Años ha, el escritor canario Alberto Vázquez-Figueroa escribió una obra de teatro basada en un hecho curioso: según se desprende de las distintas crónicas, en algún momento de 1509 Cristóbal Colón, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Vasco Núñez de Balboa, Alonso de Ojeda y Juan Ponce de León coincidieron en la isla de La Española. Como quiera que la recientemente levantada ciudad de Santo Domingo sólo contaba con una taberna, la de Los Cuatro Vientos llamada, no es difícil imaginar que estos siete hombres coincidieran en ella, como así imagina Figueroa. Todos ellos ampliarían los límites del mundo conocido en Occidente, y serían los precursores de lo que estaba por llegar: ciudades, derecho, hospitales, arquitectura, calzadas, universidades, etc. La avanzada sociedad renacentista occidental trasladaba esos avances al Nuevo Mundo. Cierto día de 1513, apenas cuatro años después del supuesto encuentro en la taberna, Ponce de León, el personaje que hoy nos ocupa, encontraría una playa boscosa surcando los mares al norte de Puerto Rico. Ese «cierto día» no era uno cualquiera, se celebraba, concretamente, la festividad de la Pascua Florida. La fiesta acabaría dándole a esa tierra su nombre postrero, Florida, y a Ponce de León un reconocimiento que duraría siglos.
Poco queda ya de ese reconocimiento, más que viejos recuerdos de otro tiempo salpicados por el mundo. Durante esos mismos siglos, se han ido dando los pasos necesarios para que ahora estos hombres caigan en desgracia con la connivencia de ese mismo Occidente que entonces se elevaba tanto como ahora declina. La última desconsideración ha llegado en Puerto Rico, donde un grupo ha derribado la estatua del protagonista de la columna, Ponce de León, el hombre que un día fue primer gobernador de aquella tierra. Coincide el acto vandálico, además, con la llegada a la isla del rey de España, Felipe VI, otrora también referencia en Hispanoamérica, hoy la nada nadeando por aquellos lares. Es curioso que se maltrate una estatua así, patrimonio de 1532, en el mismo continente donde miles hacen cola en Philadelphia para ver una referencia antiquísima, esto es, una campana que hizo sonar un tipo dos siglos y medio más tarde.
Pero, en fin, como se dice en el párrafo anterior, este desprecio por aquella hazaña del mundo moderno viene bien ensamblado en cómodos pasos a través de los siglos. Primero, por una hispanofobia orquestada con mentiras hiperbólicas e inexactitudes aviesas. Después, con la anestesia que otras culturas colonizadoras han aplicado a sus comportamientos históricos. Tercero, con una falsa moral que observa todo de manera anacrónica, ajena a la ética del momento. Cuarto, con intereses políticos que hoy encuentran votos escarbando en la mierda con la que otros abonaron aquella tierra. Y, por último, con ese movimiento identitario que cree que ser portorriqueño, español, estadounidense o mozambiqueño es una etiqueta caída del cielo, no la suma de distintos sustratos, da igual si cartaginés o romano, español o inglés, caribe o mexica. Todas ellas, por cierto, culturas expansivas, colonizadoras; sin embargo, a ojos de esta moralina, no todas crueles y despiadadas. Triste historia.
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