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Selección del concurso de relatos #cuentosdeNavidad - Zenda
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Selección del concurso de relatos #cuentosdeNavidad

Desde el 15 de diciembre hasta el 7 de enero, las historias han ido acumulándose en nuestro foro, historias en las que la navidad ha cobrado el protagonismo desde todas las miradas posibles. A continuación ofrecemos los diez primeros relatos seleccionados. Gracias a todos por participar. ****** 1 Autor: Emilio Martínez Cardona Título:  Huelga de...

A lo largo de las tres últimas semanas, más de 800 relatos se han registrado en nuestro concurso de cuentos navideños, convocado el pasado 15 de diciembre, dotado con 2.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola. El fallo del jurado, formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, se publicará el viernes 14 de enero de 2022, desvelándose el nombre del ganador y de los dos finalistas. El autor de la mejor historia ganará un premio de 1.000 euros. Además, los autores de las dos historias finalistas restantes ganarán un premio de 500 euros.

Desde el 15 de diciembre hasta el 7 de enero, las historias han ido acumulándose en nuestro foro, historias en las que la navidad ha cobrado el protagonismo desde todas las miradas posibles.

A continuación ofrecemos los diez primeros relatos seleccionados. Gracias a todos por participar.

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1

Autor: Emilio Martínez Cardona

Título:  Huelga de gnomos

El correo del Polo Norte solía tener un funcionamiento muy preciso y eficiente, hasta que los gnomos entraron en huelga. Esta medida no consistió, como se podría creer, en dejar de trabajar, idea por demás repulsiva para los hiperkinéticos gnomos, sino en mezclar caóticamente los pedidos enviados por todos los infantes del planeta.

Es así como los duendes polares crearon un desbarajuste descomunal. Si un niño había pedido una bicicleta nueva, le llegaba una jirafa. Si esperaba una tablet, le enviaban una banda de rock y tres guaripoleras.

En China, Yin Jang Wang, de ocho años de edad, recibió un manual para hacer traducciones del latín al guaraní, con algunos comentarios en fenicio. “Esto está en chino”, dicen que dijo según algunas versiones no muy fiables. Puras fake news seguramente.

En París, al pequeño Armand Laforgue le llegó una caja de cuñapés de champar y no tenía ni idea de lo que eran. Casi se saca un diente mordiéndolos en seco.

Al final, lo que pintaba para el desastre terminó siendo bastante divertido, con lo que fracasó la estrategia de lucha de los gnomos y Noël acabó decretando que ese sería en adelante el nuevo sistema oficial de distribución de regalos: una especie de lotería cósmica y desmesurada, como la vida.

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2

Autor:  Eloy Serrano Barroso

Título: Los peces de la memoria

Hay palabras que nacen ya con un prestigio, y aunque siempre se corre el riesgo de usarlas sin ton ni son y desgastarlas, es posible, con esfuerzo, devolverles su brillo, su grandeza. Palabras tales como libertad, amor, amistad, tolerancia… Mas hay otras que nacen anodinas, simples etiquetas que se les pone a las cosas del mundo en el que vivimos para distinguir las unas de las otras, pero que al ligarse a nuestras más emotivas vivencias, su sola evocación hace estallar toda su poesía escondida.

La historia que voy a contar tiene que ver con una de esas palabras en principio “pequeñas”, que ponen nombre a lo aparentemente trivial. Aunque en realidad es más una anécdota que una historia, una anécdota mínima, nada épica, pero que dado el carácter legendario que adquirió para mi familia, me atrevo a llamarla «historia».

Sucedió durante una cena de Navidad de hace ya muchos años. Sentados a la mesa estábamos mis padres, mis tíos y los niños: mi hermana, mis cuatro primos y yo. Y en un extremo de la mesa, la abuela, justo al lado de mi madre, que la ayudaba con la comida. Hacía tiempo que la abuela vivía retirada en un mundo inaccesible para los demás, aunque de vez en cuando emergía para cambiarnos los nombres y ponernos los de aquellos que vivían en su pasado remoto. Sobre la mesa ya estaban los postres: las frutas, los cafés, los licores para los adultos, los turrones, los polvorones… Todos nos habíamos puesto uno de esos gorritos de fiesta con forma de cucurucho y brillantes colores. El de la abuela era rojo, y a mí me parecía que le daba un aspecto aún más desvalido, supongo que por el contraste entre el brillo del gorro y lo apagado de su rostro, con la gomita apretando su frágil mandíbula.

Fue entonces, justo en el momento en que la tía Pilar dijo “faltan las peladillas”, cuando la abuela abrió los ojos de par en par como uno de esos muñecos autómatas que empiezan a funcionar de golpe, y después, con un lustre repentino en la fina piel que cubría sus pómulos, repitió “peladillas, peladillas” y se puso a cantar el villancico que dice «Pero mira cómo beben los peces en el río, pero mira cómo beben por ver al Dios nacido, beben y beben y vuelven a beber los peces en el río por ver a Dios nacer…» Todo de corrido, sin una sola equivocación ni en la entonación ni en la letra. Fue tronchante, los primos no podíamos dejar de reír. Ramón, el más histriónico de todos, se revolcaba por el suelo. “Otro, abuela, canta otro”, le pedíamos entre carcajadas, y no entendíamos por qué los adultos estaban a punto de echarse a llorar. “Otro, abuela, otro”, pero la abuela no volvió a cantar, se replegó en su mutismo, la mirada de nuevo extraviada y el gorrito ahora en el centro de la frente, como cuerno de unicornio.

De aquella Navidad, es esta escena la que recuerdo con nitidez. Las demás se fundieron con las de todas las otras Navidades en una Navidad única, sin contornos precisos. Y aquella palabra humilde, algo cómica en su fonética, que da nombre a las almendras confitadas, pasó a ser nuestro grito de guerra, y cuando alguno de nosotros se presenta con el semblante mustio o huraño porque se siente derrotado, o triste, o enfadado con la vida, le gritamos para que espabile: ¡PELADILLAS!

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3

Autor: Karen Stadler-Marcos

Título: Familia

El buey se ha recostado, parece indiferente a lo que ocurre en el Portal y se limita a resoplar su cálido aliento de forma rítmica y calmada, como marcando la pauta. Los bueyes, como es sabido, no pueden ser padres, así que no hay que tomarle a mal su falta de interés por este evento.

La mula, por el contrario, es toda ojos y oídos, y se mueve de un lado a otro para no perder detalle. Las mulas, como es sabido, no pueden ser madres, pero son animales curiosos e inteligentes y ésta comprende perfectamente la importancia de lo que está sucediendo.

A San José le sudan las manos. Tiene miedo de equivocarse en algo, de no saber qué hacer, de no estar a la altura de lo que se espera de él. San José, como es sabido, no es el padre biológico, pero ha asumido un compromiso y quiere dar lo mejor de sí mismo.

María, la pobre María, desfallecida tras el largo viaje, decepcionada ante las negativas que han recibido de puerta en puerta, María es virgen y por lo tanto novata en estas lides del parto, ¡y tan joven! En estos momentos se alegraría de tener a su propia madre cerca, porque, como es sabido, madre no hay más que una.

Y de pronto todo sucede muy rápido: María hace un último esfuerzo, el Niño llora anunciando su llegada, San José sonríe aliviado, la mula rebuzna feliz, fuera del Portal se ve una luz resplandeciente y el Ángel del Señor toca la trompeta para avisar a los pastores del nacimiento del Mesías.

¿Y el buey? El buey se levanta, echa una mirada a María y al Niño, hace una inclinación de cabeza y se dirige a la entrada del Portal para montar guardia, como si aún fuera un peligroso toro, dispuesto a dar la vida por defender a esta nueva familia, que es ahora también su familia, que es nuestra familia, porque, seamos o no padres o madres, como es sabido, todos somos hijos de la misma creación, todos somos hermanos.

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4

Autor: María Dulce Kugler

Título: Contó con los dedos

Contó con los dedos, como solía, las letras: n-a-v-i-d-a-d. Siete. Como soldado. O vientre. O temblor. Siempre que la mente quería echarse a volar y antes de que la asaltaran, a fuerza de hambre y cansancio, los buitres asesinos de las preocupaciones por la supervivencia, para no pensar, se ponía a contar. Pasos. Personas con las que se había cruzado. Días, aunque era difícil no perder la cuenta. Cadáveres tirados en las calles. Casas todavía en pie. Y cuando debía andar una gran distancia por parajes desolados, letras, los sonidos que componían una palabra. Empezando por el pulgar, iba apoyando sobre el pantalón los dedos de la mano izquierda, uno por cada letra y así sabía, casi enseguida, si superaba su unidad de medida y en cuánto. Los vocablos con las mismas cantidades de letras construían entre ellos geografías particulares que obedecían a lógicas del todo ajenas a la semántica o la asociación de ideas. Persona, también, paisaje, viernes, pudimos, astutos, árboles, sabemos. Navidad. Quién sabe de dónde había surgido hoy esa palabra. La había oído alguna vez. O quizá la había leído. Sí, ahora se acordaba: en un calendario que colgaba de una pared.
Andaba por una ciudad en ruinas buscando qué comer y dónde dormir cuando vio esos dos muros perpendiculares sujetando lo que quedaba de un techo y se dijo que ahí podría pasar la noche. Se acomodó como pudo en ese rincón, arropado en su vieja manta, sucia pero fiel, y durmió como un rey. O como un oso en invierno. Soñó con una enorme habitación iluminada donde gente que nunca había visto comía, reía y cantaba alrededor de un árbol. Fue solo a la mañana siguiente que descubrió, sobre el empapelado hecho jirones por el derrumbe y las sucesivas manos que lo habían ido arrancando para hacer fuego, el calendario. Una única hoja rectangular indicaba ‘diciembre’ y debajo del nombre de nueve letras, los números del 1 al 31 se ordenaban en siete columnas. Un asterisco junto al 25 remitía, abajo, a Navidad, con mayúscula.
Nunca antes nadie había pronunciado esa palabra en su presencia. La leyó en voz alta. Le gustó ese nombre que reunía una nave, que imaginó azul, esfumándose hacia el horizonte, y una forma del verbo dar. ¿Qué querría decir? Estuvo a punto de arrancar la hoja, plegarla y metérsela en el bolsillo como un trofeo. Se dijo, sin embargo, que sería mejor repetirla varias veces hasta grabar la sucesión de sonidos en su mente y dejarla donde estaba para que cualquier otro pasajero que se alojara en aquel portal se regocijara con el descubrimiento.
Había transcurrido al menos un año desde aquella noche. Mientras iba cruzando el páramo y adivinaba, a lo lejos, el perfil de otra ciudad extinguida, la reaparición de Navidad le alegraba el camino. Se vio a sí mismo en el futuro, en la labor ingente de reconstruir el mundo. Su tarea, se dijo, sería la recopilación, para las generaciones venideras, de todas las palabras que recordara o le hubieran transmitido. Para que no se olvidaran y pudiera dárseles buen uso, habría que definirlas. De Navidad diría: acontecimiento que en épocas lejanas sucedía un día 25 (de diciembre y quizás de otros meses también, aunque no está comprobado) y está ligado a fuerzas extraordinarias. Se dice que, cuando por esas fechas te acuestas a dormir en un portal, sueñas con un mundo desconocido de luz, como si una nave te llevara a un horizonte de dicha.

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5

Autor:  Elena Bethencourt

Título: Reencuentros

Había murmullos que ocultaban secretos. Había regalos que mamá me daba a escondidas, tal vez a mitad de agosto o en primavera. Regalos con olor a abeto, a caramelos o a mazapán.

En casa nunca tuvimos belenes ni árbol ni adornos. Por algún motivo que desconocía, mi padrastro había prohibido tajantemente la Navidad, pero a mí de pequeño ya me encantaba subir a los tejados y bajar por las chimeneas. De hecho, solía quedarme atascado y tenían que venir a rescatarme.

De las paredes de mi habitación no colgaban pósteres de cantantes como en las de cualquier niño de mi edad, sino paisajes del Polo Norte. Si me preguntaban por mi animal favorito, contestaba que el reno. Mi color preferido, el rojo. Mis grandes pasiones, la nieve y los trineos. Mi sueño, poder volar. En el colegio repartía golosinas entre los niños y mis carcajadas sonaban siempre a jo jo jo, no a ja ja ja.

Cada año sin falta escribía una carta a Papá Noel. No le pedía regalos, solo quería conocerle, que me enseñara el oficio, pero nunca me respondió. Crecí y de adulto me rodeé de bastones de azúcar, luces, guirnaldas, villancicos y unas ansias inexplicables de vivir la Navidad.

Cuando al cabo de muchos años murió mi padrastro, recibimos por fin en Nochebuena la visita de Papá Noel. Mi madre ya era una anciana, pero al ver a aquel hombre, los ojos le brillaron como dos trozos de estrella polar. Se miraron de esa manera que detiene el tiempo y que cambia el mundo. Entre sollozos se abrazaron y, de repente, toda mi vida empezó a encajar.

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6

Autor: Chema Aquino

Título: Existen

A mi sobrina Anna (6 años) le han dicho que los Reyes Magos no existen. Ha sido el padre de una compañera. En la familia hemos intentado convencerla de que ese tipo miente. Como no lo hemos conseguido, le hemos preparado una sorpresa. Al final, la sorpresa me la he llevado yo.

Le explicamos que el padre de su compañera dijo eso totalmente convencido porque es tan mala persona que los reyes jamás le han traído nada. Ni siquiera carbón (si intercambias dos letras, sale lo que es él). Y le dijimos que pediríamos a los reyes una visita antes del día 6.

Para que todo fuera creíble, hemos estado comentando entre los adultos (ella haciéndose la loca, pero con la oreja puesta), que un amigo conocía a un paje real, que un compañero de oficina conocía a otro, etc. Para que viera que no era fácil contactar directamente con los Reyes.

Días después, fui a casa de mi hermana (su madre) y anuncié que un antiguo amigo del colegio me había dado el contacto del cartero real. Recogería la invitación de Anna pero sólo si la escribía ella. Ella aceptó, aunque no parecía creérselo del todo. Paso a paso.

Poco después de entregar al cartero real la carta en la que invitaba a los reyes a su casa, recibió otra. Decía así: Querida Anna, claro que nos gustaría hacerte una visita para que nos digas qué quieres que te traigamos el día 6. Tus amigos, Melchor, Gaspar y Baltasar.
Tendríais que haberla visto. Seis veces leyó la carta. El «Plan ilusión» iba bien, así que decidimos dar el golpe de efecto: los reyes iban a visitarla, sí. Para que no sospechara de nuestra ausencia, mi cuñado convenció a tres amigos para que se disfrazaran y fueran a su casa.
Anoche era el día. Me acerqué a su casa, y junto a mi hermana y mi cuñado, Anna esperó con impaciencia a que sonara el timbre. Lo hizo sobre las 21h. Fue la propia Anna la que abrió la puerta. Allí estaban sus Reyes Magos.
Anna se abrazó a los tres y se puso a llorar. «Vamos al salón», dijo Melchor. Mi hermana, mi cuñado y yo fuimos detrás, pero Baltasar nos paró: «Sólo ella, no podéis saber lo que quiere». Sonrió, cómplice, y esperamos a que la función continuara. Entonces sonó el timbre.
Al abrir, mi cuñado se quedó inmóvil. Frente a él estaban sus tres amigos disfrazados. «¿Y Anna?» dijo Melchor. Mi cuñado me miró asustado. ¿Quiénes eran los del salón? Corrimos por el pasillo, abrimos la puerta y… Allí no había nadie. Ni los tres desconocidos ni Anna.
El salón tiene un balcón, miramos allí, pero tampoco estaban (viven en un séptimo, imposible descolgarse). Buscamos en el resto de la casa, por si acaso, pero nada. ¿Cundió el pánico? Cundió la histeria. ¿Quiénes eran esos tres hombres? ¿Dónde estaba Anna?

Llamé a la policía. Mandarían a alguien a casa y se pondrían a buscar. Quince minutos después, sonó el timbre. No era la poli, sino el cabrón que le contó la verdad a Anna. Me dieron ganas de pegarle. Mi cuñado lo hizo. Fue un pequeño momento de placer en medio del drama.

Cuando se incorporó del suelo (mi cuñado pasa más tiempo en el gimnasio que en cualquier otro lugar), nos contó que su hija había desaparecido cuando estaba jugando en su casa. En el suelo habían dejado una nota con nuestra dirección, por eso estaba allí.

Sin que aún nos hubiera dado tiempo a invitarle a entrar, la policía llamó al telefonillo. Cuando subieron, dos agentes de policía agarraban a los tres desconocidos vestidos de reyes, y otro agente traía a Anna y a su compañera. Sonrientes, felices, a salvo.

La policía nos pidió que confirmáramos si aquellos tres hombres eran los que se habían llevado a Anna. A mi cuñado y al otro padre los tuvimos que parar para que no los mataran allí mismo, así que a la poli no le hizo falta más confirmación. Se los llevaron detenidos.

Mientras mi cuñado y el cabrón entraban en casa para tranquilizarse, yo me quedé hablando con un agente. «A estos tres los conocemos de sobra. Los hemos visto varias veces merodear por el barrio, pero nunca han hecho nada como para detenerlos. Ahora se les va a caer el pelo».

Lo de ayer fue duro. El plan era recuperar la ilusión y casi perdemos a Anna. Ella, por cierto, aunque no quiere contarnos nada de lo que pasó, está muy feliz, deseando que llegue el día 6. Sólo sabe repetirnos que los reyes existen, que existen de verdad.

Hoy, el corazón me ha dado un vuelco al ver la misma noticia repetida en varios medios digitales.

¡EXISTEN!

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7

Autor: Sergio Capitán

Título: Recalculando

Internet está fallando y empiezo a poner en duda que la aplicación realmente esté optimizando el recorrido del reparto. Por esta calle ya pasé media hora antes y estaba igual de atascada.

La gente se vuelve loca en estas fechas, pienso, mientras aparco en el carga y descarga que acaba de quedar libre. Máximo diez minutos. Los municipales están al acecho, dando vueltas.

Me va a tocar sudar otra vez, pero con esta tripa que he echado poco voy a poder correr. Además, con las restricciones de la pandemia, en muchos ascensores no puede subir más de una persona y a veces me toca esperar. ¡Ay ese espíritu navideño! Si no te apiadas de una persona que está trabajando, al menos hazlo con alguien en edad cercana a la jubilación.

Por fin termino de repartir en esa manzana. Miro el reloj, me ha llevado casi quince minutos.

Un policía con una libreta en la mano me pregunta sí el vehículo es mío. Le digo que sí, y que estoy trabajando.

Todos somos iguales ante la ley, sonríe el agente mientras me pide la documentación. Arquea las cejas y balbucea que él sólo está haciendo su trabajo. De todas formas, por mi experiencia de otros años, las multas nunca llegan a Laponia.

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8

Autor: Elvira Uva

Título: Fiesta

-Seamos benevolentes, sermoneó papá e invitó a los más pobres a compartir la mesa de nochebuena.
-No mostremos la hilacha, recomendó mamá mientras barría la basura y la amontonaba bajo la alfombra.
-Mejor sola que mal acompañada, masculló mi hermana, al tiempo que colgaba a los invitados del árbol repleto de regalos.
-Si les das una mano se toman hasta el codo e invaden toda la casa, se quejó mamá mientras rellenaba los bolsillos de los muertos con la basura que antes había escondido.
-El silencio es salud, afirmó mi hermano menor. Y los enterró en el jardín, en las fosas que papá había cavado esa mañana.
-Lo cortés no quita lo valiente, murmuro yo y siembro flores en la tierra recién removida.

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9

Autor: Enrique Mochón Romera

Título: Nieve

«Nevar es un verbo impersonal —dice don Nicanor con su tono de catedrático—. Tal vez por eso a menudo nieva de forma descuidada, porque no hay nada ni nadie que responda de ello». El resto de ancianos no parecen escucharlo. Algunos miran por la ventana, sentados en sus sillones, como iguanas mirando el mar desde las rocas, salpicados en lugar de por las olas por las luces del árbol de navidad. Otros han dejado de hacerlo para ver las noticias de la tele. Hacía años que no nevaba tanto, informa un reportero junto a una carretera, asegurando además que seguirá haciéndolo durante días. Doña Carmen cree siempre que los coches que pasan van a atropellar a los reporteros. «Sólo a veces nieva con seriedad —continúa don Nicanor—, pero entonces es preferible usar expresiones como «la nieve cae», con sujeto, porque en esa acción se adivina una voluntad que le da intención y sentido». Noelia se pasaría las horas escuchando a don Nicanor, algo que no impide que le diga que se calle un momento para poder afeitarlo mejor. A ella le encanta que nieve, en cualquier modo verbal, aunque si no acaba cuajando le sabe a poco. Doña Carmen se ha dormido tejiendo y mantiene las agujas erguidas para que no se le escapen los puntos. Don Florencio empieza con su disertación de cada tarde: «Yo tenía una mujer bonita, una casa en el campo y tres hijos fuertes que trabajaban conmigo de sol a sol…», y al poco se duerme también. Hace tiempo que no reconoce a ninguno de los suyos pese a que lo visitan con regularidad y ponen gran empeño en que lo haga. Doña Carmen acostumbra a decir que los hijos de don Florencio no tienen pinta de haber sido fuertes nunca y mucho menos su mujer de haber sido guapa. Don Nicanor observa a los tres y a otros más, dormidos frente a la tele, y se pregunta si ellos también cuentan a la hora de medir la cuota de audiencia. Noelia acaba de afeitar a don Nicanor y recoge los utensilios. Sale del salón y al poco aparece cargando una bolsa llena de regalos que va poniendo junto al árbol. Hace rato que es consciente, por la cantidad de nieve caída, de que esta Nochebuena tendrá que pasarla en la residencia. Y de que tampoco le importa demasiado. Viéndola colocar los paquetes, observando el esmero y el cariño que pone en ello, a don Nicanor se le ocurre que Noelia, de ser una nevada, sería como la de esta tarde. En la tele ha empezado un western. Don Florencio reanuda su retahíla: «La voz de ella era dulce como el canto de las alondras; la de ellos, recia como la de un ciclón». Y doña Carmen se ríe para adentro mientras mira la pantalla. Pero lo hace con ternura. A estas alturas comprende de sobra que la memoria de don Florencio no sea del todo objetiva. También que don Nicanor conserve todavía intacta su vocación docente y hasta filosófica. O que la joven Noelia haya encontrado en la residencia el hogar que nunca tuvo. Lo que no acaba de entender, ni quizá llegue a hacerlo nunca, es que en las películas del oeste las ruedas de las diligencias giren al revés.

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10

Autor: Margarita del Brezo

Título: Conjuntos disjuntos

 

Odio la Navidad. Y a mi madre. Sí, a mi madre también. Y es que se empeña en que sea feliz todo el rato, incluso cuando estoy resfriada. Me repite machacona que tengo que ser buena, o al menos parecerlo. Llegar a algo en la vida, — algo, que alguien me explique dónde se ubica algo y cómo se llega hasta allí—. También debo compartir, ceder el asiento a los mayores en el autobús, jugar con los niños de mi edad. Decir buenos días, por favor, gracias y qué tal está usted; no reírme a carcajadas, ni siquiera cuando alguien se cae, porque es vulgar; ahorrar una parte de mi miserable propina, que nunca se sabe cuándo la podré necesitar. Y, lo más importante, no dejar mis cosas tiradas por la habitación. Para ella el orden es primordial. Da igual que sea un orden incómodo, incoherente o trasnochado siempre que el resultado sea precioso. Para que os hagáis una idea, ordena mis libros por colores y tamaños y eso supone que, cuando voy a buscar el de matemáticas, tengo que apartar el de sociales de hace dos cursos y el de lecturas de infantil. Porque esa es otra, aquí no se tira nada, que nunca se sabe, otra vez. Y aquí estoy, sin saber nada y levantándome veinte veces de la silla cuando hago los deberes porque todo tiene que estar en el orden preciso.

Al llegar la Navidad la situación se agrava, hay que buscarles un lugar al Nacimiento, al árbol y a todos los adornos y eso supone alterar el orden. Además, le entra una especie de nostalgia apocalíptica y le da por sollozar a cualquier hora. Y por protestar: que si los villancicos desafinados de la radio, que si el alumbrado excesivo, que si el olor rancio del turrón, la estrella minúscula del portal, el estofado insustancial de Nochebuena, La gran familia en blanco y negro de Pepe Isbert, —«esas familias no existen», masculla mientras se seca las lágrimas con la manga de su jersey y cambia de canal—, el estruendo de los petardos,… Y como remate de fiesta, las guirnaldas descoloridas que cuelgan lacias de los cuadros del salón y que se empeña en sacar Navidad tras Navidad desde que las hice con cinco años en el colegio. «Entonces sí que eras buena niña, hija», repite sin cesar mientras las estrangula detrás de los marcos para sujetarlas. Cuando termina, se queda mirándolas como si fuese a hacer una tesis sobre ellas, suspira, se gira, me mira e inspira muy profundo, como si pretendiera aspirarme e introducirme de nuevo en su barriga para evitar así que nazca, crezca y me eche a perder.

A veces mi madre me da miedo. Otras, pena. Las más, rabia. Aunque siempre me acompaña la sensación de no saber qué sentir porque sienta lo que sienta a ella le va a sentar mal y yo termino irremediablemente sintiéndome culpable. Un lío.

El primer día de vacaciones se cuela en mi habitación de madrugada, —yo estaba repasando el tema de los conjuntos disjuntos—, se sienta a los pies de la cama y musita con la voz ronca del sueño que no llega: «Hija, tenemos que hablar» mientras me mira como miraría un búho a un ratón antes de alzar el vuelo y atraparlo entre sus garras. Me quita el libro de matemáticas, lo cierra, se levanta, lo coloca detrás del de sociales, pasa la mano por la estantería para comprobar si hay polvo y vuelve a sentarse, esta vez muy cerca de la almohada.

Entonces empieza a hablar de la importancia de los amigos, con las pausas en su sitio y pronunciando todas las letras. Mientras ella habla, yo intento en vano eliminar de mi memoria a su mejor amiga, esa que tardó en enamorarse de mi padre lo que tarda un panecillo en descongelarse en el microondas.

Al final me hace prometerle que este año me dejaré impregnar por el espíritu navideño —como si el espíritu navideño fuera un perfume— y seré más amable con los demás.

—Tienes que pensar en la gente, hija, ponerte en sus zapatos. Y más ahora, en Navidad. No todos tienen tanta suerte como nosotras. —¡Suerte! Me muerdo la lengua hasta que noto el sabor acre de la sangre. Ella confunde mi rictus de dolor con un sincero arrepentimiento y eso le da alas para continuar con su soliloquio.

Aun así, lo de “ponerse en sus zapatos” me llama la atención. Muevo los dedos de los pies y asiento a todo lo que me dice, aunque solo oigo palabras sueltas que revolotean como poseídas por un colibrí: buena obra, caridad, ayuda, familia, pobres, chabola. Y una niña más pequeña que yo.

Me arranca la promesa de ir esa misma tarde a visitar a la niña y hacerme su amiga mientras duren las vacaciones.

Me pierdo varias veces antes de llegar a pesar de llevar la ubicación metida en el móvil. Cuando localizo la casa me parece la del cuento de los tres cerditos que el lobo derribó de dos soplidos. No necesito llamar a la puerta. La niña está sentada sobre un tocón de un sauce llorón que hay justo delante. Abriga a su muñeca con un trozo de tela de flores mustias. Me mira, sonríe y me hace un sitio a su lado. Le cuelgan los pies. Está descalza.

Cuando Llego a casa es de noche. Mi madre pone el grito en el cielo al verme entrar sin zapatos.

Los Reyes Magos no me han dejado nada. Que no me he portado bien, dice mi madre todavía furiosa. Como ellos lo ven todo, han pasado de largo, añade. No me molesto en sacarla de su error. Acabo de estar con ellos. Sí, con los Reyes. Les he dado otro par de zapatos para la niña y el libro de lecturas de infantil.

Me tumbo en la cama con mi libro de matemáticas. Ha llegado la hora de estudiar la intersección de conjuntos.

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