En la escritura poética también existen floraciones, o, si se prefiere, cosechas. Hay poetas de juventud que alcanzan su plenitud creativa en la temprana adolescencia y primeros albores de la madurez, y poetas de senectud que precisan del paso y del peso de los años para demudar con desabrida lucidez las sombras de su pasado. También hay poetas que tienen sucesivas floraciones escriturales en las diferentes estaciones de la vida, durante las cuales nunca dejan de escribir y de reescribir sus poemas. Pero, si tuviera que elegir entre el Jorge Luis Borges joven y el Jorge Luis Borges viejo, me quedaría con el que contempla la última luna; lo mismo me sucede con Ángel González: de sus tres etapas creativas prefiero la iluminada por sus acres luces otoñales, la que va de Prosemas o menos a Nada grave.
El criterio biológico no suele estar muy prestigiado entre los estudiosos de la literatura, como puede cotejarse en sus ponencias, críticas y recensiones, y todavía menos entre los editores y directores de las revistas especializadas, cuyos factótums no solo suelen observar con cierta desconfianza a los preteridos autores, sino poner muchos reparos a los poetas descabalgados de sus procesos generacionales. Es como si la poesía fuese única y exclusivamente un don de juventud con el que renovar permanentemente el lenguaje y las visiones de la realidad. Incluso, desde esta dominante y tontuna exaltación por lo novedoso, hay quien llega a comparar la poesía con la física; ciencia en la que habitualmente se suele reconocer la genialidad a edades muy tempranas. ¡Cómo la palabra bella no va a estar representada por la belleza de la juventud! Al poeta que no deslumbra de joven ya no se le puede esperar de viejo. Es como si el destino poético se jugase en los primeros libros, en la imborrable huella que dejan los primeros versos —para lo bueno y lo malo— en el recuerdo del lector. No hay que olvidar que los movimientos literarios se forjan casi siempre en la juventud, semillero permanente de manifiestos y de antologías poéticas, donde las llamas pasionales de la escritura suelen estratificarse, estableciendo criterios literarios difíciles de abolir. La juventud se presenta, por lo tanto, como el periodo más prestigioso de la poesía. Cuando cada libro y cada temporada en el infierno, por muy truculento y oscura que uno y otra sea, se transforman en una promesa de felicidad.
El problema se presenta cuando esos poetas que no han sido ungidos por las musas y los hados de la juventud, que han pasado por la estación áurea de la poesía sin haber hecho apenas ruido —con más pena que gloria, a pesar, a veces, de su forzada gesticulación—, dejando solo en la apolínea edad el viscoso rastro de algunas páginas triviales, que en la mayoría de los casos ni para sí quiere el piadoso olvido, de pronto, en el declinar de la vida, empiezan a escribir los libros más sustantivos y reveladores de su tiempo. ¿Qué hacer con esos poetas? ¿Cómo encasillarlos? ¿Cómo justificar, y no solo los críticos y estudiosos, su postergación generacional y olvido? La explicación de alguno de estos interrogantes no suelen encontrarse en las irrelevantes —y, a veces, oprobiosas— páginas de sus primeros libros, a los que irremediablemente suelen recurrir los estudiosos y los lectores avispados, sino, en todo caso, en sus últimos versos. Son poetas de senectute, de última floración. Una de las edades más prodigiosas, desde la perspectiva creativa, y también más olvidadas de la poesía. ¿Cómo nombrar a un poeta viejo el más relevante de su generación, sin haber dejado apenas huella en sus libros de juventud? Que se lo pregunten a Antonio Gamoneda, como en épocas todavía recientes se le podía haber preguntado a Joan Margarit.
No todos los buenos poetas jóvenes llegan a ser relevantes poetas de senectud, ni todos los significativos poetas de senectud fueron representativos poetas en su juventud. Son floraciones distintas; decía Víctor Hugo, que en el siglo XIX venía a ser como el Jorge Luis Borges del siglo XX y al que también se le atribuían todas las frases lúcidas habidas y por haber, que «en los ojos del joven arde la pasión y en los del viejo brilla la luz». Son dos miradas distintas y dos perspectivas vitales creativas —y, por lo tanto, verbales— diferentes.
Los poetas jóvenes, o de juventud, siempre parecen tener prisa por clausurar su obra, por apurar con ebriedad la absenta de la vida. Suelen ser como los fugaces meteoros que en la noche surcan el firmamento, dejando en todos nosotros —sus lectores— un recuerdo imborrable de su breve resplandor, así como una pregunta que no dejamos de hacernos una y otra vez: ¿qué cumbres habrían alcanzado en su poesía de haber continuado todavía entre nosotros, de haber tenido unas vidas más largas o unos destinos menos fatales para haber desarrollado su escritura hasta el último verso? Aunque tal vez, y como último consuelo, ciñéndonos a otras experiencias escriturales de más largo aliento, podamos sospechar que la mayoría de ellos —y por eso se les recuerda— hayan podido realizar lo más sustantivo de su obra en la vertiginosa estación de los adonis.
Pero también los poetas de senectud pueden realizar una obra plena en esa etapa declinante de la vida, cuando la desabrida luz del atardecer «corta / como un cuchillo» y las aguas manriqueñas se remansan y ensanchan para abarcar en toda su dimensión los reflejos más veraces de la memoria. Una edad cenicienta que se muestra propicia y fértil, desde el ámbito creativo, para darle un último y cervantino quiebro a la usura implacable del tiempo. Un periodo vital, contrapuesto a la juventud, que permite no solo reinscribir, sino reinterpretar de nuevo los significados profundos de una obra desde los últimos poemas.
El poeta no es solo un pájaro ebrio que canta al amanecer, como bien saben los poetas de senectud, por lo que el lector solo tiene que agudizar el oído para escuchar las opacas tonalidades —aunque siempre perspicaces y reveladoras— que surgen de las inquietantes simas donde enraízan las últimas luces de la creación poética. El poeta de senectud no canta, sino que deletrea —en un entrecortado y sutil susurro— los justos significados de su vida, lo que ayuda proverbialmente a poner en orden los de sus secretos interlocutores. Tal vez porque, en la escritura de las lúcidas floraciones de la última edad creativa, ya no arda la cegadora pasión.
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