Otro diecinueve de enero, el de 1807, hace hoy doscientos quince años, ve la luz por primera vez un futuro soldado cuya gloria, más de dos siglos después, en nuestro tiempo, es objeto de la ira de los nuevos iconoclastas. Así, los consistorios de las ciudades donde se le recuerda con estatuas ecuestres han de apresurarse a retirarlas de los parques. Porque Robert Edward Lee, el niño que viene al mundo un día tal que hoy en Stratford (Virginia, Estados Unidos) pasará a la historia como el comandante en jefe de un ejército —habrá que repetirlo una vez más— que irá a la guerra en defensa de la esclavitud y luchará por ella, literalmente, hasta el último hombre: el de los Estados Confederados de América. Ni siquiera la república tardía de Roma, que libró las tres guerras serviles (135-71 a.e.c.) y las rebeliones de los esclavos —la tercera de las cuales lideró Espartaco— fue a la guerra por defender el mayor crimen perpetrado por la humanidad. Roma aplacó las revueltas de sus esclavos. Pero no declaró un conflicto fratricida por defender la esclavitud.
Su bautismo de fuego tendrá lugar durante la invasión estadounidense de Méjico (1846-1848). Marchará junto al general Winfield Scott desde Veracruz hasta Ciudad de Méjico. En la guerra subsiguiente será ascendido a mayor (comandante) tras la batalla del Cerro Gordo (1847). Ese verano se distinguirá igualmente en los combates librados en Contreras, Churubusco y Chapultepec.
De vuelta a la patria, tras un destino irrelevante en el puerto de Baltimore, en el 52 será nombrado superintendente de West Point. En el 55, ya teniente coronel del 2º de caballería, será enviado a la frontera de Tejas, donde defenderá a los colonos de los ataques de los comanches y los apaches.
En octubre del 59, el abolicionista John Brown —un héroe de la Unión— atacará el arsenal de Harper’s Ferry (Virginia) junto a un grupo multirracial de estadounidenses, guiados por el deseo de librar a su país del trabajo esclavo, en una acción que los historiadores considerarán el prólogo a la Guerra de Secesión. Lee será el encargado de reprimir el levantamiento y de entregar a John Brown y a sus valientes —tras interrogarlos— a las autoridades de Virginia para su ahorcamiento.
En 1861, cuando la secesión de los estados confederados conduzca inexorablemente a la guerra, Lincoln le ofrecerá el mando del ejército de la Unión. Pero Lee, que ha nacido en Virginia, el primero de los estados al otro lado de la línea Mason-Dixon —la demarcación imaginaria que separa el norte del sur del país— se pondrá al servicio de la Confederación.
Ya como comandante en jefe de las fuerzas de Virginia, también ejercerá como asesor de Jefferson Davis, el presidente esclavista. Por semejante causa se batirá en las batallas de Antietam, Fredericksburg, Chancellorsville, Gettysburg y Cold Harbor. Ya comandante en jefe de todo el ejército confederado, Lee lo rendirá a Ulysses S. Grant en 1865.
Mitificado desde entonces como “el caballero del sur” por antonomasia, el abanderado de su causa perdida, nadie, ni siquiera los unionistas que entonan «John Brown’s Body» —la canción dedicada al abolicionista al que Lee llevó a la horca, ya convertida en himno de la Unión—, prestará oídos a quienes ponen en duda las dotes como estratega de Lee. Se argumentará que hubo batallas en las que llevó a la muerte innecesariamente a hombres bajo su mando. Para sus idólatras será como oír llover en Georgia.
Por un procedimiento semejante, quienes desde el comienzo de la posguerra mitificarán al general Lee obviarán que los caballeros del sur, cuando se pongan la casulla y el capirote del Ku Klux Klan, quemarán vivos a los afroamericanos que intenten votar. También serán caballeros del sur, paladines de la causa perdida de la Confederación, quienes impidan que los niños afrodescendientes vayan al colegio. Porque los querrán tontos, sumisos e ignorantes, como los presentará Margaret Mitchell en su abominable Lo que el viento se llevó (1936), y Victor Fleming, ya en la cinta homónima, abundará en tamaña ignominia.
Serán pocos los que intuyan que las leyendas sobre tamañas infamias no se pueden mantener. Unos dirán que Lee no era esclavista, que apoyó un plan para su abolición en 1864, que había propuesto la puesta en marcha de escuelas para esclavos en las plantaciones y que fue un ardiente defensor de la inclusión de soldados negros en el ejército confederado. Sin duda como carne de cañón.
Ya en la posguerra, lo rigurosamente cierto será la oposición del general Lee a la concesión del derecho al voto a los esclavos liberados. Salvo un caso excepcional en 1875, en la universidad de la que habrá de ser rector (presidente) ya en sus últimos años —a la que aún ahora da nombre—, no se permitirá la matrícula de ningún afroamericano hasta 1966.
Mucho tiempo después, cuando hasta los argumentos que Hollywood ha venido usando desde siempre para mitificar al general se empiecen a resquebrajar, ya en nuestros días, los nuevos iconoclastas no pasarán por alto el simbolismo ominoso del general.
Sostenía Hegel que los grandes personajes de la historia transitan por ella dos veces, a lo que Marx fue a apostillar aquello de la tragedia y la farsa. El primer pase del general Lee —su tragedia— debió de ser su defensa de la esclavitud; el segundo —la farsa—, ya en septiembre del pasado año: cuando los pedestales, sobre los que se alzaban las estatuas que le conmemoraban resultaron no ser lo bastante sólidos para celebrar a un héroe de la causa que defendió el crimen más grande de la humanidad. Conscientes de que eran objeto de la ira de los nuevos iconoclastas, porque la obra del general injuria a una buena parte de la población estadounidense, la pieza que le recordaba en Richmond (Virginia), la antigua capital de la Confederación, fue retirada de la vía pública antes de ser vandalizada. Primero los ropajes augustos; después, los harapos. Así se escribe la historia.
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