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Las aventuras del Capitán Sirius (y IV): una noche en Casarás - Zenda
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Las aventuras del Capitán Sirius (y IV): una noche en Casarás

Una noche, el reputado medievalista Fermín Anchorena me sorprendió con su afición a la literatura fantástica española, especialidad en la que demostró ser un experto. Estábamos en mi casa del recinto universitario de Cahill y para demostrarme que su pasión tenía fundamento me obsequió un ejemplar de La sombra blanca de Casarás; se trata de...

Resumen de lo publicado

Una noche, el reputado medievalista Fermín Anchorena me sorprendió con su afición a la literatura fantástica española, especialidad en la que demostró ser un experto. Estábamos en mi casa del recinto universitario de Cahill y para demostrarme que su pasión tenía fundamento me obsequió un ejemplar de La sombra blanca de Casarás; se trata de una novela ‘gótica’ de fantasmas y apariciones, obra de Jesús de Aragón, también conocido como Capitán Sirius, que se publicó por primera vez en 1931 y de la que no había oído hablar en mi vida. Al ver luz en mi casa, un grupo de estudiantes y dos profesores se unieron a la tertulia; animado por el renovado y jovial auditorio, así como por mi whisky, mi huésped se lanzó a contar la historia del supuesto monasterio de Casarás que, si nunca existió, su nombre despertaba en mí espantosos recuerdos. Y eran bien reales.

……………………………………………….

—Yo he estado en ese sitio —expliqué—, que según usted nunca existió. Y he visto galopar los espectros de Casarás por el bosque de Valsaín.

Con la boca seca, señalé mi vaso vacío.

—¡Joven! —me dirigí al fucking bastard que se había erigido en gestor de las botellas—. Sirva al narrador, que también es hijo de Dios.

—Y además es el que paga—recordó el profesor Matelotte acercando a su vez su vaso.

Fuimos inmediatamente atendidos, así como el resto de la alegre concurrencia, que se hubiera dejado matar antes que renunciar a un nuevo trago. Aclarada la garganta, conté como hace muchos años me sorprendió una tormenta en la sierra madrileña. Llegó a media tarde, agazapada desde el noroeste, y se hizo prácticamente de noche, o casi, en sólo unos minutos. Si en primavera las serranías españolas parecen parques, el mal tiempo las transforma en escenarios de pesadilla: Guadarrama, pese a su proximidad a la capital de España, no es una excepción y aquel día, cuando la oscuridad era casi absoluta, un relámpago iluminó el cielo y se desató la ventisca, subrayada por un trueno ensordecedor. Parecía que el Diablo hubiera abierto de pronto puertas y ventanas en los confines del planeta. Sobre mí se precipitaron ráfagas de copos afilados como agujas y me cubrí con cuanto llevaba a mano. Capuchones, guantes, gafas, pasamontañas… todo era poco.

En este punto me detuve satisfecho por el efecto que mis palabras estaban causando en mi auditorio y bebí un sorbo de whisky. Lo paladeé y proseguí.

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Había subido de Navacerrada a Picos y me encontraba en la cresta de la sierra, a caballo entre las provincias de Segovia y Madrid, envuelto en la niebla y enterrado en nieve hasta la cintura. La situación era crítica y ni siquiera podía avanzar, así que tomé la desesperada decisión de lanzarme ladera abajo dando tumbos entre la nieve en busca del camino que hace cien años trazara el viejo Eduard Schmid Weikan, décimo tercer socio de la RSEA Peñalara. Pero la nieve había cubierto marcas y senda, así que cuando me quise dar cuenta estaba perdido en medio del bosque de Valsaín. Cercado por los inclementes turbiones de la ventisca, oí voces y entre los árboles tomaron cuerpo sombras de ultratumba.

—¿Tienes coñac?

Una criatura deforme venía aullando hacia mí. Era una especie de simio agarrotado al que su macuto, erizado de crampones y cuerdas de escalada, confería aspecto de jorobado.

—¡Pues yo sí! —saludó—. Soy El Chirri, de Vallecas. ¡Bebe, ostias! O los aparecidos tendrán esta noche otra estatua de hielo en su panteón.

Me alargó una petaca y se echó a reír de manera antinatural. Yo había empezado a asustarme, pero eso no fue nada comparado con lo que me asusté cuando sacó una pistola.

—Coñac no, pero miedo sí ¿eh? —graznó.

Negué mentiroso y el bicharraco volvió a reír como reiría una lata vieja.

—Pues debieras.

Y disparó al aire.

—¡Cabraaaa, marica playaaaaa! ¡Toniiiii!

Y otro disparo.

—No tiene balas —mugió guardando la pistola junto con la petaca—. Son sólo petardos.

Y rompió a cantar con voz profunda el oriamendi en dirección al bosque enfurecido, oculto por la tormenta. No paró hasta que le contestó una voz abaritonada barrida por el viento.

—Eres como la rosa de alejandría, morená saladá. De alejandría.

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Entre la niebla aparecieron dos figurones grotescos. Uno era El Atajos, guía mallorquín célebre de La Morcuera a Cabeza Líjar por su torturada habla castellana; el otro, un reputado escalador, El Cabra, del que decían que se sabía la pared de El Yelmo mejor que el pasillo de su casa.

—Hombre, El Inglés-, me embromó al verme.

Habíamos coincidido hacía sólo unos domingos en una transitada vía de La Pedriza donde, colgados del vacío, hubimos de esperar a que se aclararan los que subían delante.

—¿Te has perdido? —y levantó el pulgar—. Tranqui, tío. Aquí, El Atajos, nos sacará de ésta.

Pese al frío, El Atajos se despojó del pasamontañas y las gafas. Rubio y bello como un ángel, consultó una brújula, olisqueó la tormenta y señaló hacia el NO con el piolet. Sin abrir la boca, volvió a cubrirse y se puso en marcha, justo contra la ventisca, en busca de la pista forestal que desciende desde Fuenfría hasta la Cueva del Asno, las fuentes del Acueducto y el palacio de La Granja; tras él tiramos El Cabra, servidor de ustedes y, cerrando la marcha, El Chirri. Había sido una suerte dar con aquella especie de pelotón chiflado; la subida se hacía penosa y tener compañía, tranquilizador. Caminamos cerca de una hora, la vista en el suelo y los pies en las huellas del compañero de delante, hasta que nos detuvimos bruscamente.

—Ahora si que la hemos jodido-, exclamó El Chirri.

Frente a nosotros había aparecido el perfil tétrico de las ruinas de Casarás.

—Va, que no seáis pardales, hombre, collons, —nos animó El Atajos.

Las ruinas se levantan a un lado de la pista, a un kilómetro, más o menos, del puerto de La Fuenfría. Desveladas mágicamente entre la niebla, semejaban una inquietante osamenta prehistórica, pese a lo cual El Atajos avanzó resuelto hacia ellas.

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—Dejaos de mariconadas, idó.

Para acabarlo de arreglar, detrás de nosotros, en el bosque, empezaron a sonar inquietantes voces como de ángeles de ultratumba.

—¿No oís?

El Atajos, sin hacer caso a los supersticiosos resquemores del Chirri, había desaparecido engullido por las ruinas y El Cabra, suspirando, se despojó de las gafas y del pasamontañas.

—Chirri, por el amor de Dios…

Pero El Chirri tenía razón. Tres chicas y dos chicos, ninguno de no más de quince años, se arrastraban sobre nuestro rastro.

—¡Eh! ¡Eh! ¿Vais a Cercedilla?- chillaron las chiquillas con ansiedad.

—¡No, cojones, vamos buscando el carro de las pipas! —respondió aliviado El Chirri al ver que sólo nos seguían personas normales. Y añadió por lo bajo-. Joder, ¿dónde vamos a ir a estas horas? Con la que está cayendo…

En las ruinas, El Atajos había encontrado una pared que protegía razonablemente del viento y la nieve. También había abierto el macuto y, además de una linterna, había sacado agua y una fiambrera con tortilla.

—Tomamos algo y nos largamos. Ya es como si estuviéramos abajo.

Exageraba, pero al menos ya no estábamos perdidos. Al Chirri no le hacía gracia parar allí y se puso a contar las viejas y consabidas habladurías sobre Casarás mientras se preparaba un bocadillo de mortadela. Que si una vez había aparecido un fulano abierto en canal colgado de un pino, que si los templarios yacían enterrados debajo de nosotros, que si por la noche se escuchaban conciliábulos fantasmales, que si… El grupo de jovencitos, espeluznado, se daba codazos, cuchicheaba y repartía filetes empanados. El Cabra, por su parte, se tronchaba y El Atajos no prestaba atención. Hasta que un alarido estremeció la montaña.

—¡Por los clavos de Cristo!

Al Chirri se le cayó el bocadillo de mortadela. Ágil como un gato, a su compinche El Cabra le faltó tiempo para encaramarse al parapeto, pero se volvió a agachar con la mirada extraviada. Por la pista forestal galopaba en dirección a Segovia una compañía de espectros fosforescentes.

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—¿Qué cojones es eso?

Sin reparar en nosotros, los infernales jinetes desaparecieron monte abajo en silencio… salvo uno blanco y fantasmal que detuvo su ardiente caballería en medio de la pista ¡y nos miró! Sí, en efecto: no nos vio. Nos miró.

—¡Hugo de Marignac! —exclamó fuera de sí El Chirri—. ¡Vamos a morir!

Y se meó encima, lo juro. Yo, que también estaba algo más que asustado, me limitaba a observar al Atajos cuando, sobre el bramido de la tormenta, se elevó una vocecilla improbable.

—El Primer Misterio Glorioso es la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

Y un coro vacilante, más improbable aún, respondió.

—Padre Nuestro que estás en los cielos…

A nuestra espalda, los cinco jovencitos habían sacado rosarios y con dos ramas y un cordel habían improvisado una cruz.

—Santa María, Madre de Dios…

El pánico de El Chirri se trocó en violenta ira y a los labios le asomó un improperio, pero al Atajos ya se le había ocurrido algo y lo paró en seco.

—Calla, gilipollas. ¡A rezar tú también!. —Y nos conminó al Cabra y a mí a imitarle—. Hala, todos a rezar.

Musitando a su vez las avemarías que iban desgranando los chavales, echó mano de la tosca cruz que habían confeccionado y, sin darle demasiadas vueltas, se irguió resuelto sobre el parapeto. Nunca lo hiciera. Una sombra de pavor le cubrió el rostro y el cabello se le erizó electrificado. Pese al terror que me atenazaba también a mí, me asomé sin dejar de rezar.

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—Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo…

El jinete había abandonado la pista y avanzaba al paso hacia nosotros. En el centro de su cabeza blanca brillaban dos ascuas a modo de ojos que me miraban a mí, sólo a mí. Pero no tuve tiempo de desmayarme porque El Atajos volvió a sorprenderme.

—¡Vade retro, Espíritu del Mal! -, gritó de pie sobre la pared arruinada-. Por Dios, por España y su gloriosa Revolución Nacional Sindicalista.

Yo parpadeé perplejo. La idea no era mala, pero podía mejorarse.

—Coño, Atajos-, le susurré-. Mejor “en el Nombre de Dios Omnipotente”, hombre. O algo así, no sé.

Asintió lívido el mallorquín y, recomponiendo su ánimo alterado, alzó la cruz para dirigirse al jinete con encomiable templanza.

—Yo te conmino, súcubo impuro, en el Nombre de Dios Omnipotente y de su Divina Madre, Nuestra Señora de las Nieves, cuya protección impetro, a que vuelvas a la pestífera tiniebla de la que procedes. —Y, ya en racha, se pasó, francamente inspirado, a su lengua materna con objeto de improvisar mejor las nuevas admoniciones que le venían a la cabeza-. ¡En el Nom de Deu y de la Seva Mare Sa Nostra Senyora la Verge d´en Lluch!

Los piadosos jovencitos dejaron el rosario e inspirados por el valor suicida de nuestro guía rompieron a cantar con devoción.

—Salve Regina, Mater Misericordiae, vita dulcedo et spes nostra, salve… Ad te clamamus…

La tormenta paró de golpe, dejó de nevar y se encalmó el viento. El Atajos esgrimía furibundo el crucifijo, los cinco chicos lo rodeaban y El Chirri, El Cabra y este servidor se santiguaban con intensidad. Un nuevo alarido rasgó el bosque y un rayo del cielo se precipitó sobre el Maligno que nos acechaba. Abrasada, la sombra blanca picó espuelas y, a galope tendido, se perdió entre voces de pesadilla camino abajo por las revueltas del monte. Sin pensarlo dos veces, nos abalanzamos sobre nuestros macutos y, sin mirar atrás en ningún momento, subimos a toda prisa por la pista hasta el puerto; allí enfilamos la calzada romana y poco antes de medianoche aterrizábamos sanos y a salvo en la estación de tren de Cercedilla.

En Cahill se había hecho un silencio catedralicio. La audiencia me contemplaba pidiendo más, pero los vasos estaban vacíos y Anchorena, recuperado de su dolencia, me palmeó la espalda.

—Bueno, bueno, bueno, pero que novelero es usted, hay que ver…

Los estudiantes y sus dos profesores salieron del alelamiento y el medievalista, de pie y en equilibrio inestable, dio por finalizada la reunión.

—Hala, cada mochuelo a su olivo-, exclamó castizo y en español, como no.

Cuando se hubieron marchado todos, el viejo reloj del pazo de Loureiro dio las tres y por las tenebrosas calles nevadas lo acompañé a su alojamiento del St Patricks College.

—Chevaliers de la Table Ronde…- canturriaba entre dientes, algo afectado-. On veut voir si le vin est bon…

Tras saludar al portero de noche de la centenaria institución, que nos examinó reprobador, lo deposité en el catre.

-Ah, Bowman. ¡Qué whisky el suyo!- me despidió con pena mientras lo arropaba.

Por la mañana marchó para Glasgow y voló a Roma. Transcurrirían años hasta que lo volviese a ver, pero aún hoy, cuando somos otros, nuestra amistad permanece berroqueña por encima de océanos y continentes. Por mi parte, regresé a casa caminando solitario sobre la nieve sin otra iluminación que una atípica luna escocesa. En Cahill también había pasado la tormenta e incluso había cesado el nortazo, como aquella tarde de cuarenta años atrás en la vieja Fuente Fría guadarrameña. Más que a 56º de latitud creí hallarme de nuevo en los 40, bajo el cielo de las montañas de Castilla. Y en el aire limpio de la noche se concretó una sombra humana.

—No haga caso, comandante Bowman.

Me agité estremecido. Hacía millones de años que nadie me llamaba así. El mismísimo Capitán Sirius, ataviado con el uniforme de gala del Tercio Real de Granaderos, bordado, floreado y coronado por un casco con plumas de avestruz, avutarda y urogallo, me traía un mensaje. Un recordatorio.

—Usted ha sido otro, lo mismo que yo, comandante. Usted ha visto lo que hay más allá de las estrellas —e hizo una pausa dramática—. Usted sabe.

Callé, demasiado estupefacto como para formular palabra, y la sombra comenzó a difuminarse otra vez en la iridiscente luz de la luna.

—Usted sabe, como yo, que existen.

Su voz permaneció reverberando como un eco entre las fachadas dieciochescas.

—Usted sabe mejor que nadie que Hugo de Marignac y los espectros de Casarás existen.

Lo sé, y no he vuelto a olvidarlo nunca. Ni que la Literatura no vale para nada, pero que ayuda al menos a vivir. A crear lazos y a dar sentido a lo que no lo tiene. Y que esa precisamente es su utilidad.

Contribuir a hacernos humanos.

FIN

………………………..

Fotos © Javier Sánchez Martínez. Las imágenes que acompañan esta última entrega de Las aventuras del Capitán Sirius son obra del conocido fotógrafo madrileño Javier Sánchez Martínez, especializado en imágenes de la Naturaleza y colaborador habitual de prestigiosos medios internacionales. Cedidas exclusivamente para ilustrar esta entrada de Zenda Libros, están amparadas por el Derecho Internacional de Autor. Su uso en cualquier otro contexto está rigurosamente prohibido y será perseguido por la Ley.

Remito a los interesados en la figura de Jesús de Aragón al artículo referencial titulado Jesús de Aragón, el Julio Verne español, de Fernando R. Lafuente, publicado el 11 de enero de 2014 en ABC Cultural, así como al siguiente enlace de la web Libros Prohibidos con cumplida información sobre la obra del gran autor segoviano.

Imposible no mencionar la referencia que, en el curso de la publicación de nuestro relato, nos hizo llegar un fan cuyo nombre hemos extraviado torpemente y que resume de manera impecable el estado de la cuestión… pese a que en la bibliografía de Jesús de Aragón se cuele un título, Nuevos sistemas de partida doble, que a todas luces pertenecería a la faceta del autor como profesor de contabilidad.

Otro fan, Ismael F. Cabeza, nos descubrió esta información sobre la Historia de Casa Eraso, Casarás. En todo caso, encontramos más interesantes las fantasías concebidas por Jesús de Aragón sobre ese lugar.

En cuanto al género fantástico en España, puede consultarse el número 765 de la revista Ínsula Lo fantástico en España, de septiembre de 2010. En otro orden de cosas, es interesantísimo el artículo de la wiki titulado Ciencia ficción española, con numerosas referencias, algunas a autores tan conocidos como Blasco Ibañez o el mismísimo Miguel de Unamuno, que en su artículo Mecanópolis construyó una especie de siniestra distopía. Por desgracia, la wiki pasa de puntillas por la literatura popular española del período de entreguerras y, a fecha de hoy, mete la pata al referirse a Jesús de Aragón, a quien asciende a Coronel Sirius, grado que nuestro autor jamás ostentó pues nunca pasó del escalafón de oficiales y siempre fue conocido como Capitán Sirius.

Además de La sombra blanca de Casarás, en 1995, Editorial Juventud reeditó hace veinte años 40.000 kms a bordo del aeroplano “Fantasma” y De noche sobre la ciudad prohibida, continuación del anterior, en 1994 ambos. Nos consta que por los circuitos de segunda mano corren ejemplares de los tres títulos.

Señalar, por último, que una pequeña editorial segoviana, Librería Café Ícaro, puso La sombra blanca de Casarás de nuevo en la calle en 2013, como tuvo la amabilidad de recordarnos la tuitera Anushki.

Jesús de Aragón. La sombra blanca de Casarás. Librería Café Ícaro. Segovia 2013. ISBN: 9788461663491

Esta edición, por desgracia, no se distribuye a través de los cauces habituales y sólo puede conseguirse en la web de la propia editorial.

Gracias a todos por vuestros interés y paciencia.

Laus Deo

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David Bowman

Autor de una novela, Juana La Maliciosa, y de otra en fase de preparación que, Dios mediante, se titulará Libre, David Bowman es, sobre todo, un personaje de las novelas que él mismo escribe. Nacido en Edimburgo hace ya una porción de años, aunque ni él mismo sabe cuántos, ejerce de profesor en la Cahill University. El astronauta de su mismo nombre, desparecido en el espacio en 2001, era primo suyo.

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