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Selección del concurso de relatos #MaestrosInolvidables - Zenda
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Selección del concurso de relatos #MaestrosInolvidables

Hoy publicamos la selección de los 10 relatos que optan a los premios de #MaestrosInolvidables El viernes 4 de febrero de 2022 se difundirán los nombres del ganador del primer premio de 1.000 euros y de los ganadores de los segundos premio de 500 euros. El jurado de esta edición está formado por los escritores...

Con este concurso, patrocinado por Iberdrola, nuestro objetivo es homenajear a nuestros maestros. A nuestros docentes. A los profesores que nos han formado y nos forman en cualquier etapa de nuestras vidas, en colegios, escuelas, universidades. Desde el lunes 17 hasta el domingo 30 de enero de 2022, se han presentado más de 450 historias en nuestro foro.

Hoy publicamos la selección de los 10 relatos que optan a los premios de #MaestrosInolvidables El viernes 4 de febrero de 2022 se difundirán los nombres del ganador del primer premio de 1.000 euros y de los ganadores de los segundos premio de 500 euros.

El jurado de esta edición está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.

A continuación ofrecemos los diez primeros relatos seleccionados. Gracias a todos por participar.

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1

Autor: Alfonso Niño

Título: Señor Maestro

Deben ser las luces. Que brillan o acarician lo tenue. Que abrigan o regalan frío por los pasillos. Debe ser la edad, que tiñe de grises tantos blancos y negros, tanta certeza.

Senén perfilaba el marco de la foto familiar con lo gastado de sus dedos. Se suponía que aún le quedaba cuerda, o eso decía él, pero la única verdad era que tenía más tablas que dinero en el banco y el último año había dado clase a un nieto de uno de sus primeros alumnos, uno que le recordó nombre y apellidos y al que soltó un «ah, sí, claro», sin tener ni repajolera idea de quién demonios era.

Porque los ojos de Senén, pequeños y aterciopelados en avellana, vestían arrugas desde hacía un tiempo. Y lo hacían del mismo y elegante modo en el que mostraba a su cohorte de pequeños infantes los vericuetos de llegar a la solución de un problema: con discreción.

Se probó los ropajes de mandamás, por imperativo «dedocrático», durante una aciaga década. Nunca le quedaron bien ni le produjeron orgullo.

—Que yo soy maestro. Ni gestor, ni administrador, ni médico, ni psicólogo—decía sin querer mostrar cuánto detestaba invertir la mayoría de su tiempo en burocracia en vez de en conocimiento.

Colgó las llaves del despacho tras varios sinsabores con compañeros poco compañeros y padres sin carnet acreditativo. Y volvió a su aula, su pizarra y sus manías.

Senén acariciaba el retrato de su esposa y su hijo asumiendo que iban a tener de él lo que no les había dado en los cuarenta años previos: tiempo. Pero del valioso, el efectivo. Porque mucho del pasado había caminado entre medias sonrisas, contestaciones vagas o afirmaciones cortas en la mesa del salón mientras repasaba apuntes, fichas, controles o revisaba nuevos textos para las clases.

—Bueno, que va siendo hora.

Como nunca fue un hombre de alharacas ni estridencias, se dispuso a salir de clase como había vivido: con naturalidad y sin ruido. Estaba bajando las persianas por última vez cuando recordó aquella humilde pareja de padres que se acercó a él en su quinto año de servicio para agradecerle la labor con su hijo, un chavalín de once años con poco freno y demasiado impulso.

—Señor maestro—dijeron—, infinitas gracias por su trabajo e interés.

Y recordaba aquello de señor maestro con gracia, como si se le fuese a escapar una carcajada. Porque en los últimos años todo estaba plagado de «profe», «Senén», «oiga»… Que no le molestaba, pero, sin ser rancio, le parecía que lo de maestro mostraba un respeto eterno por su faena. Serían los tiempos, quién sabe.

Apagó las luces y cerró la puerta. Había visto en internet varios vídeos de despedidas a otros profesores: confeti, aplausos, vítores… Senén siempre había huido de eso. A tal efecto, adrede, ocultó la fecha de su jubilación a todo el mundo menos a Celia, su mujer, y Celes, el actual director y antiguo alumno. Es posible que hubieran preparado algún festival para el día siguiente, que era el marcado en rojo, pero no quería distraer ni darse lustre. Acordó con Celes que venderían esa mentirijilla y que él escribiría a todo el claustro por la tarde disculpándose por su inocente truco y dando las gracias por intentar homenajearle. El director accedió a regañadientes, pero su antiguo mentor le había dirigido esa mirada que ya de alumno había sufrido: la del peso de la experiencia y la elección del camino adecuado.

Senén bajó las escaleras agarrado a la barandilla por la que tantos chiquillos se habían deslizado durante cursos y cursos. Apagó la luz del pasillo («qué manía con dejarlas encendidas», pensó) y llegó hasta Recepción.

—Hasta mañana, Senén.

—Hasta mañana, Loren—pronunció de medio lado al notar que algo se le atravesaba en la garganta.

Tosió un par de veces y se recolocó la lustrosa gabardina que le habían regalado por su reciente cumpleaños. Siempre mantuvo que ser mayor no estaba reñido con cierto porte refinado, así que se concentró en ese pensamiento antes de cruzar la puerta y saborear el último instante en la que durante casi medio siglo había sido su casa. Giró el picaporte y salió.

Los gritos le hicieron soltar el maletín y echarse junto a la puerta. Menos mal que Loren había bajado, disimuladamente, y sujetaba desde atrás, o se hubiera caído. Todo el claustro estaba dispuesto a los lados aplaudiendo a rabiar. La gente que pasaba por la calle se paraba al ver a más de quinientas personas vitorear y enarbolar pancartas. La más graciosa, o en la que más se fijó Senén, fue la que ponía, entre flores y garabatos varios, un enorme «gracias, maestro», pero sin coma en el vocativo ni Dios que lo fundó.

La emoción le impidió caminar y saludar a la gente hasta que su familia y Celes, maldito chivato, se adelantaron y le condujeron por el improvisado pasadizo. Y mientras lo recorría, saludaba y era abrazado, Senén notó que la luz era intensa, pero no molestaba. Que daba cierto confort, a pesar de correr por mediados de noviembre. Y apreció, de nuevo, que al igual que la experiencia, la vida te da el gris que necesitas cuando te sientes seguro en el blanco o el negro.

2

Autor: Jorge Fernández-Bermejo Rodríguez

Título: Pretérito imperfecto

Don Servando fue mi profesor de lengua. Recuerdo su perfil enjuto, su castaña pronunciada y sus dos ojillos negros. La verdad, parecía una cabra mosqueada. Claro, que nosotros le hacíamos rabiar, como aquella vez en la que dejamos una rana en su silla y casi la aplasta con sus posaderas. Conservo en mi retina su cara de asco. Fuimos injustos, hicimos pagar a toda la clase nuestra fechoría.

Cada vez que redacto una memoria pienso en él como el culpable de que no falte ningún acento y de que le sobren uves mal puestas o enes antes de pes. Nuestro profesor era un señor austero y malhumorado, pero no era mal tipo. Tenía una ética espartana, ética y estética, como decía un tal Immanuel Kant, del que nos hablaba a nuestros imberbes doce años, cuando teníamos la cabeza llena de dudas, de cromos de fútbol y de vagos instintos sexuales. A nosotros nos parecía que el tal Kant tenía nombre de extremo izquierdo del Bayern de Múnich o del Eintracht de Frankfurt. Aparte de la ortografía, también nos enseñó los tiempos verbales. El pasado, el futuro, el pretérito imperfecto, o el pretérito perfecto de indicativo. Don Servando comparaba estos dos últimos con Caín y Abel. El pretérito imperfecto, Caín, definía la imperfección de la vida, la relatividad del mundo en el que vivíamos, con su cúmulo indeterminado de variantes que confluían en cada acción. En cambio, el pretérito perfecto, Abel, definía un estado tan exacto y cartesiano que no casaba con el mundo caótico en el que vivíamos. Por eso, según su curiosa teoría, Abel murió a manos del envidioso Caín. Nuestro profesor cautivaba a toda la clase con teorías tan sugestivas como ésta. Y es que era un señor muy leído, de los que se llamaban librepensadores. A mi edad creía que era algo así como un poeta, hoy sé exactamente lo que significa. Yo le veía como un Quijote, a la vez soñador y triste, siempre recto y odiador de las injusticias. De alguna manera ese papel que yo le asignaba en mis fantasías lo interpretó trágicamente en la realidad.

Pienso mucho en él, y en esos años raros. Nunca entendí porqué dejó de dar clases, era nuestro mejor profesor. Tampoco entendí porqué ese secretismo sobre su desaparición, ni las miradas huidizas de los profesores cuando preguntabas, o los pescozones de mi padre diciéndome «calla niño y atiende a la sopa, que se enfría».

Con los años comprendí el lenguaje secreto de los adultos, y supe lo que significaba la palabra “Represaliado”. También supe del hipócrita y vacío concepto de la “Patria”, y que el sacrosanto “Patriotismo”, no era más que un lugar común al que se agarraban los rencorosos. Un ridículo orgullo de golpe en el pecho que encubría envidias enquistadas. En el camino también se me cruzó la palabra “Integridad”, finalmente apareció la palabra que más dolor me produjo conocer… “Delación”. Nunca se supo quien le denunció, si alguna de las “fuerzas vivas”, o el vecino envidioso de la esquina. El caso es que le separaron del servicio, le quitaron la plaza y ya no pudo enseñar más, a menos que lo hiciera de forma clandestina. Salió del pueblo con lo que pudo. Nadie supo hacia dónde.

Quiero pensar que dispondría de algún dinero ahorrado, que alguien lo acogería con cariño en alguna parte. Hoy, a mis setenta y cinco años, me he puesto a pensar en él, en su flamante aspecto, en su figura de dandy, en su rictus austero, y le he visto conversar animado en algún punto de Alemania con su idolatrado Immanuel Kant. Hablaban de rectitud, del imperativo categórico, de ética y de estética. Luego he llorado como lo haría un niño de doce años que se da cuenta de repente de que ha perdido para siempre la inocencia.

3

Autor: Patricia Collazo

Título: De goma

El único profesor que nos dejaba mascar chicle en clase era Gutiérrez, el de Lengua. Bueno, él lo llamaba goma de mascar. Y no solo nos dejaba, el día que tocaba lectura, él mismo traía los chicles y los iba dejando en cada mesa. Eran esos chicles con sabor fresa que llamábamos chicles globo porque con ellos, aplicando cierta técnica, podías crear unos globos enormes. Guti, que así lo llamábamos, no solo nos animaba a hacerlos, sino que también les explicaba detalladamente el método para conseguirlos a quienes aun no lo hubieran logrado.

Mientras él leía, nosotros mascábamos, soplábamos, explotábamos con más o menos suerte y volvíamos a empezar.

Al principio solo conseguíamos formas inestables redondeadas, pero poco a poco fuimos aprendiendo a ajustarlas a la historia que escuchábamos mientras tanto.

El primero en conseguir algo extraordinario fue Juan, que mientras Guti leía el Quijote, consiguió que su globo tuviera los rasgos exactos de un Sancho Panza desaliñado, bonachón y parlanchín. Todos aplaudimos antes de que Sancho estallara. Pero aquello nos abrió las puertas a un universo maravilloso.

Pronto dejamos de lado la limitación de la redondez y aprendimos a conseguir formas alargadas, puntiagudas, cuadradas, triangulares, lo que quisiéramos.

Así, podíamos dibujar un lazarillo flaco y desgarbado y hasta un ciego malvado a su lado.

Mi primer logro fue plasmar una vieja Celestina con tanta exactitud que Guti levantó la vista del libro y se quedó contemplándola fascinado.

Molinos, balcones, campos de batalla, caballos, damas de la realeza, vagabundos, asesinos, pícaros, buscavidas, don juanes… Nos divertía tanto ilustrar las historias de Guti, que la hora de clase se nos pasaba en un pispás.

Cuando sonaba el timbre, Guti cerraba el libro, los personajes que habían estado flotando sobre nuestras cabezas se iban desinflando y nos recordaba que teníamos que tirar los chicles en la papelera que estaba junto a su mesa. Luego se ponía de pie, guardaba el libro en su portafolios y caminaba hasta la puerta tan serio como había entrado, mientras algunos rezagados, que aun estábamos flotando con nuestros globos cerca del techo, los hacíamos explotar para caer en nuestros pupitres, acomodarnos las cabezas despeinadas, y esperar a que llegara el siguiente profesor.

4

Autor: Cronopia

Título: Mi primer colegio

Mi primer colegio estaba en los bajos de un convento del casco antiguo, en el corazón de nuestro barrio más deprimido y sórdido.

Ni siquiera se trataba de una escuela, sino de dos salas que el municipio había adecuado como aulas transitorias y una placita cercana, acorralada por el mar, que hacía las veces de patio.

He olvidado a la que fue mi maestra en el parvulario; solo sé que en mi clase el estruendo era constante y entraba poca luz, y que me escabullía a la mínima ocasión para colarme en el curso de mi hermana mayor, sin que en párvulos notasen mi ausencia ni en primero mi existencia.

Allí impartía sus clases doña Elvira. Apenas recuerdo su cara pero sí su silueta, corpulenta y algo encorvada. Las ondas de su media melena caían como nubes de otoño y su voz, aunque potente, nunca sonó severa ni autoritaria.

Todo cuanto en mi clase resultaba abstracto e ininteligible cobraba sentido en el aula de aquella anciana.

Con ella aprendí que la eme con la a era ma, y luego, con sus juegos y dibujos, me enseñó mucho más que «mamá»: mano, mago, malo, mapa, mar, y de ahí el mago malo con el mapa en la mano se iba al mar.

Pero no fueron solo letras, palabras y frases sobre el papel lo que me regaló doña Elvira. También la fortuna de aprender y de saber, la certeza de que cada idea podía escribirse y el convencimiento de que aquel universo de palabras sería mi mejor guarida para crear y recrearme.

El temor a que doña Elvira me descubriera o a que mi maestra me echase de menos se disipó con el paso de los días.

Me recuerdo silenciosa y discreta, con el material furtivo que mi hermana o alguna compañera me pasaba de vez en cuando para que pudiese escribir, favor que yo les devolvía a la hora del recreo en forma de un par de galletas Príncipe o un trozo generoso de mi pan con embutido.

Transcurrieron las semanas y los meses y me acostumbré al jaleo de un aula y al dinamismo de la otra, a ir y venir entre el frío y la ilusión, el sueño y la magia.

Doña Elvira lavaba cabezas los viernes por la tarde, en un intento vano de acabar con los piojos. Contaba cuentos de hadas y de animales del bosque, cantaba canciones que se acompañaban de bailes y de palmas, nos enseñó a contar y a descontar con garbanzos, judías y pinzas de la ropa, a saltar a la comba, a dibujar una casa con chimenea y ventanucos y a colorear sin salirnos de los márgenes.

Me sentía secretamente orgullosa de engañar un día tras otro a aquella vieja, pues la pobre andaba siempre tan atareada entre sus varias decenas de alumnos que conseguí llegar al verano sin que advirtiese mi presencia.

A finales de agosto, mis padres recibieron con alegría una noticia que para mí sonaba catastrófica: acababan de inaugurar una escuela en las afueras y ya no volveríamos a las aulas de la parte vieja.

Me había hecho ilusiones de pasar un curso más con doña Elvira, y por fin no como polizona, sino como alumna de pleno derecho.

Asumí mi destino con la resignación con la que los niños aceptan casi todo, y a primeros de septiembre mi hermana y yo nos presentamos en aquel edificio recién construido que quedaba en el campo, a media hora del centro.

Justo cuando tomaba conciencia de lo indefensa que me encontraría en aquel recinto enorme y apartado, me fijé en una anciana que pedaleaba, montada en una bicicleta de paseo, por el camino de tierra en dirección al colegio, la figura grande y encorvada, los bucles plomizos de su pelo mecidos por el viento como nubes de otoño.

Doña Elvira fue mi maestra de primero de primaria. Volvieron las canciones, las letras de combinaciones infinitas, los cuentos y los juegos, y el curso pasó como un suspiro.

Cuando me entregó el boletín de notas del tercer trimestre no solo me deseó unas felices vacaciones; también me pellizcó, afectuosa, la mejilla, se inclinó para ponerse a mi altura y me susurró: «Me alegro de que este año no te hayas escapado a la clase de tu hermana».

5

Autor: Santiago Ferrer Marqués

Título: La furia visigoda de Don Arsenio

—¡Ferrer, mastica usted con furia visigoda! —tronó la voz del profesor en el aula.
Recuerdo que me atraganté con el chicle al que aludía Don Arsenio mientras un coro de gaznápiros de 16 años como yo estallaba en una carcajada.
—Opino que usar goma de mascar mientras hablamos de las Etimologías de San Isidoro no es de recibo.
Tuve que darle la razón y disculparme. No es que en aquellos tiempos me importara mucho San Isidoro, pero le tenía gran aprecio a Don Arsenio y no se me hubiera ocurrido contradecirle.
Arsenio Ovejero era bajito, de mediana edad, con amplias entradas en su cabeza, ojos pequeños y rasgos algo simiescos, pero con una voz que desbordaba su pequeña humanidad y llenaba el aula como un locutor profesional. Además, su aspecto pulcro y algo pasado de moda, la forma en que llevaba su viejo portafolios de piel, y la elegancia con que fumaba en clase —entonces se fumaba en cualquier sitio—, hacían de él un personaje entrañable. O por lo menos lo era para mí, ya que algunos lo llamaban “arsénico” por considerar que las preguntas de sus exámenes estaban envenenadas.
Sin embargo, yo no podía dejar de apreciarlo. Cinco años antes caí enfermo y estuve varios meses sin poder asistir al colegio. Don Arsenio hizo que no perdiera el curso. Por propia voluntad se encargó de venir una tarde a la semana a mi casa para corregirme los deberes, repasar lecciones de varias asignaturas, e incluso hacerme los exámenes. Pero, sobre todo, sus visitas me servían para renovar mis lecturas. Cada vez aparecía con libros nuevos sacados de la biblioteca del colegio, incluso de su casa. Al principio venía con un volumen, pero luego —lo que me sobraba era tiempo— aparecía cargado con varios cada semana.
Había de todo. Clásicos desde luego, si tenemos en cuenta que Don Arsenio era un enamorado del Siglo de Oro español que coleccionaba ediciones de El Quijote. Pero fue considerado conmigo y de aquella época no pasó de prestarme El Lazarillo de Tormes y alguna antología poética. Lo que sí hubo fueron clásicos juveniles. Pasé meses devorando islas del tesoro, robinsones y mohicanos, Julio Verne y Salgari, Alicia y los tres mosqueteros, Sherlock Holmes y Tom Sawyer, London y Edmundo de Amicis. O bien me surtía de metamorfosis y plateros, principitos y Ana Frank, Bécquer y Poe. Entre mi padre y Don Arsenio consiguieron que me enganchara al negro sobre blanco y, bendita adicción, nunca podré agradecérselo suficientemente a ninguno de los dos.
Aquel año me sirvió también para apreciar en Don Arsenio otros valores que me hicieron valorarlo y respetarlo en años posteriores. Recuerdo otra clase, más o menos en la misma época de la “furia visigoda”, en que trabajábamos La vida es sueño de Calderón. Tras resumir la obra y leer algunos pasajes, Don Arsenio nos animó a ponerle otro título. Tras algunas propuestas más o menos insípidas, levantó la mano un compañero al que ya teníamos calado por pretencioso.
—Elucubraciones metafísicas de Segismundo —dijo el menda—. Y se quedó tan ancho.
Mi carcajada fue explosiva y ciertamente resultó hiriente para el pedante. Don Arsenio, ni corto ni perezoso, me tiró de clase. Medio avergonzado, pero aún con lágrimas en los ojos, salí al pasillo. Al acabar la clase, Don Arsenio se me acercó.
—Yo también soy más de Quevedo que de Góngora, Ferrer, pero hay que respetar todas las opiniones y apoyar a quien se esfuerza por expresarlas en público. Y ahora, salga de mi vista antes de que lo mande a dirección —añadió con boca seria y complicidad en los ojos.
Tiempo después, al abandonar el colegio, le perdí la pista. Y me arrepentí de no haberle expresado mi agradecimiento por lo que había hecho por mí.
Pasaron los años. Yo trabajaba, me había casado y tenía un hijo y una hija de 12 y 9 años respectivamente. Aquella tarde habíamos ido los tres a la Feria del Libro de Valencia, en los Jardines de Viveros. Volvíamos andando, cargados de libros, por los pretiles del antiguo cauce del Turia, en el Paseo de la Alameda. A lo lejos venía un señor mayor. Al acercarse reconocí a Don Arsenio pese a los casi 30 años que habían pasado desde la última vez que nos vimos. Lo saludé y nos dimos la mano. Lo increíble es que él también me reconociera y hasta se acordara de mi nombre.
—¿Son sus hijos, Ferrer? Hermosos muchachos.
Cruzamos con cariño algunas frases amables y nos despedimos. Con emoción les conté a mis hijos quién era el anciano y qué casualidad era el haberlo encontrado allí —aunque bien pensado, seguramente él iba al mismo sitio del que nosotros volvíamos—. Les expliqué lo importante que había sido para mí y caí en la cuenta de que, por segunda vez, no me había atrevido a expresarle mi agradecimiento.
Pasaron 12 años más, y una serie de casualidades me permitieron conocer las señas de Jimena, hija de Don Arsenio y que había sido compañera mía en el último año de colegio, aunque no había vuelto a tener noticias suyas. Contacté con ella por teléfono y tuvimos una larga charla. Don Arsenio aún vivía, aunque estaba mal de salud. Le conté todo lo agradecido que yo había estado siempre a su padre y le comuniqué mi intención de visitarlo para decírselo yo mismo. Quedamos en que me llamaría cuando hablara con su hermana, que era quien lo cuidaba, y así lo hizo a los pocos días. No podía ir a visitarlo: estaba muy débil y seguramente la visita lo agitaría demasiado. Pero prometió hablarle de mí cuando viera una buena ocasión. Mi tercera oportunidad de agradecimiento se había esfumado.
Dos meses después fue Jimena la que me llamó. Don Arsenio había fallecido. Ella había cumplido y le había hablado de mí.
—Me dio un recado, aunque no lo entiendo muy bien. Me dijo que te dijera que Góngora era un gilipollas.

6

Autor: José Escalera

Título: Un lápiz nuevo

Tenía un lápiz nuevo, afilado como la lezna con la que su madre perforaba el cuero en el taller; tenía cuadernos custodiados por vigilantes centauros, en cuyas últimas hojas practicaría para su nueva firma; tenía libros heredados de sus hermanos, pintarrajeados en las esquinas con muñecos que cobraban vida al pasar las páginas; tenía un compás, acerado, cobijado de las inclemencias del aula en una caja con cierre de pestaña y encasquetado en un molde de plástico. El llavero que hizo su padre con el casquillo de una bala lucía anclado a la cremallera de su mochila; la foto de un Spitfire, que pilotaba cada noche cuando su madre le apagaba la luz, cubría su clasificador; su calculadora fx-82c, guardada con celo en un cajón desde la comunión; su bolígrafo de diez colores, no de cuatro, que se convertiría en la envidia de toda la clase, hasta que las madres acuciadas por sus hijos escudriñaran las papelerías del barrio para no ser menos.
El barullo cesó cuando un hombre espigado y algo despeinado, con bigote cano y gafas de pasta negra, con rebeca sobre camisa de cuadros, se asomó a la puerta como un espeleólogo ante las estalagmitas de una cueva. Lo miraron avizores, como centinelas de guardia en un castillo fronterizo. Subió los escalones de la tarima de obra y dejó sobre la mesa su cartera ajada por el uso. «Me llamo Benigno López. Seré vuestro tutor este curso y os daré clases de Lengua y Literatura castellanas. Me gusta leer y escuchar música. No me gustan los gritos, las mentiras, los que abusan de su fuerza y los que piensan demasiado. Nos llevaremos bien si no gritan, no me mienten, no abusan de sus compañeros y, sobre todo, si no piensan sin permiso».
Trascurrieron las semanas. El lápiz perdió su filo, esquilmado por los bocados de un sacapuntas sin vocación; el compás, deslavazado como un muñeco de trapo, abría los brazos a capricho, desmotivado y traicionero; la bala dejó huérfana a la cadenilla y la calculadora parpadeaba los números diluidos tras la pantalla rayada. Al menos, su firma perdió el último trazo bajo el nombre en favor de una rúbrica juguetona que emperifollaba la última letra. «Éstos son los resultados de la primera evaluación. Exprimir sus macilentos cerebros en busca de agua que riegue su ignorancia va a ser una tarea colosal y requerirá un esfuerzo ímprobo», dijo don Benigno. Nicolás recibió el parte de bajas: dos flechas habían traspasado la malla metálica en Mates y Lengua. Más le dolió que don Benigno, al entregarle las notas, retuviese el boletín al tiempo que Nicolás lo pretendía y que, antes de liberarlo, lo mirase a los ojos durante la eternidad que dura una gota en caer de un grifo mal cerrado, como lo miró el cura cuando se confesó al comulgar por primera y última vez, pero distinto, porque sintió que lo conocía, que lo traspasaba como la lezna el cuero, que lo miraba como lo hubiese mirado su madre si tuviese tiempo o su padre si supiera mirar. Don Benigno soltó el papel y el brazo de Nicolás se retrajo como un muelle. Volvió a su asiento, cabizbajo, discursando sobre cada palabra pronunciada por don Benigno sin hablar. Miró su Spitfire, la cadenita colgante, el moribundo lápiz y sus desmembrados cuadernos, y sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo desde la nuca hasta los dos suspensos.
Su mente pasó más tiempo con don Benigno durante las Navidades que con su familia. Se aplicó tanto en el estudio que su madre, preocupada, quiso sacarlo de su enfrascamiento, ofreciéndole excursiones, meriendas con primos y expediciones a jugueterías en las que esparcir su imaginación. Pero Nicolás, poseído por una felicidad taciturna, solo quiso salir para ir a la biblioteca municipal, donde le hicieron un carnet de cartón con foto, que plastificó en una papelería. Las palabras se mecían en sus sueños como hojas de árboles frondosos en primavera, articulando pensamientos y disparates que cobraban vida en sus juegos y en las historias que escribía bajo la manta de su cama, como un explorador inglés bajo el abrigo de una tienda en plena selva. Los Reyes Magos llenaron su campamento de juguetes según abría los envoltorios con la euforia de un niño agradecido, pero sintió que necesitaba más libros, más, muchos más, porque contenían todas las vidas y la esencia de la niñez en frascos de papel.
Un archivador desnudo, un lapicero, dos bolígrafos con capuchón, un cuaderno por cada asignatura, la cartera de cuero que su madre le regaló por su comunión, y los libros de sus hermanos remendados y vueltos a plastificar. En un lateral de la cartera llevaría siempre el libro que estuviese leyendo, aunque no tuviese tiempo para leerlo durante la mañana, como una bufanda que puedes usar cuando tienes frío o un paraguas plegable para los días que llovizna. Don Benigno se asomó desde la puerta, vestido con un chaleco de punto nuevo, una bufanda a juego, y sin el bigote cano sobre sus gruesos labios a ratos amoratados. «Buenos días». Y así, transcurrieron los días como pulsos de metrónomo, dejando surcos que se embarraban los lunes y se secaban los viernes, con libros que salían de la biblioteca para terminar en la cartera de Nicolás, con polvo de tiza en las mangas y serrín en las botas, con mochilas que olían a bocadillo y patillas como pegadas a las sienes con pegamento tras los recreos. Ninguna flecha traspasó la cota de mallas nunca más, pero don Benigno siguió mirando a Nicolás hasta que terminó el curso y se despidieron. Nicolás se dispuso para salir del aula el último, rezagado por su apego a las vivencias del curso que nunca olvidaría, y cuando se agotaron sus fuerzas, se volvió desde la puerta. «Gracias, don Benigno». El maestro, sin su invernal chaleco de punto ni su bufanda, y mientras limpiaba sus gruesas gafas de pasta, lo miró como un jardinero mira sus rosales. «Gracias a ti, Nicolás».

7

Autor: Vicente Miró López

Título: Pájaros en la cabeza

La tarea era sencilla: cada alumno debía realizar una redacción atendiendo a la regla mágica e inviolable de la estructura narrativa, conocida desde que el mundo es mundo, transmitida de generación en generación, desde el primer protogriego hasta el mismísimo Don Alfredo, de cuerpo presente y mente dispersa, en postura de guardia militar sobre el atril: planteamiento, nudo y desenlace. Primero se presentan las normas y los personajes. Es decir, se dibuja el tablero y se colocan las fichas. Después se explica el objetivo del juego: y con esta explicación se pasa del planteamiento al nudo. El nudo es la partida en en sí, con sus contratiempos, sus idas y venidas, sus casillas de cárcel y sus tarjetas de premios, que convenientemente deben haber sido explicadas en la presentación. El desenlace es, obviamente, el final de la partida.

– No quiero relatos que no cumplan estos requisitos. ¿Se me entiende? No quiero un: mi perro se cayó por la acequia y mi padre se fue a comprar el periódico y mi madre hizo arroz con garbanzos. Un relato no es un diario. Quiero una redacción en forma de relato. RE-LA-TO. Planteamiento, nudo y desenlace.

Todos asentían desganados, cabezas gachas. Todos menos Pedrito, que le comentaba algo por lo bajini a su compañera del pupitre de delante. Podríamos acordar que Pedrito era el listo de la clase. Pero Don Alfredo podía ver sus pensamientos girar en torno a su pelo, iluminado en silencio como pájaros de abril. Pajaritos que picoteaban a un lado y a otro, removían otros pensamientos en otras cabezas. A todos caía bien Pedrito, el guapo, el insolente, el flaco que no traía los deberes de casa pero los inventaba en la pizarra. Incluso a Don Alfredo. Hasta ese día. Ese día los pájaros tenían otro color y la cara de Susana, la compañera que se sentaba en el asiento de delante, sonriente, burlona, no dejaba lugar a dudas.

– No quiero un mi abuelo es el mejor futbolista que nunca he conocido, le encanta ver el programa de la copla en Canal Sur, ni chorradas del estilo. Es un relato, no una descripción. ¿Se me entiende?

Don Alfredo trataba de seguir, pero el runrún desatado en la mesa de Pedrito se extendía como una enfermedad por las mesas aledañas. Y de ahí a las vecinas. Pedrito, el niño modelo. Pedrito, Pedro Aguilar, de los primeros en pasar lista, de los últimos en ocupar asiento. Pedrito, rebelándose contra él. Veía su conspiración, su plan, su trampa, su mirada de no he roto un plato escondiendo una rebeldía incontenible. Él lo veía como se ve a través de un cristal limpio: veía la bandada de pensamientos deformes revoloteando. ¿Quería considerarse más listo que los demás? Que lo demostrase. No, Don Alfredo estaba de vuelta de todas las protestas. Las microdosis le habían aumentado el conocimiento, le habían abierto la mente. Que Pedrito se burlase de otros profesores, si quería, nunca jamás de él. Con él que no se atreviese a medirse.

– Y evitad sobre todo la repetición. Si en el primer párrafo decís que Fulanito tiene un coche, no vengáis a decirlo otra vez en el tercero.

Estalló la risa y esta vez la risa sonaba a desbandada. Don Alfredo miró de un lado a otro sin dar crédito. Enseguida distinguió a Pedrito en el centro, aunque en realidad se sentaba en el lado derecho del aula, pegado a la ventana, en la primera fila, como correspondía a su apellido. Pero era el centro, como Nueva York es el centro del mundo sin importar donde se encuentre.

– ¿Le hace gracia, Aguilar?

El jaleo se había vuelto tan intenso que debía escucharse desde los pasillos. Pero de esto Don Alfredo no se percató hasta que la puerta del aula se abrió de golpe. El Jefe de Estudios lo acusaba desde el umbral. ¡Insólito! Lo culpaba a él, Don Alfredo, con la mirada, como si el bullicio fuese responsabilidad suya y no de los diablos guiados por Pedrito.

– ¿Qué está pasando aquí?

Pero no dirigió la pregunta a Don Alfredo, sino a Pedrito. Lo miraba directamente a él con sus pupilas curiosas.

– Don Alfredo la ha vuelto a liar -replicó el estudiante.

– ¡Hable con respeto, Aguilar! – le reconvino con acierto el Jefe de Estudios.

– Quiero decir que lo está volviendo a hacer. Esta dando otra vez la lección de ayer y anteayer.

Don Alfredo no cabía en sí del asombro. ¡Semejante desvergüenza! Trató de contratacar al pequeño demonio vestido de cordero, pero se le adelantó el Jefe de Estudios.

– ¿Otra vez estas impartiendo las reglas del buen relato, Alfonso?

La mirada de Don Alfonso se cubrió de terror. ¿Cómo lo sabía? ¿Estaba el Jefe de estudios conchabado con el alumno Aguilar?

– Venga conmigo, Alfonso, llamaremos a su hermano. No se preocupe, seguro que hay una explicación.

La mano del Jefe de Estudios lo arrastraba por el codo. La clase, poco a poco se disolvió en una sombre de aves confusas. Aves de rapiña. Aves carroñeras. Condenadas aves que solo habían aprendido a volar para salir del infierno.

8

Autor: Nacho Alonso

Título: Nos rompió

Nos rompió y nunca volvimos a ser lo que éramos. Apenas teníamos tres años y, en tres años, todo lo vimos. Los trazos a un palmo del rasgar de una tiza, el miedo, la risa, la tensión. Nadie pensó en nuestra vida tras las cinco. Pasaban los minutos, el autobús y la compra. El paseo por el mismo río distinto cada vez, con sus patitos recién nacidos, aprendiendo, en breve, a nadar solos en busca del pan que les lanzaba. Y al refrescar, en el refugio del hogar, previo a la cena y el anochecer, decenas de exámenes con flechas verdes y círculos rojos. “Si te esfuerzas y pones atención, lo harás mejor la próxima vez”. Y nosotras subíamos con las arrugas que se marcaban al esbozar su sonrisa, para empañarnos cuando sus lágrimas comenzaban a brotar instantes después. Es bonito sentir, a pesar de los latidos, un dulce mirar, la esperanza, el dolor, la decepción y el cariño; y a las cinco, cada día, de nuevo el vacío.

Apenas teníamos tres años y, en tres años, todo lo vimos. Todo salvo aquel balón durante el recreo, que Nacho chutó, y en la cara le golpeó, partiéndonos al caer al suelo. Y tan caro era el arreglo, que Don Alfredo se compró unas gafas nuevas, y en el cajón de su mesilla nos guardó y ya nunca volvimos a ser lo que éramos.

9

Autor: Cecilia Rodríguez Bove

Título: Leer es un verbo

Demasiado calor. Supongo. Lo cierto es que los chavales de Altamira del Madrazo no teníamos planes. Vivíamos ralentizados. Sabíamos lo que íbamos a hacer durante el día y, eventualmente, lo que haríamos al siguiente. Poco más. No obstante, aunque yo aparentemente era como el resto, en realidad era diferente. Yo sí tenía un plan. Yo sería maestro. Y no apenas un maestro cualquiera. Yo sería un maestro igual que Don Ricardo. Él era el mejor. El único que aportaba algo diferente a nuestras vidas.

—Las palabras duermen en los libros —nos decía—. Están allí esperando que alguien llegue y las despierte. Solo entonces se organizan. Son como un ejército al que se le da la orden de llevarnos en un viaje que comienza siempre en la primera palabra.

Esta frase, que él siempre repetía, llegué a interiorizarla tanto, que estaba convencido de que en el instante en que se abría un libro, algo mágico tenía lugar en su interior.

Don Ricardo también tenía otras frases, menos poéticas tal vez, pero para mí, igual de inspiradoras.

—Leer es un verbo. Una acción. Cuando lean, háganlo siempre con criterio, con opinión —y agregaba—. Aquí no quiero alumnos santurrones, aburridos y mojigatos. ¡Moved esas neuronas!

Esa era su forma de estimularnos. En sus clases no teníamos que memorizar. Teníamos que reflexionar, opinar y respetar todas las opiniones. Eran siempre las mejores. Con diferencia.

Es por eso que nunca olvidaré la tarde en que estaba yo sentado en la cocina leyendo, mientras mi madre hacía sus faenas y vimos llegar, muy contrariado, a mi tío Octavio, quien ejercía de conserje, encargado de la limpieza y sereno del colegio. Todo al mismo tiempo.

—¿Qué te pasa? —le preguntó mi madre.

—Pues, que han despedido a Don Ricardo y acabo de verlo esperando el autobús para marcharse.

Al oír aquello reaccioné como solo puede hacerlo un chaval de 12 años que está a punto de perder algo valioso: solté el libro, salté del asiento y desoyendo los gritos de mi madre eché a correr vereda abajo. Corría tan rápido que apenas podía esquivar a los perros que salían ladrando a mi paso. Unos 500 metros separaban mi casa de la estación. Demasiados. Forcé mis piernas a todo lo que daban, pero no llegué a tiempo. Faltándome escasos metros, el autobús donde iba Don Ricardo se puso en marcha. Yo seguí corriendo detrás, gritando su nombre, hasta que tuve que parar, atrapado en una enorme nube de polvo.

Regresé a casa desconsolado, sucio y con un solo zapato. El otro lo perdí mientras corría. Esa noche me fui a la cama con el regaño de mi padre y las burlas de mis hermanos que sabían que al día siguiente yo tendría que ir a la escuela con los zapatos viejos, que ya me estaban pequeños.

Pero ni el regaño de mi padre, ni las burlas de mis hermanos eran nada comparado con la pena que yo sentía por no haber podido despedirme de mi maestro. Me sentía un ingrato y un malagradecido. Ese pesar me perseguiría durante toda la adolescencia. Llegué incluso a imaginar que podría remediarlo guardando los cuadernos con todas las notas que había ido tomado en sus clases. Algún día, cuando lo volviera a ver, se los mostraría como prueba de agradecimiento. Esos cuadernos los guardé durante una temporada, pero con el paso del tiempo, la idea de mostrárselos fue perdiendo fuelle. No así mis deseos de volverlo a ver.

Muchos años más tarde, acepté un puesto para trabajar en un pueblecito a unos 80 kilómetros de distancia, que resultó ser el pueblo donde residía Don Ricardo con su mujer y yo, en cuanto lo supe, quise visitarlo.

Iba emocionado y nervioso. Veinte años son muchos años. En la puerta me recibió su mujer, Violeta, quien me hizo pasar y me señaló con la mano a Don Ricardo.

Yo había conservado nítida la imagen de un hombre de pequeña estatura, sencillo, suspicaz, con gran sentido del humor, sincero hasta molestar, de esos que dicen lo que piensan, y sabido es que eso a veces incómoda —de ahí que lo despidieran alegando que sus métodos educativos no se ajustaban a las reglas—. Sin embargo, aquel recuerdo lejos estaba de parecerse a la figura del anciano diminuto y huesudo, que me miró desde su sillón con unos ojos vidriosos como único atisbo de vida.

—¿Puede oírme? —le pregunté torpemente a Violeta.

—Si, puede —me respondió ella y me aclaró—. Pero difícilmente te conteste. Hace años que tiene dificultad y solo habla conmigo, porque solo yo lo entiendo.

Me senté a su lado y sentí que volvía a ser aquel chavalín de 12 años. Él seguía mirándome en silencio y yo entonces le conté que era maestro, como él, que había hecho mías muchas de sus frases. “Leer es un verbo”. ¿Se acuerda? Le hablé también de libros, de nuevos escritores, como un tal Carlos Ruiz Zafón, que estaba conquistando muchos lectores y de mi última adquisición: una publicación que reunía la correspondencia entre Chejov y Gorki que era una auténtica delicia y prometí leérsela en la próxima visita.

Aunque aquel encuentro había sido muy diferente del que yo había imaginado, la admiración, el respeto y la gratitud que me producía Don Ricardo continuaban intactos.

Desgraciadamente, no hubo una próxima visita. A los pocos días falleció.

—Lo que más me duele —le dije a Violeta— es que, por segunda vez, no llegué a tiempo. Don Ricardo se ha ido sin saber siquiera que estuve a visitarlo, pues yo, de la emoción, olvidé identificarme.

—No hacía falta, él te reconoció —me respondió ella—. Después que te fuiste me dijo que tú eras German, aquel chico de Altamira del Madrazo, su mejor alumno, del que no pudo despedirse. Él estaba ya en el autobús cuando te vio venir corriendo. Te dijo adiós y luego te perdió de vista. Dijo que te quedaste envuelto en una nube de polvo.

10

Autor: Juan Luis Jaime

Título: El vigía de la memoria

Después de pasar lista compruebo con satisfacción una semana más que son ustedes unos alumnos modélicos en asistencia y puntualidad. Hoy hace un día magnífico, pero han elegido aprender latín; si continúan así, tengan por seguro que verán recompensado su esfuerzo al final del cuatrimestre. Por cierto, me acaba de informar secretaría de que un nuevo alumno está a punto de incorporarse a clase; otro orgullo para este viejo profesor. Y ahora, abran por favor el libro por la página 38 y recuerden la frase que escribí ayer en la pizarra: vasa vacua plurimum sonant. ¿No lo ha traído, señor Ramírez? No se preocupe, que su amigo Patiño lo comparta con usted. Bien, veamos: Fonseca, ¿podría analizar por favor la palabra vasa? Casi, casi. Si es tan amable, señorita Seoane, dígale al señor Fonseca en qué ha fallado. Efectivamente, no se trata de la tercera declinación, sino de un nominativo plural neutro del sustantivo vasum vasi pero de la segunda declinación. Seoane, ¿sabría exponer la declinación completa del sustantivo en cuestión? Brillante, es usted brillante, Seoane, muchas gracias. ¿Y vasa, señor Ortega? Caray, para parecer usted un talcualillo ha acertado: es un adjetivo que concuerda con el sustantivo vasa. Les ahorro la interpelación sobre el verbo: al ser vasa un sustantivo plural, lógicamente el verbo debe ir también en plural. Recuerden que en latín los verbos se enuncian indicando en este orden: primera persona del singular del presente de indicativo, segunda persona del singular del presente de indicativo, infinitivo presente, primera persona del singular del pretérito perfecto de indicativo y supino, que les sonará a rey hitita, pero no se preocupen, que lo veremos más adelante y lo explicaré las veces que sean necesarias. Por lo tanto, la enunciación correcta del verbo sería sono, sonas, sonare, sonavi, sonatum. Ya les digo que no se inquieten, hablamos de asuntos que iremos viendo a lo largo del curso. ¿He dicho algo gracioso, señor Altabás? ¿De qué se ríe entonces? Ya vendrán las quejas y los lloriqueos en las evaluaciones de diciembre. Anda, salga a la pizarra, que le voy a dictar la conjugación del verbo en el presente de indicativo para que sus compañeros puedan copiarla. Sono, sonas, sonat, sonamus, sonatis, sonant. Perfecto, señor Altabás, pues usted sentarse. Bien, por consiguiente, como decíamos, el verbo en este caso debe ir en plural. ¿Terminaron de copiar ya? ¿Puedo borrar? Excelente. Nos queda finalmente la palabra plurimum. Como es una cuestión morfológica, sintáctica y gramatical en la que profundizaremos durante los próximos días, les adelanto que plurimum es un adverbio de cantidad que significa muchísimo. Señor Ortega, deje por favor de chismorrear con su compañero y dígame, ¿sabría usted traducir la frase según lo expuesto? Incorrecto. Preste atención, que la voy a escribir en la pizarra. ¿Dónde han escondido la tiza roja? Ah, aquí está, disculpen. Veamos, entonces la traducción sería: Las vasijas o también los tiestos o las macetas hacen muchísimo ruido son las que más ruido hacen. ¿Conocen el dicho popular Mucho ruido y pocas nueces? Si no es así consulten mañana a la profesora de Literatura o búsquenlo en el Libro de Buen Amor La Celestina. Pues significa grosso modo que detrás de la apariencia pomposa se halla solo artificio, fingimiento, vacuidad. En un ámbito metafórico más amplio: que las personas más zoquetes resultan las más quejicosas, ¿verdad, señor Altabás? Ya llegarán ustedes a mis años. Cuivis dolori remedum est patientia. Con estas nociones creo que no les serán espinosos los ejercicios 1 y 2 de la página 39. Venga, dejen de poner caras mohínas que parecen galloferos… ¿Han llamado a la puerta? Disculpen un segundo.

—¿Sí?

—Buenos días.

—¿Es usted don Saturnino Troncoso?

—El mismo, para servirles.

—Somos de la empresa Químani. Le traemos el último maniquí que nos había pedido.

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Esther Griñó
Esther Griñó
2 años hace

Buenas noches,
Más que un comentario, es una pregunta porque envié un relato el día 19 al concurso de #MaestrosInolvidables y veo que ya no aparece y no sé si es porque se ha borrado o ya lo han descartado. En cambio el 2º relato que envié ayer sí que está.
A ver si me pueden decir algo para volver a enviarlo o no.
Gracias anticipadas y saludos

Aelxandra
Aelxandra
2 años hace

Buenas noches,
He visto que se tiene que recoger el premio personalmente, ¿es en Alicante mismo?
Muchas gracias,

Alexandra.

Última edición 2 años hace por Aelxandra
godofredo
godofredo
2 años hace
Responder a  Aelxandra

eso se llama tenerse fe….

Robinson Crusoe
Robinson Crusoe
2 años hace

Leo que hay que recoger el premio en Alicante. Es posible enviar a un familiar, condiciòn sine qua non en mi caso o si no, me abstengo de publicar.

Adalberto
Adalberto
2 años hace

¿Por qué no pueden enviarse directamente a través de un mail?

HÉCTOR ALFREDO
HÉCTOR ALFREDO
2 años hace

No entiendo cómo subir un relato. «Maestros Inolvidables. Gracias, si me explican y pueda aplicar la mecánica correspondiente.’reciban un cálido saludo.

Rafael
2 años hace

Antes de nada, agradecer de corazón este tipo de iniciativas.

Comparto con ustedes mi humilde post.

https://rafadavilaeducando.wordpress.com/2022/01/30/no-te-voy-a-dejar-sola

Un afectuoso saludo.

Esther Griñó
Esther Griñó
2 años hace

Qun us na mala

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