Imagen de portada: (c) Lorena Palavecino PRHGE Chile
Durante muchos años, el Parkinson impidió a Raúl Zurita acertar a las letras de su teclado. Pero en 2019 se sometió a una Estimulación Cerebral Profunda (DBS) en el Hospital Universitario de Milán, de cuyos avances pudo beneficiarse por poseer la nacionalidad italiana, y desde entonces trabaja con cierta normalidad. A veces sus dedos se equivocan —quiere escribir el artículo «el» y le sale el pronombre «le», o la contracción «al» y aparece el artículo «la»—, pero al final siempre acaba venciendo a la enfermedad y pulsando la tecla apropiada. Sin embargo, para conseguirlo, primero tiene que templar sus nervios. Es lo que llama la «espera fructífera», esto es, el periodo de tiempo que su cuerpo necesita para serenarse y que su cerebro aprovecha para pensar aquello que luego se materializará en pantalla. Lógicamente, de escribir a mano, nada de nada.
Zurita no tiene establecido un rango de producción diario porque dice que esas cosas no sirven en poesía. En su opinión, el tiempo se mueve de un modo distinto cuando uno construye oraciones. Tiene otro ritmo, otra flexibilidad, otro desplazamiento. De ahí que los clásicos de la literatura universal caigan de pronto en el olvido y cincuenta años después recuperen el prestigio. Porque el tiempo es en este oficio una alquimia. Pero que nadie se engañe: la perseverancia sí que ha de ser una constante. Dice Zurita que la poesía es la respuesta a las preguntas mal formuladas y que, para encontrar dichas respuestas, hay que meterle días, semanas y meses enteros. Afirma también que la novelística es el arte de rellenar los huecos existentes entre una situación A, una situación B y una situación C, mientras que la poesía es el arte de exponer únicamente A, B y C.
A los jóvenes aspirantes les recomienda que sean sinceros consigo mismos. Les sugiere que se hagan la siguiente pregunta: si no les dejaran escribir, ¿qué harían? Si la respuesta es jugar al tenis, ver series en Netflix o salir de copeo, entonces es mejor que se dediquen a otra cosa. Si la respuesta es suicidarse, ya pueden considerarse poetas. También les aconseja tener fe en su trabajo, no asustarse ante la magnitud de un proyecto, recordar que no existen las malas ideas, sino las ideas abandonadas. Zurita es el ejemplo perfecto de esa constancia: consiguió que cinco aviones escribieran uno de sus poemas en el cielo de Manhattan, plasmó sus versos con grandes letras en el desierto de Atacama, se quemó la mejilla con un formón al rojo vivo y hasta quiso hacer poesía visual echándose un chorro de amoniaco en los ojos. Acabó en el hospital, claro, y por poco se queda ciego.
Hubo un tiempo en que Raúl Zurita fue joven y, en consecuencia, en que estuvo dominado por las inseguridades. Ahora recuerda aquella época y le vienen a la mente los amigos que, de tanto como dudaron de su propio talento, acabaron deprimidos o incluso muertos. Por eso recomienda a los jóvenes que crean en ellos mismos, que se alejen de cuantos no les animen a cumplir sus sueños, de cuantos nos les ayuden a mejorar sus textos, de cuantos no muestren un interés auténtico por su futuro. Y, si eso no es posible, les aconseja que pidan abiertamente a quienes les desprecian que dejen de ser tan crueles. Pero también quiere abrir los ojos a los aspirantes haciéndoles ver que, aunque no lo parezca, siempre hay belleza en el odio. Raúl Zurita ha alcanzado los setenta y un años y, cuando echa la vista atrás, dice algo que tal vez no entiendan los recién llegados, pero que ya comprenderán con el tiempo: «Los grupos de poetas jóvenes, con sus envidias, sus rencillas y sus traiciones, son lo más bello del mundo». Y añade: «Incluso la maldad que habita en ellos es de una pureza infinita».
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El último libro de Raúl Zurita es Sobre la noche el cielo y al final el mar (Literatura Random House).
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