Mientras se nos llena la boca con un nuevo vocabulario inclusivo, Las chicas de oro siguen a lo suyo. Que es vivir su vida a la carrera, fast and furious, afrontando un inevitable ocaso con valentía, bailando y gozando a ritmo de Julio Iglesias y los compases de “Thank You for Being a Friend”, de Cynthia Fee. La típica entradilla de típica sitcom de cuando el streaming era un sueño de ovejas eléctricas y que ahora uno consume con una satisfacción que no puede ser solo nostalgia.
Viendo a Las chicas de oro en acción en 2022 uno se da cuenta de lo verdaderamente audaz que fue la serie de Susan Harris, en ningún momento un juguete obsoleto para contentar a una audiencia descerebrada. Y, por supuesto, de la excelente composición de este rubio mito americano llamado Betty White, bien complementada por todas sus compañeras.
En tiempos de reivindicaciones furiosas, de humoristas que censuran humoristas y fingidos descubrimientos de ingeniería social, Las chicas de oro funciona como un escandaloso reducto de libertad. Una sesentona en celo, otra cándida y tierna, una gruñona pero sentimental y una madre simplemente inmortal (ojo al cambio de peluca de Estelle Getty en el segundo capítulo) suenan a poesía en tiempos de pretendidas libertades guiando al pueblo, solo que ahora con el pecho bien cubierto. Puede que afirmar que Las chicas de oro es pura subversión sea una sobreactuación de columnista exaltado, pero en 2022 su modestia es visionaria, su eficacia sorprendente, y su calidad —por tanto— queda fuera de toda duda.
Porque la serie funciona como un cañonazo. Es sentimental y cabrona, pícara y amable, sabe compaginar el conformismo conservador y la sátira más cerda como solo el ambiente liberal de los 80 podía permitir. Blanche, Dorothy, Rose y Sophia no se comportan exactamente como ancianas puritanas y reprimidas, se sinceran entre ellas y ante el espectador en sexo y amor, sin que exista pretensión alguna de escandalizar a un espectador televisivo que ya existía antes de The Wire. Son mujeres en una serie que aborda un punto de vista femenino y, efectivamente, la tercera edad, pero a la fiesta esta vez estamos todos invitados.
Con la única víctima colateral de ese cocinero gay que desapareció tras el primer capítulo (impagables esas correcciones de rumbo de las series pre-streaming), Las chicas de oro entrega desde su primer capítulo un punchline tras otro, y lo hace con una eficacia y regularidad notable que no hemos olido en los periódicos intentos de telecomedia vintage de Netflix. Tras su exhibición de ingenio se esconde un buen corazón, uno de oro, porque se abordan sin pretensiones todos y cada uno de los temas que uno espera en la vida de cuatro mujeres solas cuando la madurez ya ha quedado atrás, muy atrás. Aquí, en definitiva, hay tema.
“Aventuras de la tercera edad”, tituló algún diario en su estreno español cuando la serie desembarcó en la piel de toro. Si Betty White fue la última en irse, Estelle Getty fue la primera, pese a no ser en absoluto la más mayor del elenco (Sophia Petrillo tenía veinte años más que sus compañeras de casa, pero Getty tenía un año menos que Bea Arthur, que interpretaba a su hija). De su personaje, que pudo perfectamente callar la boca a Vito Corleone en su Sicilia natal, se deberían haber escrito libros de filosofía, algo que quizá se hizo y se cotice a la alta en eBay. La precisión de la actriz a la hora de cortar en seco a sus partenaires reduce a fosfatina cualquier intento de vindicación feminista de Instagram. Que, por cierto, lo hay, y sin anunciarse a bombo y platillo.
Sería una pena que alguien considerase Las chicas de oro un juguete obsoleto, un capricho de la nostalgia ochentera a la moda. Es una serie inteligente y audaz, un clásico de la comedia y la televisión que se revela como perfectamente actual sin ninguna pretensión de trascender sus límites. Háganse un favor y recupérenla.
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