Sobrecoge enfrentarse a la ternura que desprende el diario de Ana Frank. Pese a que se diría que en el pequeño desván donde se hubo escondido ella no había espacio más que para la angustia, lo cierto es que no fue así. En esos párrafos dirigidos a Kitty, el personaje ficticio al que toma como receptor de sus reflexiones, Ana Frank plasma la referida angustia, sí; pero también su alegría de vivir, la pasión por la familia, el amor por unos «hermosos ojos castaños», el poderoso asidero de la nostalgia por un mundo que existió, y que en ese momento ella creía que podría volver a existir. Pero este último anhelo no se cumplió. La última entrada del diario es de agosto del 44, más de dos años después de la primera. En ella, Ana habla de lo mucho que le cuesta sacar ante sus seres queridos el lado tierno de su personalidad. Paradójicamente, con esa confesión escrita no les mostrará esa ternura a sus seres queridos, pero sí al resto del mundo. Ahí se apagan los párrafos, se pierde el texto. La Gestapo entra ese verano en el desván de Ámsterdam y se lleva presa a la familia al completo. Más tarde se conoció el periplo de la pobre Ana: Auschwitz, Bergen-Belsen, la muerte. El sueño de ser escritora se había esfumado.
Desde que Otto Frank, padre de Ana, descubriese la existencia del diario tras sobrevivir al calvario de los nazis, una pregunta sobrevolaba aquellas palabras repletas de sensibilidad y afecto: ¿quién pudo ser capaz de delatar a una criatura semejante? Después de varias décadas de pesquisas y rastros, de indagaciones y búsquedas, un equipo formado por una veintena de historiadores, criminólogos e incluso exagentes del FBI ha encontrado la respuesta. Se trata de Arnold van den Bergh, un notario judío que deslizó el escondite de los Frank bajo la puerta de la Gestapo, a cambio de salvar de la deportación a su propia familia. Todo esto se publica en un libro llamado La traición de Ana Frank, escrito por Rosemary Sullivan. En él se concluye, además, que Otto conoció esta traición muy pronto, pero que prefirió no hacerla pública para no perjudicar a las hijas del delator, sabiendo que éste había muerto en 1950.
Ahora bien, tras conocer la historia, una segunda pregunta me viene al texto: ¿es posible criticar al hombre que delató a Ana Frank? Ya sabemos que lo hizo para salvar a su familia, luego la respuesta es: sólo es posible criticar a este notario delator si uno asume que sería capaz de anteponer a una familia vecina por encima de la suya. Sé que a la pregunta que encabeza la columna muchos responderán «no», aupados por el calorcito con el que la manta eléctrica relaja sus riñones tendidos en el sofá de IKEA desde el que responden. Pero en un contexto como aquel, donde ya todos sabían qué atrocidades se cometían con aquellos que eran apresados, parece también un ejercicio de humanidad ponerse en los zapatos de aquel triste notario. Pese a todo, no me cabe duda de que el caso sacará a relucir la cacareada y ya lo suficientemente penalizada moral acartonada de Occidente. Moral que se ahoga, me temo, entre su propia hipocresía.
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