La confusión es uno de los grandes males de nuestro tiempo. Es el precio que se debe por las grandes conquistas de esta era: la igualdad y la libertad. Si todos somos iguales y podemos expresarnos con libertad —gracias a la igualdad— no es de extrañar que se nos venga encima una tormenta perfecta de criterios y opiniones. Uno de los dominios más confusos hoy es el de las artes. Las artes plásticas —y las demás en distinta medida— sufren su conversión en mercado. Un cuadro, una novela, una performance son, antes que nada, mercancías. En el mundo del monetarismo casi todo es una mercancía. Y las mercancías se miden por su rendimiento monetario.
En general, este tipo de problemas que no tienen una solución fácil —entendiendo por fácil lo que puede ser motivo de consenso general— suelen requerir una interpretación histórica. Requieren levantar la vista más allá de nuestra época. Para nuestra época, empaquetar el Arco del Triunfo es arte. Épocas pasadas no lo hubieran pensado así. Quizá el futuro tampoco lo vea así. Vayamos, pues, con la perspectiva histórica.
Hasta el año 1800, por poner una cifra exacta, los críticos del arte y de la literatura pensaban las obras de arte como cosas. Veían en el arte objetos que tienen materia y forma. En filosofía se llamó a eso hilemorfismo, del griego hylé, materia, y morfé, forma. Claro que los críticos de la poesía no terminaron de ponerse de acuerdo en qué era la materia —para unos las palabras, para otros el tema, la res— y qué la forma —con la misma vacilación entre las palabras y el tema—. Pero en lo que todas las corrientes de pensamiento estuvieron de acuerdo es en que una obra de arte era una cosa, porque solo reconocían un tipo de objetos, las cosas, es decir, todo ente que tiene materia y forma —había otros entes, espirituales o inmateriales, pero habitaban en un mundo celeste e intemporal—. Esta argumentación premoderna veía el elemento clave en la forma. La explicación la había dado Aristóteles y parecía imbatible: la estatua de bronce de un dios tiene un material que es el bronce y una forma que es lo que hace que parezca un dios. Luego la forma es elemento decisivo del arte.
Pero, a partir de 1800, la cultura occidental ha descubierto otro tipo de objetos: las ideas. Las ideas son inmateriales pero terrenales. Tienen forma —muy elástica— y tienen contenido, un contenido inmaterial, que es el elemento principal. La Modernidad —entendida como la etapa cultural que comienza en torno a esa fecha— ha descubierto una nueva esfera de la existencia: la ideología. De hecho, la palabra «ideología» aparece a finales del siglo XVIII. Occidente ha descubierto que existen dos tipos de objetos reales, mundanos. Y que ambos tipos de objetos se pueden distinguir claramente por su estructura. Las ideas carecen de materia. Esta constatación tiene una consecuencia inmediata para las artes. La obra de arte no es una simple cosa. Carece de utilidad, pero tiene sentido. Y tampoco es solo una idea, porque tiene materialidad. Doscientos años de crítica del arte y de la literatura —la era moderna— han conocido una dura confrontación entre aquellos que han valorado la materialidad del arte, su color, su estilo —curiosamente denominados formalistas— y aquellos que han valorado su contenido ideológico —los materialistas, denominación no menos curiosa—.
El formalismo evita dar un sentido a los colores en pintura, a los estilos en literatura. Se conforma con describir y anotar. No ve más allá del gusto. El materialismo —los marxistas, los sociologistas, el culturalismo actual— solo ve ideología en las obras. Los primeros tratan de justificar las obras por su perfección “formal”. Los segundos las justifican y encumbran por su aportación a la agenda ideológica de nuestro tiempo. Los primeros son rehenes del pensamiento premoderno. Los segundos se han adaptado al pensamiento actual. Ven el arte como ideología, es decir, como un medio para la crítica política, social y cultural.
Siempre cabe una tercera vía. Y no es un invento reciente. Aparece al mismo tiempo que el pensamiento moderno, desde finales del siglo XVIII, pero ha permanecido subordinada por la forma hegemónica de ese pensamiento, la ideología. Esta vía considera que las obras de arte no son ni cosas ni ideas. Pertenecen a un tercer orden. Y la clave de ese tercer orden es lo que Friedrich Schiller llamó la forma estética, esto es, la forma interior. La forma interior no es accesible a los sentidos. Requiere un estudio, una investigación para acercarse a ella. Y solo puede apreciarse como un momento en una evolución histórica. Dos mil años antes que Schiller, Platón había apuntado en esa dirección. En el Gorgias distingue entre las artes mayores y otras artes menores: la retórica, la cosmética, la culinaria. Hoy podemos ampliar esa corta lista. La fiesta de los toros, espectáculos musicales o escénicos, el diseño, la decoración, las performances… serían también artes menores. Distinguiríamos entre cosas, ideas, obras de arte y lo que podemos denominar espectáculos, actividades que tienen una dimensión lúdica. Son juegos para adultos y, como todos los juegos, tienen una existencia efímera. Por su cercanía a las artes podríamos llamar a este dominio paraestética. La paraestética sería la esfera de actividades destinadas a complacer a los contemporáneos. Persiguen gustar —Platón dice adular—. Se agotan en su momento. El arte, en cambio, cumple otra función casi opuesta. Es una forma de diálogo entre generaciones pasadas y futuras. Ese diálogo es una de las pocas formas posibles de expresión de la unidad de la cultura, quizá la más eficaz.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: