Foto: (c) Susurro Sonora
Pienso en Josefina Báez mientras vuelo por la ciudad como un ave. Ella me hace imaginar cómo excavar el aire y hacer en él un hogar. Me detengo junto a la catedral. Una urraca reclama algo al viento, y el pavo real blanco se pasea principesco. Jóvenes y mayores toman café y dulces húngaros sobre el asfalto. Es Nueva York permeado de cultura de pandemia, breves hogares al aire. Más abajo me suspendo en el frío, a un palmo por encima del sillín. Hay algo muy familiar en las esquinas de Manhattan Valley. Aquí pasó algo. Es zona fronteriza, flotante, este valle entre el Upper West Side y Harlem, tierra de secretos intermundi donde se entrelazan iglesias, bares, tiendas, inglés, español, talleres, restaurantes, obreros, estudiantes, profesoras de Universidad de élite, bodeguitas caribeñas, talleres, edificios de apartamentos del siglo XIX y del siglo XXI dibujando calles elegantes, algunas desalmadas.
La conocí en la que fuera mi casita creada desde abajo y que ella me animó a abandonar frente a una taza de té. La creí por intuición, confiando instantáneamente en ella, en su capacidad de darnos —como he escrito en un poema— “una casa para las copas del alma”. Desde aquella tarde le sigo, casi sin querer, los pasos. Hoy hablamos de cómo han cambiado los barrios nuyorquinos y El Barrio (East Harlem), con su tradición independentista puertorriqueña, que es de lo poco que continúa, con su declamación, su activismo clamoroso frente a micrófonos para afirmarse desde una isla ocupada a otra. También de los cambios de Manhattan Valley, de su vida allí, de las señoras empameladas los domingos en procesión hacia la iglesia bautista, de la tienda de su hermano, de Central Park de Harlem… Aterrizamos en la esquina norte, donde cantaba deseante la urraca y yo recordé algo. Me dice JeiBi que justo allí estaba su casa de infancia y adolescencia nuyorquinas. Entonces, de nuevo, me maravilla la fortuna de coincidir en algo tan vital con esta directora de escenarios y de espíritus.
Josefina Báez es creadora, artesana de quehaceres diarios, y de algún modo siempre llega antes. Lleva más de treinta años dando cuerpo y nombre a las cosas que casi sabemos pero no llegamos a tocar. Hace más de veinte acuñó y encarnó un término para la lengua que nadie nombraba ni en Nueva York, ni en el Caribe. Dominicanish (2000) es el título de su primer libro publicado y el nombre del dialecto spanglish dominicanyork desde entonces. Pero también es mucho más que esto. Como lengua, dominicanish recoge el hablar dominicano en esta ciudad, sí, sus españoles peculiares, el inglés aprendido de los barrios inmigrantes, en los barrios negros y latinos, en la televisión, en casa y en la escuela. Es la lengua que le inspiraron las bodeguitas de la esquina, de barberos y peluqueras, de la ferretería, los anuncios escritos a mano, el spanish de la provincia isleña mezclado con la cadencia de Washington Heights. Pero dominicanish para Báez es también un modo de acercarse al arte, a los trances con el lenguaje, al proceso creativo, un modo de bregar con la vida. “No te olvides del -ish” —me dice— “el -ish de dominicanish es un becoming, un hacerse siempre, algo vivo; crece, se crea, es vertiginoso; está en Bliss, está en la Levente…”.
Sí: es y está. El -ish es algo urdido a través de su escritura y su performance, un hacerse constante. Se escucha en los apartamentos y pasillos del Ni e’, otro de los hogares imprecisos bordados por Báez. El Ni e’ es un edificio, o más bien una “isla-continente-edificio-apartamento” de alquiler de un barrio dominicanyork de ese “batey central llamado Manjatan.” El Ni é, que físicamente se refiere al perineo en español dominicano (ni lo uno ni lo otro del cuerpo humano), es el no-lugar de la migración, con sus frías ventiscas, sus calores repentinos, necesidades, excesos, crisis, giros y pasiones. Es el territorio en el que se mueven la protagonista y las vecinas de Levente no, Yolayorkdominicanyork (2011), el hilarante, conmovedor y complejo tercer libro publicado por Báez. Como versión de la Carmen de George Bizet que es, la joven protagonista, “la Kay”, vive entregada a la calle en sus varios modos, y narra con pelos y señales su vida diaria y la de las vecinas, a quienes llama “el Nié Think Tankers”, fuente inagotable de sabiduría popular y comentario. Allí pasa absolutamente de todo y pasa media ciudad para acostarse, comer, vender lotería o pelearse. Y todo lo que le tiene que pasar a su protagonista, desdoblada en muchas mujeres, le pasa. Pero a su final (quizá trágico) llegamos nutridas de la riqueza de las cocinas del Ni e’, de las ingeniosas y radicales sentencias de la Kay, de los ritmos y melodías del barrio dominicanyork. El Ni é siempre haciéndose, siempre complicado, siempre cotidiano, siempre en la briega, emanando vida.
Tanta que después de la Levente hay que hacer una pausa cercana a la muerte. Hay que respirar. Dormir. Descansar. Hay que abandonar el habla y volver al silencio. La complicación barroca desaparece el otro libro de esta trilogía destellante, Comrade, Bliss Ain’t Playing (2008). Pero de esta joya no voy a decir nada. Solo que en su delicado homenaje al silencio la maga y devota excava el aire con maestría. Y que nos vincula como ningún otro de sus libros. El -ish también allí. Y aquí, haciéndonos en la casa cambiante del silencio después de las palabras.
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