Llevo más de cuatro años sin ver una montaña. Llevo dos meses sin ver la luz del sol, y deben de ser similares los días transcurridos desde que vi la luz del atardecer por última vez. Me encuentro con recuerdos que rozan mi consciencia conforme se descomponen. Impelido por el canto de los pájaros que saltan en espirales desde el núcleo de un árbol alto y enjuto. Impulsado, quizás, por cuanto no pienso, por todo eso que siento y dejo que se repose en mi interior, cada noche, cada madrugada, sin analizarlo. Ignorándolo, como el negligente que mete un pez a un acuario y no sabe que el amonio le quema las branquias, la comida apenas la digiere, y el ruido de nuestro ambiente humano artificial lo atonta y subyuga. Así, como ese pez, ridículo para los absurdos, se me escapa el sentido de estar vivo, pero no conozco ya la liberadora sensación de teorizar sobre ello. Mantengo el ritmo, el drill, dar un paso tras otro, solo que más despacio, y con menos reposo. Como si las montañas que no veo desde que salí por última vez de España me persiguieran y se manifestaran en metáforas, en hipérboles hiperconectadas, crueles y vulgares.
Es nauseabundo el modo en que me acosan las imágenes cuando paso tiempo alejado de la escritura. Tanto que no parece que sea yo el que tema olvidarlas, el que tema perder la conjunción entre imagen y sonido. Con este tiempo, con este ritmo del demonio que juré no abrazar jamás. Y tiempo no es sino la cosa más relativa cuando a esto se refiere. Uno se asfixia tras diez minutos bajo el mar, el cerebro sufre daños tras tres minutos de privación de oxígeno, la barba puede crecer en 8 meses, o no crecer, o ser un bosque obsceno, un coche no se paga nunca en esta vida, y el precio de tipografiar estas líneas no es equiparable con los años que me devuelve. No duermo bien, no me adapto a las pesadillas, las imágenes de muerte, la obsesión con cosas que, sé bien, debería dejar pasar. Y en mitad de mi duermevela, que dura veinticuatro horas, diarias, me asaltan fragmentos de obras que estoy terminando, espacios perfectos para mundos incompletos. Pero el coche de atrás se mueve raro en la oscuridad de la madrugada, y va a ser mejor dejarse el plumín y prestar atención.
He estrellado un coche, he eliminado, porque soy absurdo, un manuscrito casi terminado. Y no lo encuentro, ni debajo del coche, siniestrado en el taller, las ruedas delanteras perdidas, como los restos de ese texto, aunque probablemente peor. Que era mi favorito, como lo son todos, hasta que los termino y los olvido. El texto, no los coches, que me son tan indiferentes como los niños o los políticos. El impacto emocional que sufro es similar en potencia, aunque el tiempo en que me recorre la fuerza y me arrasa supera con mucho al del impacto del coche contra el camión. Al final, la ecuación de P = T/t, no es más que una descripción de quien nunca perdió su libro ni escuchó el estrépito del coche inmerso en una nube de monóxido de carbono.
El año quiso terminarse antes de que yo saliera del 2018, y solo los gorriones que se arrullan con gritos entre el bambú, y me reciben al llegar a casa, me quedan como marca relevante de este año que olvido a cada rato, no importa con cuánta frecuencia deba acariciar su nombre en partes, listas e informes.
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