La película Mujercitas, en versión de Greta Gerwig, estrenada en el cine el 2019, ha llegado a nuestras casas para remecer nuestra sensibilidad en tiempos de pandemia, fiestas navideñas y reyes magos. Como las pinturas impresionistas de Tissot, Monet o Sorolla, las magníficas escenas femeninas de la vida familiar de las March nos han situado en la Norteamérica del siglo XIX y en las diferentes etapas que atraviesan las mujercitas hasta convertirse en mujeres. Desde una mirada retrospectiva, los saltos entre el presente y el pasado permiten reconocer ciertos aspectos de nuestra propia vida en cada escena.
En mi caso, Mujercitas es como el espejo que proyecta la predominante familia femenina en que crecí y en la que me educaron, con similares patrones de conducta que a las hermanas March. Mi madre fue el núcleo de aquel girasol de siete pétalos, sus hijas, mientras mi padre y hermano eran el tronco y la hoja. El temperamento sosegado de mi madre fue el mejor antídoto protector y, a la vez, el refugio para soportar las tempestades exteriores del ser humano. La firmeza, serenidad y el optimismo de mi padre, el mejor tónico estimulante para caminar sin temor. Uno de los versículos-brújula que nos inculcó fue: “Enséñanos a contar nuestros días, de tal manera que traigamos al corazón sabiduría”. En sí, mi padre nos preparó para estos tiempos de incertidumbre y para afrontar su muerte, porque decidió morirse los 75 años, obediente a uno de los preceptos de la Biblia: “Los días de nuestra edad son setenta años, y en los más robustos son ochenta años. Con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, pronto pasan y volamos”.
Las hermanas estábamos unidas por pares. Las dos primeras eran la hormiga y la cigarra. Mientras la mayor tejía y destejía todo tipo de prendas, cual Penélope, la segunda, leía o declamaba. En las noches estrelladas cantaban a dúo interminables canciones o nos narraban sus lecturas. El otro par eran el café con leche: se complementaban a la perfección, ejercían de modistas, estilistas, profesoras para las pequeñas… Mi hermano, el quinto, y yo formábamos un par, pero cuando él se fue a estudiar en la universidad me uní a las dos últimas. Ellas eran como el agua y el aceite. Mientras una comía poco, la otra comía todo. Una era estudiosa y la otra relajada. La penúltima coleccionaba insectos disecados, la última les tenía pánico. Si una elegía el parchís, la otra el Monopoly, y a ninguna les gustaba perder. Eran el viento y el sol, se retaban en todos los juegos, aunque después de la tormenta volvían a reír. A una le gustaba la danza y el deporte, mientras a la otra el teatro y la biología. Aunque eran distintas, el buen humor las unía y condimentaba nuestra vidas. Así como en Mujercitas, organizábamos juegos y hacíamos teatro familiar. Benji, nuestro vecino, como Laurie, era el amigo fiel y pretendiente de mis hermanas mayores, así como la tía rica de Mujercitas, nuestra tía Catalina gozaba de muchos privilegios y era nuestra aliada en todas las reuniones.
“La vida solo puede ser comprendida mirando hacia atrás, pero ha de ser vivida mirando hacia adelante”, afirmaba Kierkegaard. Ese flash instantáneo del pasado feliz en el huerto de mi abuela ha regresado a mí, al sentir el sabor agridulce de la granada con escarolas, en la típica ensalada navideña. Las vacaciones en su finca eran como estar en el paraíso: caminábamos por los senderos, jugábamos en los bosques y en el río. Con mi padre explorábamos nuevas rutas y descubríamos parajes para acampar cerca de las montañas rocosas que aparecían como gigantes. Por las noches, mi abuela nos relataba mitos y leyendas de diferentes lugares. Como Jo, yo también me convertí en lectora de novelas, cuentos e historietas y empecé a escribir relatos para narrarles a los más pequeños, como mi abuela y mis hermanas me habían enseñado.
Nuestra infancia, sin duda, constituye una fuente inagotable de historias. Como nos recordaban los grandes maestros, es “la única y repetida novela […] la perla cristalizada de la infancia, patria y refugio de todo novelista”. Al recordarla encajamos las piezas del pasado hasta completar el paisaje familiar que todos llevamos dentro. Igual que la protagonista de Mujercitas busco recuperar mi infancia perdida, aquel pequeño paraíso en el que viví, ese trozo de vida que parece haberse esfumado al crecer, aunque no es así.
En realidad, Mujercitas y otras películas basadas en las novelas La Regenta, Anna Karenina, El doctor Zhivago, Madame Bovary, Los pazos de Ulloa y otras muchas han retornado en tiempos de pandemia a nuestras vidas, para confirmarnos que el amor es el único motor que todos necesitamos para mover el mundo: como dice la canción de los Beatles, all you need is love.
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