La escena discurre a la luz de las velas, durante una tormenta, en el salón de un pequeño castillo de caza en Hungría. Dos viejos amigos, ex camaradas de armas que no se ven desde hace 41 años, sostienen un duelo de palabras íntimas acerca de una posible traición remota; uno de ellos esconde en un bolsillo una pistola belga. Estamos en los momentos culminantes de El último encuentro, y vale la pena releerlos y escuchar por boca de su protagonista la lucidez del propio Sándor Márai. “Uno construye lo que ocurre —dice allí el anfitrión—. Lo construye, lo invoca, no deja escapar lo que le tiene que ocurrir. Obra así incluso sabiendo o sintiendo desde el principio, desde el primer instante, que lo que hace es algo fatal. Es como si se mantuviera unido a su destino, como si se llamaran y se crearan mutuamente. No es cierto que la fatalidad llegue ciega a nuestra vida, no. La fatalidad entra por la puerta que nosotros mismos hemos abierto, invitándola a pasar”. El príncipe heredero de los Kirchner, en el momento de la verdad y sentado en esa banca convertida al amanecer en el banquillo de los acusados de la Historia, no ha podido sustraerse de aquella ley humana. Debía cumplir con algo en lo que internamente no creía. Era, para decirlo de alguna manera, un “revolucionario” en el cuerpo de un “demócrata” —aunque no es ninguna de las dos cosas—, y entonces mientras su cabeza le imponía defender el presupuesto de Martín Guzmán y el consecuente acuerdo con el Fondo —un ministro a quien sospecha de neoliberal, un dibujo que aun así implica concesiones restrictivas y una negociación que le parece humillante—, su corazón decía otra cosa; el cansancio, el temperamento y la inexperiencia hicieron el resto. Tiró del mantel y el oficialismo perdió su gran batalla política. Recordemos a Oscar Wilde: “Cuando un hombre hace algo completamente estúpido es siempre por los motivos más nobles”. La realidad, que para los kirchneristas es reaccionaria, le pedía que nadara río arriba contra su discurso y su naturaleza, y la anatomía de ese instante no solo desnuda la fatalidad construida por el propio Máximo Kirchner, sino que alcanza a su madre, a “los pibes para la liberación” y a toda la coalición que gobierna: un dios perverso les regaló hace dos años un triunfo electoral que en verdad no les convenía, porque inexorablemente los obligaba a regir una administración sin las condiciones excepcionales de la “década ganada” —basada en un feroz ajuste previo, y en el excepcional y ya acabado superciclo de la soja que les permitió repartir de manera irresponsable— y hacerse cargo ahora de una deuda que Cambiemos debió tomar para no hacer doler tanto y para financiar el desbarajuste producido precisamente por el señor Kicillof, que se había patinado las reservas y había vaciado todas las cajas, y había dejado un déficit descomunal y un Estado quebrado e inviable. Nada iba a volver a ser como antes, y era previsible que se verían compelidos a operar exactamente las medidas que tanto habían demonizado. Es decir, lo mismo que hizo Perón en 1952, cuando dijo: “Hay que crear un estado de conciencia popular de austeridad”. El camporismo fue concebido para esconder esa “defección” del General, repudiar esos conceptos “gorilas”, defender con uñas y dientes el significante político de la nueva izquierda peronista y no defeccionar jamás del populismo agonal, que puede sintetizarse en dividir a la sociedad, implantar una hegemonía y negar los dos verbos más repugnantes de la política: acordar y recortar. Como cavila aquel doliente personaje de Sándor Márai, los kirchneristas de paladar negro vieron el panorama en ciernes y presintieron con un repeluzno que se estaban embarcando en algo fatal. Estaban construyeron esta ratonera en la que se encuentran hoy atrapados. Pero pudo más la idea errónea de que con más consumo e impuestos a la “clase mierda” (sic) no iba a ser necesario aumentar tarifas, quitarle subsidios al transporte, licuar el gasto público ni ensuciarse las manos acordando con el “imperialismo”. Había, convengamos, algunos señuelos irresistibles: el delegado les aseguraba que no tendrían que mancharse la túnica del capital simbólico, y además volverían a apoderarse de los “fierros” del Estado y de los flujos y las poltronas; luego estaba la anhelada autoamnistía judicial. Era una gran tentación regresar tan pronto, aunque hoy algunos piensan seriamente que lo mejor hubiese sido otro turno de Macri, para que fuera él quien arreglara el entuerto y se cocinara en su propio caldo, y de ser posible, desembocara en una convulsión social y huyera en helicóptero antes de tiempo dejándoles las manos libres, utopía por la que militaron con ahínco y piedras desde el llano. Pero ese dios perverso, ya se sabe, suele castigar a los hombres cumpliéndoles los sueños. De modo que aquí están los guerreros irreductibles de la patria, devorados por el personaje que elaboraron y teniendo que “dar la patita” y “hacer el muertito”. En verdad, no es tan grave, muchachos; lo único que deben hacer es asumir con madurez lo que cualquier dirigente de cualquier gran fuerza política del mundo comprende: se gestiona en las buenas y también en las malas, y es por eso que no se promueve una religión irreducible alrededor de la pueril satanización del ajuste, porque tarde o temprano puede tocarte hacerlo. Fanatizaron tanto a su audiencia con esos espantapájaros, exageraron tanto la nota, que ahora temen su desencanto, la migración hacia el trotskismo y el mote de traidores. Este conflicto psicológico, esta obsesión de tribu, es el ancla que mantiene al barco del país inerte pero a los bandazos en medio del ciclón: no termina de zarpar y corre el riesgo de irse a pique.
Sintomáticamente, pocas horas después del boicot que el hijo de la monarca se hizo a sí mismo y, sobre todo, a la Casa Rosada, el “ideólogo” de La Cámpora salió a limpiarle a la tripulación ese mal sabor que le había quedado en la boca. Sugirió que quienes no comulgaban con el justicialismo se inscribían inexorablemente en el club de los viejos golpistas. No hablaba un militante en una unidad básica, sino el ministro de Interior, para quien los republicanos e independientes de distintas generaciones e ideologías siguen bombardeando eternamente la Plaza de Mayo. Somos penosos, compañeros, pero quiero consolarlos: los de enfrente son aún peores, su estirpe está hecha de las más aborrecibles dictaduras militares. Hay que mantener cohesionada a la tropa, insuflándole la venenosa idea de que los liberales de distinto pelaje, los socialdemócratas, los radicales, los desarrollistas, los votantes independientes, los librepensadores, incluso los peronistas republicanos permanecen indóciles porque son, directa o indirectamente, una lacra de cuartel. Con la misma mala fe se podría decir que Wado de Pedro es un Firmenich sin armas, y Aníbal Fernández, un López Rega sin brujerías, algo completamente ridículo, injusto e injuriante, ¿no? La forma de sacar a Máximo de aquel banquillo, donde invocó su propia fatalidad histórica, y también de borrar el daño que hizo su inconsciente, está pavimentada con esa clase de hipérboles y con el pérfido azuzar de otros resentimientos sociales, que son peligrosos aunque también suenan a clichés sobados. El kirchnerismo, parafraseando a Borges, adolece de penuria imaginativa, de gigantismo, de crasa inverosimilitud: “Desgraciadamente, la realidad carece de escrúpulos literarios; nada le falta, ni siquiera la más pura indigencia”.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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