Anota el escritor argentino Edgardo Cozarinsky, en la penúltima página de “Museo del chisme”, unas meditaciones muy significativas acerca de ciertos síntomas íntimos que aquejan a los autócratas. Cita para ello, en verdad, al gran polígrafo y caricaturista inglés Max Beerbohm: “Los miembros de la realeza, por no tener contacto alguno con las realidades de la vida, prolongan su infancia más allá de la edad infantil”. Esta observación vale también para caudillos vitalicios y nomenklaturas de partidos hegemónicos, y explica concretamente la fuerte desconexión que la oligarquía kirchnerista —nacida y criada dentro del Estado— suele tener con la vida real, sus consecuentes legislaciones fallidas, su orgullosa ignorancia acerca de la economía y la organización del mundo, su incansable combate contra el sentido común, su infantilismo ideológico y la alegre estudiantina “épica y patriótica” con la que se autocelebra. Beerbohm avanza específicamente sobre Jorge IV: “No toleraba que lo contradijesen, con una falta de dominio de sí mismo digna de un rey”. Similares cargos le hacen por lo bajo habituales interlocutores, incluso importantes funcionarios, a la talentosa monarca de la calle Juncal. Pero lo que Cozarinsky consigna a continuación es el episodio más notable de todos: en su juventud, Jorge IV “no había podido luchar contra las tropas napoleónicas porque su padre le había impedido que arriesgara la vida. En su vejez llegó a convencerse de que verdaderamente había dirigido una carga en Waterloo. Solía describir la escena como si realmente hubiese estado al frente de las tropas británicas y le pedía confirmación al Duque de Wellington: «¿No fue así, duque?». El viejo soldado, tironeado entre el respeto a su rey y el respeto a la verdad, respondía: «Así se lo he oído contar a menudo, majestad»».
Esa evocación de ilustres epopeyas manipuladas o apócrifas, que los mosqueteros más fieles deben convalidar en público y en privado, y que la reina Cristina se ha terminado creyendo de tanto recitarlas desde el atril, es una constante también entre el grueso de sus súbditos, que festejan correrías setentistas jamás sucedidas, abnegadas defensas de los derechos humanos que brillaron por su ausencia, y, con especial tesón, paraísos terrenales de la “década ganada” que son meramente mitológicos. El kirchnerismo es una forma de la literatura. Las mentiras sobre un desendeudamiento netamente imaginario, sobre un industrialismo virtuoso inexistente y sobre el falso impulso de una escuela pública eficaz (entregada en bandeja a monsieur Baradel) se combinan con hechos colosales sustraídos de la narración, como el déficit abismal, el vaciamiento de las cajas, la corrupción sistémica, el abuso de los servicios de inteligencia (fue la “década espiada”), la consagración de la inseguridad jurídica y la incapacidad crónica para generar empleo genuino y prosperidad creciente. La arquitecta egipcia ha inventado una “era dorada” y sus acólitos le creyeron. Gran escritora de conciencias, ella les ha dado lo más preciado de esta época: una identidad. Y ya sobre ese mullido somier de creencias muchos caciques y militantes kirchneristas se jactan entonces -acaso con la misma autoficción nostálgica y orgullosa de aquel viejo monarca- de haber logrado alguna vez la “felicidad del pueblo”: suministraron un elixir que los argentinos solo ocasionalmente bebimos, y que se nos “regalaba” desde el Estado para siempre. Ni era un obsequio, ni era sostenible en el tiempo: nos engañaron y lo pagamos carísimo. Lo seguimos pagando. Pero de esa rememoración fraudulenta de los sucesivos pasados, y principalmente de la última experiencia cristinista en el poder, depende en gran parte el “capital simbólico” de la Pasionaria del Calafate y de su príncipe heredero. El peso específico de este factor identitario, que el análisis político suele desdeñar, es enorme en la toma de las decisiones. A Mariano Spezzapria -articulista de este diario- se lo confesaron esta misma semana en las altas esferas del cuarto gobierno kirchnerista: “Cada uno de nosotros debe defender su significante político”. Esa es la consigna de la hora. Fernández va por el centro, Massa por derecha y los Kirchner por izquierda. A ella le preocupa el desencanto de su propia grey y la fuga del voto hacia las costas trotskistas, y sus desvelos tienen que ver con hacer encajar como sea la leyenda con la necesidad. Porque es presa de sus propias fantasías y demonizaciones, se encuentra débil -solo comanda una minoría intensa-, sabe que un arreglo con el Fondo y un ajuste se tornan ya inevitables, y se devana los sesos para que se concrete y aun así salvar su figura “emancipadora” del quemo.
Sólo bajo esta óptica pueden comprenderse algunos tramos de su última carta pública, donde replica con la pluma aquella misma táctica que ya había escenificado en modo presencial: en el cierre de campaña (estoy pero no hablo) y en la marcha de la plaza (apoyo pero no entro). La nueva misiva tiene por objeto avisar a los incautos que ha cedido desde el primer día la “lapicera” a su delegado, con lo que no se le deberían imputar los garrafales errores que éste ha cometido o cometerá, instigado frecuentemente por su jefa. Con mala fe o simple superficialidad, algunos editores podrían haber mordido el anzuelo y titulado: “Ante la inminencia de un naufragio, Cristina Kirchner abandona el timón de la coalición oficialista”. Las metáforas marítimas siguen siendo muy eficientes. Pero no se trataba de un “renunciamiento histórico”, aunque para su pulso actoral y su apetito de mitificación esas dos palabras quejumbrosas quizá resulten irresistibles, tanto como un precipicio sin fondo a un paisano con vértigo.
Su pronóstico es provisoriamente muy oscuro, y coloca toda la responsabilidad en una virtual entente entre el peronismo clásico y la oposición: sería ideal para el “relato” que ella pudiera abstenerse y permitir que esas dos fuerzas moderadas rubriquen el acuerdo necesario y carguen con la culpa de sus secuelas. Esto arreglaría la realidad y no perturbaría la fábula. El final de la epístola no deja tampoco de ser una advertencia pour la galerie; la doctora reproduce allí uno de los discursos más rocambolescos del Presidente: “Mi modelo siguen siendo San Martín, Güemes y Belgrano. Nunca esperen de mí que firme algo que arruine la vida del pueblo argentino, nunca, nunca. Y espero que me entiendan, porque si alguien espera que yo claudique ante los acreedores o que claudique ante un laboratorio, se equivoca. No lo voy a hacer. Antes me voy a mi casa”. Estas palabras revelan la edad infantil de su público; gobiernos progresistas del planeta tienen vínculos profesionales y frecuentes con el FMI y operan, cuando hace falta, recortes en el gasto público, sin suponer que eso es una traición a la patria o una claudicación abominable. Cualquiera sabe que son vicisitudes de la gobernabilidad y de la ondulante circunstancia económica. Pero aquí han cargado las tintas con batallas inexistentes y engordado ogros para fingir heroicidad, y ahora tienen que vérselas con sus propias criaturas. Hay que lanzar un rezo sanmartiniano, mentar a Güemes y Belgrano y citar todo el Billiken para zafarse de semejante trampa retórica. Han tomado decisiones gravísimas —la política exterior y también la sanitaria— para no contradecir esa historieta de niños. Que nos conduce fatalmente al fracaso. Max Beerbohm tenía razón: lo único que siempre está en su mejor momento es la mediocridad.
*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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