Otro veintinueve de diciembre, el de 1890, hace hoy ciento treinta y un años, el 7º, el más famoso de los regimientos de la caballería estadounidense, se dispone a vivir su más ignominiosa victoria. Aún están lejanos los días en que ya en los años 60 del siglo XX el western proindio, y la nueva sensibilidad hacia los nativos americanos de los jóvenes estadounidenses, habrán de poner en duda su sacrificio en la batalla de Little Big Horn (Montana) el 25 de julio de 1876. De modo que, en diciembre de 1890, esa hueste legendaria sigue siendo todo un mito. Porque allí, en Little Big Horn al mando del coronel George Armstrong Custer —el primero de sus más bravos comandantes—, el 7º se ha enfrentado hasta la muerte del último de sus jinetes a una coalición de cheyennes, arapajos y lakotas —los legendarios y no menos bravos sioux—, convirtiéndose al hacerlo en el regimiento destinado a ser la caballería por excelencia de Hollywood. Sí señor, sigue incólume la leyenda de la tropa de valientes que muere con las botas puestas en la película homónima, estrenada en 1941 por el gran Raoul Walsh y en los óleos de Frederic Remington y Charles Marion Rusell.
El gobierno estadounidense considera que este rito solivianta a los guerreros y, como en el Hollywood anterior al western proindio, manda al 7º a reprimirlos. Es así como se asistirá a toda una ironía del destino, el regimiento que ha hallado la gloria en la derrota de Custer, no obtendrá más que la ignominia en la victoria de Wounded Knee, la masacre de Wounded Knee, que comienza a fraguarse con las primeras luces del veintinueve de diciembre de 1890.
Big Foot, el jefe de los lakotas minneconjous que va a ver morir a su gente, es un hombre atemperado por la enfermedad. Sufre una tisis galopante que está acabando con él. No obstante, apenas sabe del asesinato de Toro Sentado, decide marchar, al frente de su tribu, en un carromato. Parte de Standing Rock hacia Pine Ridge (Dakota del Sur) a la espera de que los pastos vuelvan a crecer y con ellos regresen los guerreros que se ha llevado el combate. Todo ese misticismo de la Danza de los Espíritus es lo que apacigua a los últimos bravos. Imaginan que los espectros de Caballo Loco y Toro Sentado gravitan entre la nieve que cae. Creen que Nube Roja, el último de sus grandes jefes que aún vive, podrá protegerles.
Ya próximos a Porcupine Creek, en el atardecer del día 28, el 7º, esta vez al mando del mayor Samuel Whiteside, sale al paso de la penosa caravana de amerindios. En ella, los últimos valientes avanzan hacia el ignominioso confinamiento de la reserva confundidos entre las mujeres y los niños. Big Foot, al descubrir a los cuchillos largos, hace izar un trapo blanco en su carromato. Whiteside manda un emisario. Hablamos de John Shangreau, un explorador mestizo que comunica a Big Foot que el mayor tiene orden de desarmarlos y trasladarlos a un campamento de caballería levantado en el arroyo de Wounded Knee. Big Foot afirma que, ése precisamente, es su destino.
Shangreau, al volver junto al mayor, es capaz de convencerle de no desarmar a los lakotas con tan poca luz: “Si hace tal cosa, lo más probable es que se inicie una batalla. Y, si esto ocurre, dará muerte a todas esas mujeres y niños en tanto que los hombres se le escaparán”.
El mayor entra en razón. Como ya han caído las primeras sombras, Whiteside decide desarmar a los minneconjous con las primeras luces del día 29. De momento, en un gesto de buena voluntad, manda al cirujano del regimiento al carromato del jefe enfermo para que le alivie en lo que pueda y presta algunas tiendas de la tropa a los amerindios, algunos de cuyos tipis están tan desvencijados que no dan cobijo alguno. Cumple reconocer que, en un primer momento, hay cierta buena voluntad, no carente de conmiseración, para los derrotados sioux.
Pero esa buena voluntad viene a menos con el alba, cuando los minneconjous se despiertan rodeados por los jinetes del 7º y dos piezas de artillería. El coronel James W. Forsyth toma el mando del regimiento y ordena que empiece el desarme.
“Un estentóreo toque de clarín interrumpió el silencio del amanecer —habrá de recordar Wasumaza, uno de los guerreros de Big Foot, muchos años después, cuando tras sobrevivir a la masacre que se avecinaba cambió su nombre por el de Dewey Beard—. Vi cómo los soldados montaban a caballo para rodearnos. Después se anunció que todos los hombres debían reunirse para un consejo, tras lo que se avanzaría en dirección a la reserva de Pine Ridge. Big Foot fue sacado de la tienda y quedó postrado a la entrada. Los demás ancianos se sentaron en un círculo a su alrededor”.
Un instante después se les distribuyen unas galletas, a modo de desayuno, y Forsyth ordena proceder con el desarme. Sigue nevando y haciendo un frío insoportable cuando los soldados se muestran insatisfechos con el armamento incautado. De modo que entran en los tipis a por más. Se requisan hasta los machetes y las hachas que estos sioux usan para cazar y levantar sus tiendas. En ello están aún cuando dan con un Winchester de un joven minneconjou llamado Black Coyote, cuenta Dee Brown, un bibliotecario de Illinois, en Enterrad mi corazón en Wounded Knee (1973), una de las grandes crónicas del drama amerindio.
Black Coyote es un guerrero sordo, y en el forcejeo con el soldado que le quiere quitar el Winchester, suena un disparo. Esa detonación desata la matanza indiscriminada. “Quisimos correr —recordará Louise Weasel Bear—, pero nos abatían como al búfalo. Sé que algunos hombres blancos son buenos, pero los soldados, ciertamente, no; los guerreros indios, jamás harían lo mismo con niños blancos”.
“En mi huida seguí a los que me precedían —recordará Hakiktawin, otra muchacha lakota que habrá de sobrevivir al festín de sangre—. Mi abuelo, mi abuela y mi hermana fueron muertos cuando cruzamos la barranca. Yo recibí un balazo en la cadera y otro en la muñeca. No pude avanzar más y luego me apresó un soldado en pos de una niña que vino a refugiarse a mi lado”.
Cuando acaba la carnicería, Big Foot yace en la nieve, ya en su último trance. Ha visto morir a más de la mitad de su pueblo sin que los espíritus de los antepasados hayan ido a salvarle. Sobre el terreno se contabilizan ciento cincuenta cadáveres. Pero muchos se han arrastrado para expirar en soledad y exhalar el último aliento apartados de la matanza.
Hay fuentes que estiman que los muertos ascienden a trescientos, de los que cincuenta —doscientos según otro cómputo— serían mujeres y niños desarmados. A estos habría que sumar unos veinticinco jinetes del 7º, algunos de los cuales cayeron por disparos de los sioux, que aún no habían sido despojados de sus rifles. Otros por fuego amigo. Sus propios compañeros de armas, enajenados por el delirio de la carnicería, no supieron distinguir sus casacas azules entre la nieve y el fragor de la batalla.
Un veintinueve de diciembre como hoy, el 7º, si es que en verdad ganó la gloria en Little Big Horn —algunos historiadores de nuestros días lo ponen en duda—, la perdió con la execrable matanza de Wounded Knee.
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