
que ya no pueda nutrirse
y crecer y reproducirse y se cierre
por fin el círculo de fuego del dolor
que se padece y que se inflige.

***

LO QUE SABEN USTEDES

Si no se cura el tronco del espinillo, cubierto de manchas
blancas, marrones, de hongos que se le prenden, si no puede
tragar la savia que sale del sol y recae
en esos organismos parásitos y es a ellos
a quienes alimenta y fortalece, si no se cura él,
yo tampoco. Si no se cura la pata quebrada del perro
que renguea en lugar de correr
hacia el hierro del monte a saciar su deseo
de salir de la casa que no es suya, si no alcanza
a llegar a su casa, yo tampoco puedo.
Si él no llega a la cueva, la sombra del árbol,
la madriguera, la vertiente, el túnel
debajo de la tierra. Si no se cura
la pata de ese perro al contacto con el aire
y la luz, si no vuelve
a su lugar, el que le toca, el que más quiere,
mi fractura no tiene
ninguna chance de soldar. Si no se cura
el ala parda del pájaro carpintero,
si se ve obligado a arrastrarse por el suelo
en lugar de montarse a la corteza y picotearla,
si él no cumple su tarea, si está enfermo,
yo seguiré enferma
para siempre y mi tarea,
que no conozco, quedará
incompleta. Si el pez cebra no puede
regenerar su corazón, la iguana su cola,
el ciervo sus cuernos, el tiburón sus dientes,
sus pinzas el cangrejo, si ellos, que son
sus propios chamanes y por un misterio
inconcebible, saben restituir
lo que no está, si esa
operación de magia no resulta,
yo no tengo remedio. Si vos
no podés hacer que deje
de dolerte
lo que te pasó a los cinco años, si aun ahora
sigue sucediéndote, me seguirá
pasando a mí, estoy desahuciada
si no me convierto en vos y en ellos, si creo
que están afuera, que estoy afuera
de vos, de ellos que son vos, que soy yo,
cicatriz de lo que no fui pero podría
haber sido, hermanos, compañeros,
sin ustedes no puedo
curar ni el más pequeño
de mis males, si ustedes enferman
y mueren, yo misma
enfermo y muero con ustedes.
Que se pueda: todo alrededor
es más fuerte que un cuerpo
humano, todo tiende
a la disolución pero antes
de darse por vencido
se repara a sí mismo una y mil veces de maneras
que no comprendo. Déjenme
verlos un rato más, no hay garantías
de que entienda, pero déjenme verlos:
mirándome a mí misma

quedo sola, y sola cómo haría
para saber lo que saben ustedes.

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Juan Domingo Aguilar

JUAN DOMINGO AGUILAR (Jaén, 1993). Escritor, comunicador y gestor cultural. Fue director del grupo Viridiana Teatro y coeditor de la revista La Novicia. Sus poemas han sido traducidos al portugués, al inglés, al árabe y al italiano y han aparecido en revistas como El Cultural, Periódico de Poesía de la UNAM, Círculo de Poesía, Buenos Aires Poetry, Anáfora, Elipsis, La Raíz Invertida, Nayagua y programas como Tres en la carretera, Radio3 o Página Dos, TVE. Coordina la sección «Versátiles» en Zenda. Ha publicado La chica de amarillo (Finalista del I Premio de Poesía Esdrújula), Nosotros, tierra de nadie (XXXIII Premio Andaluz de Poesía Villa de Peligros), 2ª Ed. La Castalia, Venezuela, 2020, y anticine (V Premio de Poesía José Ángel Valente). En 2019 obtuvo una beca de la Unesco como creador residente en Óbidos (Portugal). Fue residente de la XVIII promoción de la Fundación Antonio Gala.

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