Jon Viar tenía ocho años cuando supo que su padre había formado parte de ETA y casi trece cuando usó su primera cámara de vídeo. No salió ileso de ninguno de los dos hallazgos, y se nota. Jon Viar no habla, ametralla. Tampoco filma, despelleja. Así lo demuestra en Traidores, un documental que cobra fuerza al cumplirse el décimo aniversario del cese de la actividad terrorista de la banda. A Viar no le bastan las imágenes, tampoco el lenguaje. A él lo recorre algo mayor, incluso anterior a sí mismo.
El cine lo salvó, o al menos eso dice él a sus 35, cuando presenta un documental que narra la historia del terrorismo vasco desde el testimonio del disidente histórico Iñaki Viar, su padre, quien presta su voz para narrar esta historia. La madre, reconocida reportera de prensa y televisión, testigo en primera línea de esos años de sangre y fuego, no quiso participar en esta cinta; su hermana tampoco. Todo en la familia de Jon Viar importa. Su abuela paterna fue «una señora del PNV de toda la vida», dice él. Su tatarabuelo, Nicolás Viar y Egusquiza, fue abogado de Sabino Arana y uno de los fundadores del partido. «Hostia», exclama Viar, acaso para dar énfasis a lo que ya lo tiene.
Jon Viar ha pasado más de media vida trabajando en el guion de Traidores. ¿Cuánto tiempo? ¿Veintidós, veinticinco años, acaso? El resultado es una pieza hermosa en su imperfección, potente en su vehemencia y universal en su angustia. Es la tragedia y el intento de la catarsis. La máscara propia y la del padre, una versión amplificada del antifaz, un arponazo, un Pequod familiar y nacional. Viar es una cosa y su contraria. Él es el combate.
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Nació en Bilbao, en 1985. Es el hermano mayor del matrimonio que formaron un médico psiquiatra y una reportera; pesquisidores ambos. «Yo era un niño de ocho años, vivía con un psicoanalista y una periodista». Viar muerde la hojuela de una patata. «En mi casa había cuatro mil libros, y con once años ya veía películas de Lubitsch y de Woody Allen. Evidentemente, no era un niño normal. Vivía en una burbuja pijo-progre, iba al Colegio Francés, que era lo que suponía vivir en Getxo, un mundo muy burgués en el que nunca encajé». Sin cumplir aún los quince había hecho versiones de La chaqueta metálica y El Padrino usando a sus compañeros de colegio como reparto.
Antes del cine le interesó el fútbol, ese estadio previo a la tribu, la primera decisión política. «Recuerdo que le pregunté a mi madre qué era esto de los euskaldunes y ella me soltó el típico discurso progre: «Son nacionalistas, y hay que respetar». Y yo le dije: «¿Puedo ser de Athletic y de la selección española?». Me contestó que sí. Entonces pensé: «Pues ya está, no me cuentes más».». De anecdótico el asunto tiene poco, forma parte del combate: ser una cosa y la contraria. «Yo sabía que mis abuelos paternos eran muy nacionalistas católicos del PNV, sobre todo mi abuela. El mayor disgusto se lo llevó cuando yo tenía tres años y mi padre le dijo que no iría a la ikastola, sino al Colegio Francés. Eso fue un cisma». Y lo fue.
En aquella España de finales de los años ochenta y comienzos de los noventa, ETA había matado a decenas de guardias civiles y perpetrado uno de sus atentados más sanguinarios: el del Hipercor de Barcelona. Aquel coche bomba mató a 21 personas. Fueron años de amargura para su padre, que vivía cada asesinato de ETA con ánimo sombrío. Todos en su entorno sufrían por aquellas muertes, cuenta Jon Viar, pero en el dolor del padre se desplegaba un poso aún más denso. A medida que avanzaba en su infancia, Jon Viar confeccionaba preguntas; a toda hora y de todo tipo. Hasta que un buen día, acaso exhausta de no tener respuestas, su madre le hizo saber las cosas tal y como habían ocurrido. “Tu padre fue de ETA…”.
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Traidores sintetiza la herencia, la familia y la tribu como legado, repudio y tragedia. La máscara y el acto de colocársela para contar lo ocurrido supone catarsis, la que se obtiene en el teatro clásico, y la que se arranca a martillazos en el psicoanálisis. Para el momento en el que Jon Viar comenzó a hacerse preguntas, la militancia de su padre había desaparecido entre juzgados, prisiones, una amnistía y una carrera en consultorios, pero la realidad del País Vasco de aquellos años se imponía como un disparo a la vuelta de la esquina. Un asunto que salpica y compromete. Un fogonazo que interpela.
A su casa acudían personas como Jon Juaristi o Santiago González. «Tenían un tipo de conversación que no era el que se mantenía fuera de casa; y todo de un modo muy natural. Entonces yo llevaba ya año y medio con la cámara. Eso fue en el año 2000», recuerda Jon Viar. «Entonces ETA había levantado la tregua. Comenzaron a matar de nuevo, y muchas de sus víctimas eran amigos de mis padres, como Fernando Buesa y Gregorio Ordóñez. Mi madre, al ser periodista, iba al parlamento vasco todas las semanas, así que era amiga de muchos de ellos».
En ese tiempo, en lugar de hacer remakes de películas o guiones de cine negro, Jon Viar empezó a dramatizar las acciones de un comando de etarras, una versión mostrenca e infantil del fuego que detonaba en las calles. Desde el año 1998, fecha de las imágenes que consiguió recuperar, este documental avanza como una jeringa. «También conseguí digitalizar muchas imágenes de mi familia de los años ochenta y cincuenta, de esa burguesía bilbaína, con los Toldos Bilbao Goyoaga, que pertenece a mi familia. Ahí se hizo la primera ikurriña. La familia es el tema de la película». Todas las historias familiares son historias políticas. «Hostia».
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—¿Qué fue lo que realmente lo sacudió: la noticia de que su padre había formado parte de ETA, o la violencia en sí?
—Ambas cosas… Tenía ocho años.
—¿Cree que lo familiar se vuelve público en este caso, o que el hecho político se mete en lo familiar?
—En mi caso, siendo hijo de un psicoanalista y de una periodista, no podía ser de otra manera. Al final mi padre aparece matando a sus padres, y yo estoy matándolo a él también.
—Él presta la voz para hacerlo.
—Sin mi padre no hay película.
Al comienzo, su padre no sabía que sería el protagonista. «Se lo expliqué como que iba a hablar con varios de ellos. Que iba a entrevistar a los que se consideraron traidores. Pero por supuesto que yo tenía muy claro que la película trataría sobre mi padre y que yo sería el narrador. La estructura de guion que tiene es una tragedia griega. Yo soy el coro de la tragedia, los estásimos, y luego están los actos de la tragedia, que son las intervenciones de los traidores».
Vuelve cada uno a colocarse la máscara en esta película. Lo hace Iñaki Viar al hablar del atentado fallido en la Bolsa de Bilbao y al describir en la cárcel dónde pretendían hacer un túnel para escapar. Lo hace Jon Juaristi, el primero en enunciar la muerte del padre según Kipling —el nacionalismo como versión de aquel «nuestros padres mintieron»—, o en el rictus de Mikel Azurmendi al recordar la votación organizada por Julen Madariaga para decidir si asesinaban o no a Patxi Iturrioz, dirigente enfrentado a la corriente más nacionalista etarra.
El documental crece, va a más, entre otras cosas porque Viar se cuenta desde la voz de un niño, probablemente la criatura que lleva dentro y que nunca paró de hacerse preguntas. «Hay un prólogo, que es en el que yo relato cómo me entero de lo de mi padre, y un epílogo, que es la disertación final en la que él habla de matar al padre. La gente lo ve muy personal, pero en realidad es una estructura muy clásica».
—Es una película que dura 22 años… dura lo que su biografía. ¿Qué hay aquí?
—Hay un acto de amor al padre, creo, espero…
—¿Cómo se puede dirimir lo individual y personal dentro de una tragedia colectiva?
—Nadie daba un duro por este proyecto porque decían que no se podía contar a la vez una historia personal y una política. Yo estaba convencido de que sí se podía mezclarlo todo. Al contar la historia de mi familia, necesariamente estaré contando la historia del País Vasco, lo que ocurre es que, en lugar de hacer un reportaje periodístico, voy a ser yo el narrador y esa es la diferencia con respecto a otros documentales sobre el tema. Decido ser yo el narrador y desnudarme, como en el psicoanálisis. Yo no le voy a contar al terapeuta lo maravilloso que soy, le voy a mostrar todas mis miserias y mezquindades. Si no, ¿para qué voy al psicoanalista?
—Está sacando a la luz las cosas que nadie quiere ver. ¿Es consciente?
—En el País Vasco no, nadie quiere verlas (guarda silencio y reemprende la charla). Mi padre es un personaje trágico y yo soy un personaje cómico. Eso lo tuve muy claro en el guion. Mi padre sigue absolutamente traumatizado y yo tengo lo mío…
La mesa está perdida de hojuelas rotas de patatas. Jon Viar mastica una más y dice, como si le hubiese sobrevenido una revelación: «Pero también hay cosas muy cómicas, pero es que la vida es así, hay momentos muy trágicos y otros muy cómicos, como en el neorrealismo italiano».
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A Jon Viar hay que atarlo corto para que no se desboque, pero es imposible. Echa a correr, él solito. «Hostia». La creación de un artefacto incómodo pasa por un lento y largo desolladero personal y político. «Yo digo públicamente que Bildu es un partido filonazi y que puede que sean legales, pero no son demócratas; que no puede imponerse el euskera en la administración pública para que la gente pueda trabajar… Cuando digo eso, y lo he dicho en el festival de cine de San Sebastián, la gente me mira, ni siquiera con odio, sino como si fuera un marciano», dice este hombre, como si acabara de descubrir el hielo. Hay sorpresa y desconcierto en su gesto.
«Se han hecho películas sobre las víctimas, sobre los abertzales, pero la complejidad de aquellos que habían estado en un comienzo no está contada. Toda la obsesión y la relación que he tenido con mi padre, de alguna manera, tenía que contarla, y de alguna manera sublimarla, era complicado», dice concentrado. Viar fue doctor en estudios literarios y teatrales a sus 32, hizo su tesis sobre Christopher Marlowe, se volcó sobre el gran mecanismo, que es un concepto marxista equiparable a la lucha por el poder. ¿Pero cuál? ¿El del padre? ¿El de la vida como aquella cosa que pasó o nos hicieron? No lo sabe él, y mucho menos quien lo escucha. Dar muerte al padre puede ser, también, un acto de amor. La plena y absoluta certeza de que nada prescribe. «Hostia».
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