Con el mismo enfoque cinematográfico y trazo personal con el que nos presentó a Coy (Ismael) en La carta esférica, el escritor Arturo Pérez-Reverte dirige nuestra mirada hacia dos hombres a punto de batirse en duelo y nos hace preguntarnos qué les ha llevado hasta allí. Contemplamos la escena, y nos metemos de lleno en esta fascinante aventura…
A pesar de que España atravesaba entonces un momento óptimo, con un buen rey que se rodeaba de ministros ilustrados, el peso de la fe, las tradiciones y el rechazo al cambio desequilibraron la balanza. Los malos siempre tuvieron demasiado poder y demasiados amigos. Faltaron más Hombres buenos, menos temerosos, capaces de defender las nuevas ideas que los herederos del Dios de Trento temían. Arturo Pérez-Reverte y su álter ego en la novela hacen un análisis fascinante de su tiempo, imaginando cómo hablarían los hombres ilustrados de aquellos años (Jovellanos, Feijoo…). Recorremos librerías, barrios bajos donde se gestaba la revolución de los sans culotte y también escenarios como el Café Procope, donde estaba la crème de la crème de París. El siglo en el que nos mete es el de un mundo a punto de estallar, el del París prerrevolucionario. Nuestros personajes van a conocer los ambientes y las personas que iban a protagonizar ese cambio. Su maestría narrativa hace que el lector esté viendo literalmente ese mundo y asistiendo a las tertulias donde se debatían las ideas que iban a cambiar el destino de todos. O de casi todos.
Pero antes había mencionado un duelo con el que arranca la novela, y es que en París los personajes van a encontrar, o más bien reencontrar, algo de sí mismos. Y no todos los tesoros están en los libros que buscan. Hay otras cosas por las que vale la pena batirse. Ese mismo duelo entre fe y progreso, que colisionaban en España, está presente aquí con los dos protagonistas, Molina y Zárate, el primero más conservador, el segundo más escéptico y más científico, nuestros dos hombres buenos, pero con una notable diferencia respecto a esa España: ambos viajan juntos. Fe y razón de la mano, un mismo objetivo. En algo nos puede recordar este viaje a la aventura de don Quijote y Sancho, solo que aquí yo veo a dos Sanchos elocuentes buscando un bien tangible. En mi opinión Zárate es el Alatriste de la novela. Eso sí, más parlanchín, con más suerte en la vida y, al igual que le sucediera al bailarín mundano de El tango de la Guardia Vieja en su último acto, parece rejuvenecer cuando entra en acción.
Como lectora disfruté lo indecible de este viaje por los viejos caminos de Europa para llegar a París, de posada en posada desde Aranda, Tolosa, Irún, hasta adentrarnos en Francia. Se percibe el traqueteo del carromato, el frío de las sencillas estancias, la comida de las hospederías. Con un punto de vista originalísimo, este maestro de la pluma mezcla presente con pasado, ficción con realidad, trayéndose a la novela a personas reales y conocidas, como el experto en Cervantes don Francisco Rico. Una aparición, por cierto, divertidísima.
Para mi gusto, el autor roza la genialidad en esos impagables diálogos entre los dos protagonistas, diálogos en los que no se trata de pisar argumentos, sino de ampliar miras. Amenísimas conversaciones mientras su amistad se va fraguando y consolidando, sin perder jamás el respeto mutuo y la inteligencia del saber estar. Una partida y regreso como la que emprendiera el hobbit de Tolkien, del que ambos regresarán sabiendo más de sí mismos. Charlas sosegadas, no exentas de humor sobre todo por la presencia impagable del guía de ambos por París, y uno de los personajes más originales de cuantos he conocido leyendo a Reverte: el abate Bringas, un estrafalario, brillante, fanático e ilustrado radical lleno de rencor y odio por no verse reconocido como un Voltaire o un Rousseau, que además está inspirado en un interesantísimo personaje real, el abate Marchena. En la novela, un guerrero que llevó a la guillotina a mucha gente durante el Terror, y luego acabó él mismo en el cadalso, junto a Robespierre. En su búsqueda de una primera edición de la Encyclopédie nuestros protagonistas conocen también a Madame Dancenis, Margot, inspirada en Teresa Cabarrús. Otra superviviente revertiana presa de esa lucidez propia de las mujeres que saben qué cartas les ha repartido la vida. Con ella conocemos lo que fue el mundo de las salonnières de París, mujeres cultas que organizaban reuniones distendidas con las personas más distinguidas de su tiempo para hablar de política, literatura o filosofía. El almirante don Pedro Zárate va a sentir por ella una auténtica fascinación, hasta el punto de que eso es lo que él se lleva de la capital francesa, más importante que el propio encargo encomendado por la RAE. Al cabo, él cumple con su deber, pero viajando con la melancolía de que la vida le haría perder las cosas más hermosas que iba a descubrir.
Siempre ha habido Hombres Buenos y siempre los habrá. Como dice don Arturo, no siempre van a ganar los malos, y yo añado que no todo van a ser horas grises en maizales. Eso ya llegará. Siempre llega. La cultura y el respeto del que hacen gala nuestros queridos protagonistas son valores que ensalza esta novela conciliadora. Este relato, que también es un homenaje a la RAE y a lo que ésta simboliza, logra transmitir lo mucho que el autor ha disfrutado componiendo la pieza. Homenaje también a la esperanza que aún se puede depositar en algunos seres humanos, buenos, íntegros y anónimos. La ausencia de rincones oscuros que, aunque traten de asomar a lo largo de toda la novela, no te llevan de cabeza a un cuadro de Brueghel, sino más bien encienden miradas cansadas, como la del almirante. Y sabemos que tras este breve espacio de calma algunos volverán a incendiarlo todo, pero, como reflexiona en un momento de la novela el autor-protagonista de esta historia: por lo menos aquellos hombres formidables lo intentaron. Y merece mucho la pena conocerlo. Y no olvidarlo.
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