Foto: Pedro J. Ramírez en su despacho de ‘El Mundo’ en 1989. Junto a él, Juan Carlos Laviana, autor de este artículo, y el editor del periódico, Alfonso de Salas. / FERNANDO MÚGICA
El primer encuentro con Pedro J. Ramírez fue en los sótanos de la Universidad de Navarra. Transcurría el año 78. Ofrecía una charla a los estudiantes de periodismo. A la cita apenas acudimos ocho personas. Algunas de esas personas acabarían siendo estrechos colaboradores suyos. Sorprendía por su juventud —25 años— y por su aspecto de niño bueno, con pinta de empollón y de no haber matado una mosca en su vida. Aún no llevaba tirantes, vestía un impoluto y muy tradicional traje gris muy oscuro, camisa lisa de color blanco y corbata de una discreción extrema para alguien de su edad.
El siguiente encuentro fue dos años después, ya en la redacción de Diario 16, que él dirigía desde hacía dos semanas. Desde entonces, toda mi trayectoria profesional —casi cuarenta y dos años— estaría vinculada a la del director, mi único director. Me he permitido esta larga introducción, exponiendo mis recuerdos personales, para advertir que no soy testigo imparcial. Soy testigo de la defensa, juez y parte, a la hora de exponer sus lecciones de periodismo. Las enseñanzas están extraídas de su nuevo libro, Palabra de director (Planeta), en el que rememora las peripecias de su carrera hasta 2006, peripecias que, en cierto modo, también son las mías, al haberlas vivido a solo unos metros, muchas veces centímetros, de distancia.
Una forma de vida
Se ha escrito mucho sobre las revelaciones políticas de sus memorias. Poco, muy poco, sobre el Ramírez periodista. Escudriñando en el libro y en las entrevistas a propósito de su publicación, se encuentran numerosas lecciones sobre el periodismo que pueden ser de gran utilidad —a mí me lo fueron— para el ejercicio de la profesión. La primera de ellas, sin duda, es que el periodismo no es solo una profesión, sino una forma de vida. No se puede ser periodista de nueve a cinco, ni de lunes a viernes. Porque la vida, la noticia que da fe de ella, no se detiene, no tiene horarios.
Pero, ¿cuál es el deber del periodista?, ¿qué motor ha de mover su trabajo? No olvidar nunca que «el periodista no solo es el sujeto activo de su propia libertad de expresión —asegura en uno de sus primeros libros, Prensa y libertad (1980)—, sino también el depositario del ejercicio del derecho ajeno a la información».
Su idea de cómo ejercer ese derecho volvería a plasmarla en 1989 en su primera «carta del director» al frente del diario El Mundo: «Este periódico no será nunca de nadie, sino de sus lectores. El Mundo no servirá nunca a otro interés sino al del público, porque el verdadero titular de la libertad de expresión no somos los periodistas, sino el conjunto de la ciudadanía».
La idea que Pedro J. Ramírez tiene de lo que debe ser un periódico ya la dejó escrita, a mediados de los 80, en un documento llamado «Bases para un plan de renovación de Diario 16«. Lo presentó a los editores del Grupo 16, que entonces cuestionaban su trabajo. «Debemos ser —exponía— al mismo tiempo influyentes y amenos, rigurosos y entretenidos, utilizando simultáneamente recursos formales de la prensa popular y técnicas redaccionales de la gran prensa de opinión».
Muchos acusan a las redacciones de Ramírez de comportarse como una secta, y tal vez no les falte una cierta razón. Porque el periodismo es una cuestión de fe, de fe en la profesión y de fe en que su trabajo es imprescindible en la sociedad. Se habla mucho hoy de las crisis del periodismo, y una de ellas es sin duda una crisis de fe. No es de extrañar que el director asegure que «el peor enemigo del periodismo es la rutina, hacer las cosas mecánicamente. Lo que menos me gusta de un periodista es que se vuelva escéptico».
En las memorias se recoge una historia muy reveladora a propósito de la justificación de Francisco Umbral para dejar El Mundo e incorporarse a ABC, donde el escritor creía que iba a desarrollar mejor «la lección moral que es la vocación», lo que lleva al director a reflexionar de nuevo sobre la profesión y lo que llama «el fatal determinismo de no poder ser más que lo que se quiere ser. Escritor él, periodista yo».
En ese ineludible destino volvió a insistir el director, con motivo de la celebración del XV aniversario de El Mundo, recurriendo a ese énfasis épico tan de su gusto: «Alguien dijo que el periodismo es una cárcel —proclamó ante los miles de asistentes a la fiesta—. Si es así, que no me cambien de celda, que yo pido cadena perpetua».
Las inspiraciones
Pedro J. Ramírez, aunque pudiera parecerlo, no es un personaje único en los anales del periodismo. Pedro J. Ramírez es un eslabón de la cadena de la historia de la profesión. Él recoge el testigo de los grandes maestros que le inspiraron y lo lega a los periodistas, no necesariamente directores, que le seguirán.
Uno de sus más influyentes maestros fue Ben Bradlee. «A propósito del Watergate —escribe—, Bradlee me explicó que el Post “era un periódico de reporteros” y que su misión como director consistía en ”fomentar su creatividad”. Eso había ocurrido con Woodward y Bernstein al principio del Watergate. “Hacía falta la tenacidad de alguien capaz de agarrarse a tenues pistas como a un clavo ardiendo —me dijo—. Alguien para quien aquello constituyera la gran oportunidad, la esperada e irrepetible gran oportunidad”».
El director del Washington Post le explicó en qué consistía la función de dirigir, y el joven periodista guardaría con celo la lección para cuando le llegara la oportunidad, aún lejana. «Bradlee me advirtió de que la misión del director era ser prudente y no tratar de rentabilizar una historia cogida por los pelos, dañando la credibilidad del periódico. Por eso “uno de los escenarios más frustrantes del periodismo de investigación” era, según él —y vaya que si tenía razón—, descubrir que una pista era falsa, tras haber invertido tiempo, dinero y energías persiguiéndola. Un buen director debía ser capaz de “matar la historia”, aunque “la realidad estropee un buen titular”. Nunca se me olvidará este consejo».
A Pedro J. Ramírez se le ha acusado con frecuencia de ser partidista, de tomar partido, algo que él asume, como demuestra el hecho de que sus periódicos nunca hayan sido neutros, ni siquiera equidistantes, lo que no impide la objetividad y la pluralidad. Es ya una tradición que el día antes de unas elecciones pida públicamente el voto a favor de un partido. Para entender esa toma de postura, nada mejor que una nueva lección, ofrecida por otro de sus grandes inspiradores. «Un periodista militante es un periodista que ha abdicado de la libertad de opinión —le explicó Indro Montanelli en una entrevista—. Allá cada periodista con sus ideas… pero lo que no puede es estar subordinado a un partido. No puede. No creo que un militante pueda ser un buen periodista… La propaganda es una profesión… pero “otra” profesión. En suma, concluía el sabio italiano, que «no se puede ejercer el periodismo teniendo en el bolsillo el carné de un partido». El hoy director de El Español nunca fue militante ni tuvo carnet alguno, pero jamás dejó de defender sus ideas. ¿Qué sería de un periódico sin línea editorial?
Todo el que haya trabajado con Ramírez sabrá de su obsesión, demostrada en interminables reuniones, por encontrar la palabra exacta que defina lo ocurrido, por elegir la imagen justa, por afinar el último pie de foto, por cuadrar los títulos contando obsesivamente matriz a matriz. Eso lo aprendió de otro gran maestro: José Luis Cebrián Boné, director de ABC entre 1975 y 1977. En este caso, las enseñanzas fueron mucho más terrenales, referidas al gris y árido trabajo de la edición, lo que en la profesión se llama carpintería. «No tuve muchos directores —se puede leer en sus memorias—, pero él fue con creces el que mejor me inició en el lenguaje explicativo de la prensa escrita y en el arte de titular». ¿Qué sería de un periódico sin una edición esmerada?
El capital humano
Se ha dicho que los periódicos dirigidos por Ramírez —Diario 16, El Mundo, El Español— son periódicos de autor. Un diario, como una orquesta, suena bien porque hasta el encargado de los platillos sabe que en su trabajo es decisivo. Pero un diario, como una orquesta, necesita un conductor —por utilizar el término inglés—, un líder, un director para que todos los sonidos concuerden de forma armónica. Lo tienen claro cuantos han trabajado con él y lo tiene claro él mismo. Hubo un intento en Diario 16 de controlarle a través de un codirector. Lo explica así: «Siempre pensé que en una redacción no cabía ni bicefalias ni liderazgos compartidos. La empresa marcaba la línea, pero a la hora de ejecutarla, a la hora de decidir la portada y orientar el editorial nuestro de cada día, el director, después de debatir con su equipo, debía tener la última palabra, como un monarca absoluto».
Esa idea la desarrollaría tiempo después, tras recoger el premio concedido por la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE). «Cuando se trata de hacer el periódico del día siguiente, el director es el rey», sentenciaba. Y parafraseando al revolucionario francés Saint-Just, a propósito de la monarquía, concluía: «No se reina impunemente, y menos si se trata de fastidiar a los poderosos y romper algunos moldes».
Es función de ese «monarca absoluto» animar, ilusionar, entusiasmar a quienes comparten destino con él. A Ramírez le gustan los discursos, y son muchos los que ha pronunciado en su extensa carrera. Pero la arenga que mejor concreta su espíritu es la pronunciada durante una cena homenaje, tras el despido de Diario 16, de sus ya antiguos periodistas. «Tenéis un legado que preservar… Sois una redacción respetada y admirada… El prestigio que os habéis ganado es el mérito de todos… Debéis continuar aplicando nuestra filosofía de que la información es algo innegociable y un buen periodista nunca debe pactar ni transigir ante las presiones de ningún tipo de poder».
Para explicar la importancia del equipo, para responder a la pregunta de cómo se entiende que El Mundo haya triunfado con exiguos recursos mientras otras cabeceras, con todo a su favor, se quedaban por el camino, el director recoge unas palabras de la tesis de Pedro García-Alonso Montoya sobre el periódico. «El factor humano juega un papel fundamental (…). Este medio conoce de sobra que su fuerza competitiva solo está (…) en la calidad de sus redactores y columnistas, en el arte de sus diseñadores y en la gestión empresarial de sus directivos (…). Para Unidad Editorial la rentabilidad no constituye un fin comercial prioritario, sino que solo sirve como un medio, ciertamente ineludible, para asegurar la independencia informativa ante la opinión pública y ante sus lectores».
¿Publicar o no publicar?
«Toda noticia de cuya veracidad y relevancia estemos convencidos será publicada, le incomode a quien le incomode». Este categórico compromiso se puede leer en el Manifiesto Fundacional de El Mundo. Pero no todo es tan sencillo. El ejercicio diario de la profesión enfrenta con frecuencia al director a dilemas complejos.
La disyuntiva «publicar o no publicar» se planteó en el vuelo de vuelta de un viaje a Santo Domingo. Ramírez y Carmen Gurruchaga, responsable entonces de la edición del País Vasco, volvían de un intento fallido de entrevistar al líder etarra Antxon. En el mismo vuelo viajaba Rafael Vera, número dos de Interior, con miembros de su equipo. Venían de lo mismo, lo que traducido a un titular suponía una gran exclusiva: «El Gobierno reanuda el diálogo con ETA». Vera ofreció al director convertirse en fuente permanente del Gobierno a cambio de que no se publicara la noticia. «Como solo teníamos un elemento tan circunstancial como su paso por la isla y nunca podríamos rebatir la versión de “escala técnica” —justifica el director su negociación— me pareció un trato ventajoso para los lectores y accedí (…). Durante dos años Vera cumplió».
Las publicación de las terroríficas fotos de los restos calcinados de Lasa y Zabala planteó otra decisión peliaguda. En este caso se trataba de publicar las imágenes de inmediato o guardarlas hasta un momento más oportuno. «Sentí —argumenta— que debía retrasar la divulgación de una exclusiva. Faltaban cuatro días para la boda de la infanta Elena». No era cuestión de restar protagonismo y amargar la primera boda real de la democracia, centrando el interés informativo en una cuestión que nada tenía que ver con el enlace cuando la opinión pública estaba acaparada por aquel acontecimiento que la mismísima Pilar Miró iba transmitir en directo por televisión a todo el país.
El «caso Filesa» sobre la financiación irregular del PSOE volvió a poner sobre la mesa la disyuntiva de publicar o no publicar, o mejor, cuándo publicar. La investigación, una bomba informativa, estaba lista para su publicación el viernes 23 de mayo de 1991, dos días antes de las elecciones municipales. «Eso me planteó un grave dilema —relata Ramírez—: por un lado los votantes tenían derecho a conocer a tiempo una información tan relevante; por el otro, salir con eso en esas fechas podría ser interpretado como un intento de manipular la recta final de la campaña (…). Tras darle muchas vueltas con el Directorio [equipo directivo], opté por esperar. El argumento definitivo fue que lo que se dirimía en las urnas era la gestión local y regional, mientras que las responsabilidades políticas que iban a derivarse de ese asunto tenían carácter nacional».
Ramírez desciende al detalle para explicar por qué sí, en este otro caso, se publicó la sentencia del juez Del Olmo sobre el 11-M, pese a estar bajo secreto de sumario. «Fue la decisión más controvertida desde la entrevista con la cúpula de ETA», aclara. Merece la pena la larga cita, porque en ella se condensan las argumentaciones ante un muy frecuente choque de dos derechos.
«La relevancia informativa, es decir, el interés de todo aquello para el público, era incuestionable —se lee en Palabra de director—, no solo porque concernía a la mayor masacre terrorista de la historia de España, sino porque ponía de relieve una escandalosa cadena de negligencias en los cuerpos de seguridad que contribuyeron a hacer posible el 11-M. El juez tenía derecho a imponer el secreto del sumario persiguiendo las filtraciones, pero nosotros teníamos derecho a publicar aquello sin revelar nuestras fuentes. Era un pulso equivalente al de los famosos papeles del Pentágono que el Tribunal Supremo dirimió a favor del New York Times y el Washington Post».
Finalmente, otro juez, Juan López Jiménez, dio la razón al periódico rechazando la demanda interpuesta por su colega Juan del Olmo. La negativa de admitir la demanda estaba «amparada en el derecho a guardar secreto en el ejercicio de la profesión periodística, sin olvido de la finalidad que le es propia, esto es, la correcta formación de la opinión pública». Y Ramírez concluye eufórico tras el histórico triunfo de la libertad de expresión: «Bendito artículo 20, bendita Constitución».
La cercanía de los poderosos
Al director se le ha acusado hasta la saciedad de coquetear con los poderosos. Que si los partidos de pádel con Aznar, que si la foto con Aznar y Rato en el balcón de Carabaña, que si su hilo directo con Zapatero. En Palabra de director explica con detalle cómo fueron esas relaciones. «Yo había estado cerca de Aznar —aclara— porque sentía que mi obligación como periodista era conocerle lo mejor posible… ¿Podría resistir esa amistad a su paso por el poder y mi ejercicio de la crítica?… Mi cercanía personal a Aznar me obligaba doblemente a dejar constancia inequívoca de mi opinión».
Pedro J. Ramírez defiende la proximidad, e incluso el «cortejo», a los políticos, pero matiza que eso nunca acaba en matrimonio. «Cuando alguien está en La Moncloa es imposible que haya una relación estable de amistad, porque el periodista tiene que cumplir su función».
El director diferencia entre el poder y la influencia. «El poder está en el Boletín Oficial del Estado», y añade que los periodistas nunca han tenido poder: «Hemos tenido influencia y debemos seguir teniéndola».
Incluso explica un caso concreto en que ese conocimiento de los políticos le fue de gran utilidad. Cuenta cómo el 11-M quitó la palabra «ETA» del principal titular del periódico. Aznar llamó a varios directores para asegurarles taxativamente que ETA era la autora del tremendo atentado. «Yo lo conocía mucho y, cuando le escuché, vi que no tenía elementos materiales y que estaba sumido en una especie de niebla (…). El conocerle me permitió no incurrir en el mismo error en el que cayeron otros periódicos. Pensé que no debíamos hacer esa atribución sin tener nada más que el convencimiento del Gobierno».
Otro de los grandes desafíos fueron las irregularidades del banquero Mario Conde al frente de Banesto. Ramírez mantenía una relación estrecha con Conde, muy defensor de El Mundo y de su director. ¿Cómo tratar una información comprometida para una de las personas que más habían apoyado el periódico? Lo explica Ramírez: «… Mi consigna fue clara: teníamos que ser los que más y mejor información diéramos sobre lo que se fuera descubriendo (…). Mi obsesión no era corresponder a quien nos había ayudado a fundar el periódico, a quien había sido una buena fuente de información y a quien nos había echado una mano en algún lance tan delicado como la crisis del verano anterior con el rey. Mi obsesión era ser ecuánimes».
En Palabra de director se recoge también lo que piensan los poderosos sobre la función del periodista y la del político. Estas opiniones de dos presidentes del Gobierno dan idea de lo alejadas que están unos y otros. Aznar se lo explica a Ramírez de esta forma tan chusca como reveladora: «El único polvo perfecto es el editorial. Escribes un artículo, como haces tú, lo publicas y ya está. En política, lo importante es llegar y luego durar…». Por su parte, Zapatero resume su idea de forma lacónica pero contundente: «El periodismo es política sin responsabilidad».
El director ha asegurado que la intención de sus memorias es ofrecer «un homenaje al periodismo». Falta le hacen al periodismo homenajes en forma de reflexiones, aunque no sean compartidas: nuevas ideas y propuestas para salir de esta encrucijada en la que se encuentra atrapado por la doble crisis económica y tecnológica, crisis que el propio Ramírez describió en una entrevista en su propio periódico: «Se hundieron las cuentas de resultados y el negocio ya no fue vender noticias a los lectores, sino vender lectores al poder. Para eso no servíamos los directores-periodistas, sino los gerentes». A los directores y a las redacciones les corresponde encontrar la forma de salir de ese atolladero. Nadie lo va a hacer por ellos. Ramírez ofrece en sus memorias muchas ideas, basadas en su propia experiencia, sobre la profesión, ideas que pueden resultar muy útiles en el presente. La principal, en mi opinión, es la necesidad de romper ese escepticismo reinante sobre la decisiva importancia del periodismo.
Palabra de director adjunto.
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