Siempre me ha sorprendido que haya políticos actuales que alardeen de haber sido campeones de oratoria en su etapa estudiantil, porque: ¿qué es un triunfador en un concurso de debate más que alguien que encuentra argumentos para convencerte de una cosa o de la contraria sin que tú sepas qué es lo que él opina de verdad? Que sí, que quizás precisamente eso es ser político (no lo que tendría que ser) pero también creo que esa cualidad sería fantástica para venderme un peine o para el timo de la estampita, pero no para ser un servidor público.
De todas formas yo no sé ahora, pero en mi época escolar eso de los torneos de debate era algo totalmente ajeno a nuestra realidad, algo que, como las ceremonias de graduación (y ahora se celebran hasta en las guarderías) sólo veíamos en las películas americanas. Nuestras contiendas verbales eran más primarias y solían zanjarse con sentencias como Rebota, rebota y en tu culo explota, Te jodes como Herodes o su contrarréplica Y tú como Pilatos, a ratos. Eran conclusiones preestablecidas, algunas con su propia denominación, como pasa con las aperturas en el ajedrez: mi favorita era la que acababa fulminantemente con cualquier bucle entre dos contendientes que se enrocaran, uno en el Que Sí, y el otro en el Que No, la llamábamos Táctica Despeñaperros y consistía en exclamar, con una leve sonrisa:
—No ni ná
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