§ Tan semejantes, tan diferentes. En cierta ocasión, Winston Churchill dijo: “Me gustan los cerdos. Los perros nos admiran. Los gatos nos desprecian. Los cerdos nos tratan como iguales”. Dejando a un lado la coquetería misántropa, el hecho de que los cerdos a la vez se nos parezcan tanto (por su condición omnívora, su inteligencia, sus gritos e, incluso, por el color rosado, casi humano, de su piel) y nos parezcan tan diferentes (por su morfología, su estatura, su condición semisalvaje y su suciedad, quizá impuesta) ha hecho del cerdo un animal ambiguo. Según dice Thomas Macho en la introducción de Cerdos: Un retrato, dicha ambigüedad ha erigido a los cerdos en una especie de “mensajeros de lo extraño”, “ominoso” o “siniestro”, en el sentido freudiano. Son lo extraño latiendo en el fondo de lo familiar. Como el monstruo, el cerdo es un ser liminar, que simboliza lo reprimido, que nos recuerda, quizá, esa animalidad que tendemos a negar, pues nos recuerda, a su vez, esa mortalidad que tanto nos asusta (cf. Martha Nussbaum, La monarquía del miedo). Por todo ello, no es extraño que los seres humanos mantengan unas relaciones ambivalentes, y a veces contradictorias, con él.
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§ El cerdo de la casa. Según Thomas Macho, la domesticación del cerdo salvaje, o jabalí, empezó hace unos ocho mil años en diversas regiones de Asia. Fue una domesticación casual, no buscada, resultante de un intercambio en el que la alimentación y la protección que ofrecían los humanos debió compensar la pérdida parcial de libertad de los cerdos. (15) Pero, a diferencia de las vacas, cabras y ovejas, que transforman un alimento indigerible para el estómago humano, como la hierba y el heno, en leche, grasa, manteca, queso o lana, y a diferencia de los bueyes, caballos o asnos, que sirven como animales de tiro, los cerdos no producen más que su propia carne. De ahí que el cerdo pareciese destinado a ser domesticado sólo para su consumo. En este sentido, el cerdo parece ser, como el hombre, un ser para la muerte. Yo diría, más bien, que es una víctima de las tendencias cosificadoras y técnicas del ser humano.
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§ La llamada de lo salvaje. A pesar de su domesticación, el cerdo continuó siendo visto como un animal a medio camino entre el estado salvaje y el doméstico. Es cierto que se trata de un animal que se deja domesticar con facilidad, pero también es cierto que en él, como en el hombre, el estado salvaje nunca desaparece del todo, como apuntan las numerosas historias de niños mutilados o devorados por cerdos. Este hecho hizo que algunas culturas, como la egipcia, lo consideraran un animal sucio o impuro. Según cuenta Heródoto: “Los egipcios miran al puerco como un animal impuro; por eso, si al pasar alguien roza un puerco, va a bañarse al río con sus vestidos, y por eso los porquerizos, aunque sean naturales del país, son los únicos entre todos en no entrar en ningún templo, y nadie quiere darles en matrimonio sus hijas ni tomar las de ellos.” (Historia, II, 47)
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§ Tabúes alimenticios. La ambivalencia del cerdo dará lugar, en algunas culturas de Oriente Medio, a toda una serie de tabúes alimenticios “que no existían en la cultura egipcia antigua —a pesar de la discriminación social de los criadores— ni en la Antigüedad grecorromana” (27). El origen del tabú dietético judío de no comer cerdo tiene su origen en Levítico, 11, 3-8, donde se afirma que el cerdo es un animal impuro, por ser el único animal que, teniendo pezuña hendida y biungulada, no rumia. En el ámbito del Islam será en las suras 2, 173; 5, 3; y 6, 145, del Corán donde se prohíbe la ingestión de carne de cerdo. En algunos de esos versículos se intenta justificar dicha prohibición afirmando que se trata de un animal sucio. Según Thomas Macho, “con este argumento de la suciedad entramos en el terreno de la justificación racional” (29). Ciertamente, el tabú es una prohibición sin ningún tipo de fundamentación racional, si no, en todo caso, mágica. Si se lo intenta explicar en términos racionales, aunque la explicación esté equivocada, ya no es tabú. Tal sería el caso de Maimónides, quien, influido por el aristotelismo, intentó justificar el tabú, diciendo que no debe comerse carne de cerdo porque el cerdo es un animal sucio, que se alimenta de inmundicias, y que, si se permitiese el consumo de su carne “las calles y todas las casas serían más impuras que las letrinas, como puede verse ahora en el país de los francos” (cit. en 30).
Sin embargo, parece fácil refutar la idea de que los cerdos son más antihigiénicos que otros animales. De un lado, las cabras, las gallinas y los perros también pueden comer excrementos en situaciones extremas. Del otro, la conexión entre el consumo de carne de cerdo (no suficientemente cocida) y la triquinosis no se conoció hasta 1859, de modo que no pudo estar en la base de dichas prohibiciones. Además, el problema no es tanto el tipo de carne como el hecho de que no esté lo suficientemente cocinada. Pues eso mismo es lo que sucede con la carne vacuna mal cocinada, que puede transmitir la tenia, o la carne de vaca, cabra y oveja, también mal cocinada, que puede transmitir la enfermedad bacteriana de la brucelosis, o incluso el ántrax.
Existen otras hipótesis sobre el porqué de estas prohibiciones. Según Marvin Harris, podrían deberse a que los cerdos no son animales apropiados para los pueblos nómadas del desierto, o porque la crianza de cerdos se volvió difícil en Oriente próximo y Oriente medio, debido a la deforestación y a la desertización. Christopher Hitchens, en cambio, considera que dichas prohibiciones son la culminación del paulatino apartamiento de prácticas sacrificiales, tal y como puede verse en aquellos libros bíblicos que critican el sacrificio de niños a Baal (Jeremías, 7, 31; Oseas, 6,6; y Levítico, 18, 21). Para Hitchens, el hecho de que la carne de cerdo tenga un gran parecido con la carne humana apunta a que, con la prohibición de la carne de cerdo, se quisieron también combatir y sancionar los sacrificios humanos. “La atracción y repulsión simultáneas procedían de una raíz antropomórfica: el aspecto del cerdo, su sabor, sus chillidos agónicos y su evidente inteligencia recordaban demasiado desagradablemente al ser humano” (cit. en 36).
Sea como sea, en el judaísmo y el islam, el consumo de cerdo es tabú. Valga como prueba la rebelión de los cipayos, soldados musulmanes de la armada británica, quienes se rebelaron, en 1857, tras extenderse el rumor de que la nueva munición de sus fusiles había sido untada con grasa de cerdo. Dicha rebelión acabó transformándose en una verdadera guerra entre Inglaterra y la India, en la que llegaron a morir miles de civiles. Por otra parte, en “Israel y Palestina se amenaza con envolver los cadáveres de los autores de atentados en pieles de cerdo para quitarles la esperanza de una inmediata entrada en el paraíso” (28).
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§ Cerdos de la Antigüedad. A diferencia de los egipcios, los judíos y los musulmanes, los griegos nunca tuvieron ningún problema con los cerdos. Tanto es así que, en el canto XIV de la Odisea, Homero caracteriza a Eumeo, el primero de los habitantes de Ítaca en hablar y reconocer a Ulises, como “el divino porquerizo”. En Roma, la gran simpatía que se sentía por los cerdos se remontaba a la fundación mítica de la ciudad. Según la leyenda, no sólo una loba cuidó a Rómulo y Remo, sino también un porquerizo, llamado Fáustulo, que los habría confiado a su propia mujer, Acca Larentia, para que les hiciese de nodriza. Según Plutarco, no es improbable que la esposa de Fáustulo fuese una prostituta, porque, como en latín prostituta y loba se designan con el mismo término, “lupa”, bien podría ser que la imaginación popular hubiese aprovechado la anfibología para estilizar la historia, haciendo que los míticos gemelos fuesen amantados por una loba.
Llama también la atención el mito romano de Baubo (o Yambe), la nodriza procedente de Eleusis, que habría sido la única en lograr alegrar a Deméter, cuando ésta estaba de duelo por Perséfone, que había sido secuestrada por Hades. ¿Cómo? Enseñándole su sexo depilado. A Baubo se la suele representar montada sobre un cerdo, que representaría la esperanza de fertilidad y multiplicación. Más aún, en el sur de Italia se ha hallado una figura votiva que representa a Baubo montada sobre un cerdo, y que podría ser el origen del cerdo hucha, símbolo que asociaría el dinero y la feminidad: “la vagina de Baubo parece anticipar directamente la ranura del cerdo alcancía: la promesa de fertilidad y multiplicación está asociada a la protección contra el hambre y la muerte” (50).
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§ Los cerdos en el cristianismo. Los cerdos también serán una figura importante en el seno de la cultura cristiana. La historia del demonio de Gerasa, que se halla en Marcos, 5, 1-17, es uno de los pasajes evangélicos que más le gustaba ridiculizar a Voltaire. Un hombre poseído (quizá no tanto por demonios como por daimones, o espíritus de los muertos) vaga entre los sepulcros. Entonces, Jesús se le acerca “y le pregunta: ¿cuál es tu nombre?” Respondióle: “Mi nombre es Legión, porque somos muchos”. Y le rogó con ahínco que no los echara fuera del país. Ahora bien, había allí junto a la montaña una gran piara de puercos paciendo. Le suplicaron diciendo: “Envíanos a los puercos, para que entremos en ellos”. Se lo permitió. Entonces los espíritus inmundos salieron y entraron en los puercos; y la piara, como unos dos mil, se despeñó precipitadamente en el mar y se ahogaron en el agua” (Marcos, 5, 9-14).
Y a finales del siglo III d.C., un joven originario del Bajo Egipto llamado Antonio, decidirá, tras la muerte de sus padres, retirarse al desierto. Habían acabado de convencerlo los siguientes versículos del Evangelio, que había escuchado en la Iglesia: “Si quieres ser perfecto, vete a vender lo que posees, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo, y ven, sígueme” (Mateo, 19, 21).
En tanto que eremita, o monje del desierto, se instalará en una antigua cámara mortuoria, donde vencerá a las tentaciones de diversos demonios (que simbolizan sus propias pulsiones físicas, psicológicas y sociales). Además, se considera a san Antonio como el “fundador de los primeros monasterios, bajo la forma de alianzas informales entre eremitas que vivían separados” (56). Su vida, narrada por el obispo de Alejandría, Atanasio, será “uno de los libros más importantes del cristianismo primitivo, y el relato de las tentaciones de san Antonio derivó en un motivo artístico muy apreciado y recurrente” (56). Piénsese, por ejemplo, en La tentación de san Antonio, de Gustave Flaubert.
¿Y los cerdos? De un lado, se dice que, en cierta ocasión, el demonio se le apareció a Antonio transmutado en cerdo, pero también es cierto que éste se le apareció bajo la forma de muchos otros animales. Para Thomas Macho, la historia de san Antonio sería una especie de inversión del relato del demonio de Gerasa, puesto que “Antonio entra voluntariamente en la cámara mortuoria, lucha con éxito contra los demonios, que ya no deben ser expulsados y metidos en los cerdos”, lo cual va a significar que éste “adopte a los animales ‘impuros’” (57).
Del otro lado, se sabe que los enfermos del llamado “fuego de san Antonio”, una enfermedad causada por la presencia de hongos en los cereales, identificada hoy con el ergotismo, solían peregrinar a la abadía de Saint-Antoine del Viennois, donde se hallan sus reliquias, con el objetivo de hallar alivio a sus dolores. Al parecer, los peregrinos eran tan numerosos que los religiosos del lugar edificaron un hospital para acogerlos. La cuestión es que, para asegurar la subsistencia de los enfermos, se criaban cerdos —“los cerdos de san Antonio”—, que dejaban libres para que la gente del pueblo los alimentara.
Aun así, la asociación del cerdo con lo salvaje, e incluso con lo demoníaco, perduró durante la Edad Media. Son especialmente llamativos los juicios a animales, que afectaron particularmente a los cerdos, cuando habían mordido o devorado a algún niño. Los animales solían ser condenados al patíbulo o a ser enterrados vivos. El autor nos recuerda que los juicios a animales continuaron hasta época bastante reciente, y pone como ejemplo el caso de la elefanta Mary, que fue condenada a la horca, en 1913, porque en un desfile en Tennessee mató a pisotones a un domador de circo. Para su ejecución, se necesitó una grúa (61).
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§ El cerdo en oriente. En oriente, los cerdos nunca fueron considerados seres impuros, sino, antes bien, encarnaciones simbólicas de la fortuna, la fertilidad y la riqueza. Al llegar los europeos a Nueva Guinea, en el siglo XVI, se encuentran con que los cerdos no habían sido criados como animales de granja, sino solamente por su alta capacidad para relacionarse, ya que eran animales juguetones, cariñosos, con memoria, más cercanos, en fin, a los primates que a los artiodáctilos (64). “Por lo visto, los cerdos se integraron espontáneamente a la vida de los grupos de cazadores y recolectores del Pacífico, y participan de su vida: cuando nacen, los lechones reciben un nombre de modo solemne, las mujeres los cargan —como a bebés— contra el cuerpo y en ocasiones los dejan mamar de sus pechos (65).
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§ La erotización de los cerdos. Elías Canetti habla, en Masa y poder, de las transformaciones de los hombres, que considera una experiencia o actividad constitutiva de la condición humana. “Los hombres son seres mutables, que pueden transformarse e identificarse con otros para alcanzar determinado objetivo”. (71) Tal sería el caso, por ejemplo, de los cazadores prehistóricos, que de algún modo se fundían con sus presas, o de las metamorfosis de la huida, o las transformaciones buscadas por el chamanismo o provocadas por el delirium tremens, el miedo, la locura o la melancolía. Piénsese, por ejemplo, en la Metamorfosis de Kafka.
La primera transformación de humanos en cerdos aparece en la Odisea, donde la hechicera Circe convertirá a los compañeros de Ulises en una piara de cerdos. Cabe señalar que, cuando Ulises logre convencer a Circe para que deshaga el hechizo, uno de sus compañeros, llamado Grilo, le pedirá seguir siendo un cerdo, por considerar que éstos llevan una vida más regalada y feliz que los hombres. El motivo será revisitado por Plutarco, en su Grilo, y luego por La Fontaine y otros autores. También los epicúreos se llamarán a sí mismos cerdos, aunque no debemos pensar en el cerdo rosado y obeso, productor industrial de carne, aparecido en la modernidad, sino en el jabalí, pequeño, rápido, ágil, y de vida libre y frugal, como la deseaban los epicúreos.
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§ Cerdos ilustrados. Los cerdos tienen un sentido del olfato y del oído muy agudo. Tanto es así que antes se los utilizaba como rastreadores de trufas. Pero como resultaba muy difícil sacarles el botín una vez lo habían encontrado, hoy en día se utilizan perros, cabras o moscas. En iglesias y monasterios se hallan representaciones de cerdos que tocan la gaita, el arpa, la flauta o el violín. Existen, además, numerosas historias de cerdos que reconocen su nombre o una determinada melodía; cerdos que trabajan en circos; y cerdos con un sentido de la causalidad y del tiempo, como el perro de Crisipo, pues se los vio dar golpes a un árbol para que caigan sus frutos, etc.
En este capítulo, el autor reproduce una deliciosa anécdota recogida por Claudio Eliano, su De natura animalium. Unos piratas roban a unos cerdos, que se llevan en su barco. Entonces, “los porquerizos, mientras los piratas se hallaban presentes, se mantuvieron quietos, pero, una vez alejados de la costa ‘a la distancia de la que llega el grito de un hombre’, llamaron a los cerdos con su voz acostumbrada para que volviesen. Y en cuanto ellos oyeron la llamada, colocándose todos a un mismo costado del barco, lo volcaron. Los malhechores perecieron al instante y los cerdos llegaron nadando adonde estaban sus amos.”
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§ Cerdos de la suerte, de ahorro y de peluche. Desde el XVI, el cerdo dejó de ser un animal impuro y demoníaco, para pasar a verse como un símbolo de la prosperidad y de la suerte. A menudo se lo asocia con el dinero. Y es probable que huchas con forma de cerdo ya existiesen en la antigua china. Valga como ejemplo el hecho de que, en 1520, al llegar la islamización a la isla de Java, no sólo se prohibió el consumo de cerdo, sino también las huchas que imitaban su forma. (102)
Resulta interesante la historia de la aparición del cerdo de peluche. Al parecer, en 1880, la propietaria de una tienda de ropas comenzó a vender los retazos como alfileteros recortados con formas de animales. Se hizo muy popular un peluche con forma de elefante. A principios del siglo XX uno de los sobrinos de aquella mujer creó un oso de trapo que fue un éxito mundial. En determinado momento se lo asoció al presidente de los Estados Unidos, Theodore Roosevelt, quien le había perdonado la vida a un oso durante una partida de caza. Primero se lo conoció como Teddy’s Bear y, finalmente, como Teddybear. (105)
Este auge del animal de peluche está relacionado con lo que ha dado el llamarse “síndrome de Bambi”, que apunta a la tendencia a lo animal que presentan los juguetes a lo largo del siglo XX. Como todos los cambios, éste provocó unas inquietudes levemente innecesarias, ya que en 1906 se produjo un exaltado debate acerca de si los animales de trapo podían suponer un impedimento para la preparación de las niñas en su futuro papel como madres. Sea como fuere, en el imaginario infantil, el cerdo empezó a ocupar un espacio importante, desde el Piglet de Winnie the Pooh, hasta Peppa Pig (y Donald Trump).
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§ La muerte del cerdo. Según Thomas Macho, existen tres formas básicas de matar animales: la caza, los sacrificios y la faena. En la Antigüedad, va a ser muy habitual la caza heroica de jabalíes. Uno de los doce trabajos de Hércules es la caza del jabalí de Erimanto. Y cuando un hermano de este jabalí arrase la ciudad etolia de Calidón, Jasón y otros héroes, como Teseo, Meleagro, Cástor y Pólux, decidirán enfrentarse a él, tal y como narra Ovidio. También en las sagas germánicas, islandesas o británicas se habla de cazas heroicas de jabalíes. Por otra parte, la identificación del jabalí “rajavientres” con la fuerza y la osadía puede observarse en la heráldica. (120) Aunque desde el siglo XVI numerosos autores, asociados al humanismo, criticarán la caza. Lo harán Erasmo, en su Elogio de la locura, Tomás Moro, en su Utopía, y Montaigne, quien dirá, en “De la crueldad”, que “jamás podría ver sin dolor la persecución y el asesinato de un animal inocente que está indefenso y que no nos ha hecho nada” (Ensayos, II, 11).
Durante la modernidad, todos esos animales, como los cerdos, las vacas, las cabras o los caballos, que desde hacía milenios vivían con los hombres fueron expulsados de todos los espacios de vida y de trabajo. “Esta expulsión del espacio social redujo a los animales a una única función que hasta entonces ningún animal salvaje o doméstico había tenido que cumplir en proporciones semejantes: la de ganado de masas. Tan pronto se dejó de usar a los animales, se los pudo consumir.” (126)
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§ “De cómo ciertos niños jugaron a la faena”. En cierto momento del libro, el autor menciona el cuento “De cómo ciertos niños jugaron a la faena”, que los hermanos Grimm tuvieron que eliminar, debido a las protestas, de sus Cuentos infantiles. En él, unos niños que juegan a la faena acaban matando y desangrando a aquel de entre ellos que hacía el papel de cerda. El cuento, y la polémica, cifran a la perfección las ambiguas relaciones que los seres humanos mantenemos con los cerdos, y quizá con cualquier otro animal, o comunidad extranjera, ya que tanto podemos sentir hacia ellos una cariñosa y empática simpatía, como una indiferencia utilitaria y brutal, que nos lleve a reducirlas a meras máquinas de producir carne. Presa de caza, sujeto de sacrificio, fábrica de carne, amigo familiar y animal de peluche, los cerdos, como concluye Thomas Macho, “nos resultan a la vez cercanos y lejanos”, y “quien quiera desplegar una genealogía de la ambivalencia, sólo necesita estudiar su historia.” (134)
He aquí un excelente comienzo.
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Autor: Thomas Macho. Traductor: Nicolás Gelormini. Título: Cerdos. Un retrato. Editorial: Adriana Hidalgo. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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