“En Creta hacíamos de las noches nuestros días, igual que si viviésemos en un eterno Ramadán.”
(Stanley Moss)
El avión despegó con suavidad del aeropuerto de Atenas. Miré por última vez el perfil lejano de la costa antes de que un mar de nubes inundara el paisaje, y con una sensación de desconsuelo me aferré al libro y comencé a leer. “Mal encuentro a la luz de la luna”. La traductora del mismo, la escritora y amiga de Paddy Dolores Payás, a la que había entrevistado un día antes de mi partida, me lo había regalado. “Te gustará”, me dijo. “Y tal vez después de leer la tremenda aventura de estos chicos fanfarrones y valientes aquella noche de luna en Creta, decidas convertir esa isla en tu próximo viaje literario”.
La historia de este encuentro a la luz de la luna, concebido a modo de diario y escrito en los ratos de escondites y huidas, es hoy sobradamente conocida: un grupo de miembros de la resistencia cretense, liderados por dos jóvenes oficiales británicos del Servicio de Operaciones Especiales, consiguieron secuestrar a un general del Tercer Reich en una Creta infestada de alemanes. Uno de esos oficiales era W. Stanley Moss, el autor del diario; el otro, Patrick Leigh Fermor, quien casi treinta años después publicaría su versión de los hechos bajo el elocuente epígrafe “Secuestrar a un general”. El libro de Wiliam “Billy” Stanley Moss se convertiría a su vez en una costosa película producida y dirigida por Michael Powell y Emeric Pressburger con Dirk Bogarde en el papel de Paddy.
Ambos se habían conocido en Tara, la decadente mansión que Moss había alquilado en El Cairo. Llena de oficiales en espera de una misión, mujeres, alcohol, tabaco y bencedrina, aquella casa fue el lugar donde se gestó la Operación Kreipe.
A Paddy la idea del secuestro le rondaba en la cabeza desde hacía semanas. Apoyado en el regazo desnudo de la exótica Denise Menasce, su novia cairota, fumando un cigarrillo tras otro, no podía dejar de darle vueltas a aquella idea. Tal vez el éxito de la misión que lo había traído hasta Egipto, la evacuación cretense del general italiano Angelo Carta, le impedía ver con objetividad los peligros reales de aquel plan. O era precisamente eso lo que le excitaba.
Leigh Fermor tenía veintinueve años, Moss sólo veintidós, pero ambos habían vivido un duro servicio en la guerra. Moss, un capitán de la Guardia de Coldstream, había sido destinado al norte de África, y tras las pérdidas en Tobruk luchó con el Octavo Ejército de Montgomery, persiguiendo a Rommel por el desierto, terminando la campaña en Chianti y Pantellaria. De regresó en El Cairo, se ofreció como voluntario para unirse a la Fuerza 133 del Ejecutivo de Operaciones Especiales (SOE), tan solo una semana antes de la victoriosa llegada de Paddy tras su primera misión en Creta.
La noche de la partida, el flemático Billy Moss preguntaba a Paddy, sentados ambos en el porche de la mansión cairota, bajo un hermoso cuarto de luna: “¿Por qué me has elegido precisamente a mí para acompañarte en la operación? Conoces a muchos por aquí, por ejemplo tu compañero Xan Fielding. Yo ni siquiera hablo griego”.
Paddy lo miró divertido por detrás del humo de su cigarrillo. “Xan es valiente, tiene experiencia en la guerra de guerrillas y confío en él como en mí mismo, pero es de tez oscura y cuerpo compacto, mientras que tú eres alto y rubio, de piel y ojos claros; un ejemplar casi ario.
Moss abrió mucho sus ojos azules. “¿Están insinuando…?”.
“Sí. Tú y yo vamos a ser, durante unas horas, dos soldados de las SS”.
Unos días después, tras varios accidentados intentos de salir de Egipto en medio de un temporal interminable, en la noche del 5 de febrero de 1944 las señales de fuego brillaban por fin allá abajo, en una estrecha meseta de Creta cuando Leigh Fermor se lanzaba en paracaídas desde un bombardero británico. Aquel era solo el comienzo de una primera racha de mala suerte. Las nubes se cerraron y Billy no pudo descender tras él. Pasarían dos meses hasta que volvieran a encontrarse en la costa sur de la isla, después de que Moss llegara desde Egipto en lancha motora.
Paddy, o Mihali, como lo llamaban los lugareños, había aprovechado aquellas semanas de espera para organizar un grupo de guerrilleros, mimetizándose casi por completo con ellos: había oscurecido con carbón su pelo y vestía calzones, pañuelo negro, chaleco bordado en tonos ocres y botines de agrietada piel de cabra, rizadas “a lo cretense” las guías de sus nuevos bigotes. Aquellos hombres constituían un grupo extraordinario: Xan «Aleko» Fielding, que se unió a ellos en cuanto pudo llegar a Creta, Yanni Tsangarakis, uno de los guías más valientes y de mayor confianza del viajero, el temible Manoli Paterakis, hermano de armas de Paddy, cuyo perfil de halcón peregrino le confería un aspecto inconfundible de vigía salvaje, y el joven George Psychoundakis (cariñosamente llamado «Changebug«), a quien la SOE utilizaba como corredor transportando mensajes por las montañas y que sería conocido como “The Cretan Runner” gracias al libro que escribiría años después, traducido por el propio Paddy al inglés.
La isla por donde este grupo de hombres tenía que moverse era la formidable Festung Kreta alemana, guarnecida por unos 50.000 soldados, aunque poblada en su inhóspita región interior por aldeas montañosas sin ley. El objetivo británico, al principio, había sido el sanguinario general Friedrich-Wilhelm Müller (que sería ejecutado por crímenes de guerra en 1947). Pero, sin previo aviso, éste había sido reemplazado por el general Kreipe, un veterano del frente oriental. Los guerrilleros quedaron un tanto desconcertados con el inesperado cambio, pero finalmente decidieron seguir con la operación, pues a efectos de propaganda se consideraba un premio igualmente válido.
Con un raro gesto de relajación en la obsesiva seguridad alemana, Kreipe era conducido sin escolta todas las noches a ocho kilómetros desde el cuartel general de su división hasta su residencia fortificada. En un cruce empinado de la carretera, Leigh Fermor, Moss y su banda seleccionada de andartes aguardaban después del anochecer hasta que la advertencia intermitente de un cómplice señaló la partida del automóvil. Cuando se acercaron los faros del Opel, los dos oficiales de la SOE, vestidos con los uniformes robados de cabos alemanes, lo señalaron con una porra de policía de tránsito.
Por un lado, Paddy saludó y pidió en alemán documentos de identidad, luego abrió la puerta y arrojó al general a punta de pistola. Por el otro, Moss, al ver que el chófer buscaba su revólver, lo noqueó y tomó su lugar al volante. Mientras tanto, los guerrilleros cretenses esposaron al general, lo metieron en la parte trasera del Opel y arrastraron al conductor a una zanja. Paddy se puso la gorra de general, tres andartes sujetaron a Kreipe a punta de cuchillo en el asiento trasero y Moss se alejó en la dirección que el enemigo menos esperaría: hacia la fortaleza alemana de Heraklion.
A lo largo de la carretera, y dentro de las murallas venecianas de la ciudad, el automóvil del general, con sus distintivos banderines en los guardabarros, pasó cruzando barreras elevadas y centinelas hieráticos con el brazo en alto. En las calles oscurecidas, el interior del coche era casi invisible. Moss atravesó veintidós puestos de control. De vez en cuando Paddy, con el rostro ensombrecido bajo la gorra de general, devolvía los saludos haciéndose pasar por éste. Luego, el coche salió por la puerta de Canea y se internaron en la noche.
En los dieciocho días que siguieron, la táctica de huida se fue alterando modificándose a las necesidades del momento. El Opel, siguiendo el plan, había sido abandonado cerca de una bahía lo suficientemente recóndita como para dar la impresión de que un submarino británico se había llevado al general. Preocupado porque los alemanes podían tomar represalias contra los cretenses, Paddy colocó una carta preparada en el asiento delantero:
Caballeros,
Su comandante de división, el general Kreipe, fue capturado hace poco por una fuerza de asalto BRITÁNICA bajo nuestro mando. Para cuando lea esto, tanto él como nosotros estaremos de camino a El Cairo […].
Debajo de la firma agregó una posdata: «Lamentamos mucho tener que dejar atrás este hermoso automóvil». Otros signos de la participación británica —colillas de cigarrillos de los jugadores, una boina de comando, una novela de Agatha Christie, un envoltorio de chocolate Cadbury— estaban esparcidos en el automóvil o cerca.
El general Kreipe era un hombre robusto, bastante aburrido, que caminaba penosamente con ellos sin ocultar su tristeza. No era un animal sádico como Müller, sino el decimotercer hijo de un pastor luterano cuya principal preocupación al principio del secuestro había sido la pérdida de su Cruz de Caballero. Caminaba con dificultad, arrastrando las botas por los salientes de los desfiladeros, abriendo desganados surcos en la espesa nieve. Tanto es así que el grupo decidió buscarle una mula, pero se cayó dos veces de su cabalgadura, pesadamente, fracturándose un brazo.
En un mapa, Creta no parece gran cosa, pero su orografía milenaria se eleva tan abruptamente que no tiene sentido medirla en millas: los isleños calculan las distancias en el tiempo que tardan en fumar cigarrillos. El grupo de guerrilleros y aquel general alemán recorrerían durante interminables días de escasa comida y tabaco racionado su escarpado espinazo, durmiendo en cuevas recónditas que ni las cabras del lugar conocían.
En las laderas nevadas del monte Ida, Fermor situó el incidente que más de treinta años después recrearía en su A Time of Gifts. Al contemplar la cima de la montaña al otro lado del valle, el general murmuró para sí el comienzo de una oda de Horacio en latín, unos versos que Leigh Fermor conocía y completó sin dejar de mirar la cima helada:
Fue muy extraño. Como si durante un largo momento la guerra hubiera dejado de existir. Ambos habíamos bebido en las mismas fuentes mucho antes, y las cosas fueron diferentes entre nosotros durante el resto de nuestro tiempo juntos.
Las tropas alemanas, movilizadas con eficacia a las pocas horas, estrechaban el cerco. Sin embargo, el grupo de Paddy, a veces guiado por las balizas de los andartes, logró atravesar el peligroso cordón, pudiendo alcanzar un refugio seguro en las aldeas del valle de Amari. Pasaron otros ocho días muy al oeste antes de que encontraran una playa sin defensas y pudieran contactar con un operador de radio y con el cuartel general de la SOE en El Cairo. Finalmente consiguieron comunicar, y desde allí se les prometió un barco para la noche siguiente. Una lancha a motor los aguardaba en la playa de Peristeres bajo la luz de la luna del 14 de mayo de 1944, donde finalmente se embarcaron hacia Egipto con euforia, tras despojarse de las botas y las armas, lamentando la ausencia de los camaradas que habían quedado atrás.
Poco después de su captura, en el camino más allá de Heraklion, el general Kreipe, con tono melancólico, le había preguntado a Paddy algo que él jamás olvidaría: «Dígame, Herr Major, ¿cuál es el objeto de esta maniobra de húsares?»
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En 1983, una atractiva periodista norteamericana viaja a Creta porque su periódico quiere que entreviste a un viejo héroe de guerra. Ella escribe esto:
“No es habitual enamorarse de un hombre de 83 años cuando tienes 37, pero Patrick Leigh Fermor no era el anciano de 83 años que esperaba encontrar […]. No me importaba mucho la escritura de viajes o las guerras y estaba un tanto desconcertada por la tarea. Me imaginé a mí misma teniendo que cuidar a un anciano encantador y tratando de sacarle algunas historias polvorientas. Yo no podía saber… Dos días después, había bebido más en aquellas 48 horas que en los 20 años anteriores, y creo que pasé gran parte de nuestra encantadora, aunque inconclusa entrevista durmiendo en el banco de madera de una taberna bajo la chaqueta de Paddy. Luego me encontré tropezando por una ladera de Creta con el «querido viejo» delante de mí, saltando de roca en roca, mientras me contaba historias sobre la mitología griega, Dylan Thomas y Lady Diana Cooper. ¿La conocía yo? No. “Absolutamente encantadora. Y mira esta flor de aquí, hay algo fascinante en su nombre. ¿Has estado alguna vez en Constantinopla? No, yo… «Debes de tener mucha hambre». Sí, yo… «Bueno, en la guerra solíamos comer hierba y caracoles, y lo asombroso es…». Etcétera.”
Paddy era así, claro. Exactamente como uno lo imagina, tratando de mantener vivo para sí mismo antes que para los demás algo de la esencia de aquel muchacho aventurero que secuestró al general. Tal vez, al cubrir con su vieja chaqueta de lana inglesa a la chica dormida sobre la mesa del bar entre vasos vacíos de Tsikouda, en el gesto trabajoso de inclinarse y tomar por fin asiento se permitiera una mueca clandestina de dolor, un gesto de viejo cansado que se derrumba en una silla cuando nadie lo mira, anegado por pensamientos oscuros, de esos que se cuelan a traición en los recuerdos más amargos de los hombres valientes. ¿Realmente aquel secuestro tuvo valor? Tal vez el sacrificio habría valido la pena en el negro invierno de 1941, cuando las cosas iban mal. El resultado de llevarlo a cabo en 1944, cuando todos sabían que la victoria era sólo cuestión de meses difícilmente justificaba el costo, que había sido elevado. Unos tres meses y medio después de aquello, Müller “El Carnicero” había regresado a Creta ordenando la DESTRUCCIÓN COMPLETA y la ejecución de todos los varones de Anogia que se encontraran dentro del pueblo y sus alrededores a una distancia de un kilómetro. Nueve días más tarde las aldeas de Amari sufrieron la misma suerte, con 164 ejecutados. El periódico griego Paratiritis, un órgano de propaganda alemán, citó su apoyo al secuestro de Kreipe como la razón.
Tal vez habría ocurrido de todos modos. Tal vez aquella matanza, hecha en la furia desesperada de un ejército que se sabía derrotado, acorralado por las fuerzas aliadas que se aproximaban, era tan inevitable como el accidente que le costó la vida al pobre Akoumianakis cuando a Paddy se le disparó el rifle e hirió de muerte a su amigo. Una venganza de sangre que con el tiempo le fue perdonada.
A veces Paddy se preguntaba, asombrado, cómo es que no había muerto mucho antes. En Jamaica, por ejemplo, envuelto en aquella extraña espiral de negrura triste y alcoholizada que mató a su amigo Billy Moss; o dentro de su viejo Peugeot, cuando los griegos más radicales, creyéndole un espía, colocaron una bomba lapa que lo hizo estallar por los aires en la puerta de su casa de Kardamyli.
Pero no le tocaba morir, y aquí seguía, más vivo que nunca, con una chica guapa dormida junto a él en una taberna de Creta. Ella abrió entonces los ojos y le sonrió de una manera singular, inconfundible, que Paddy había visto muchas veces. Le apartó con cuidado un mechón caído sobre el rostro, y ella, con dulzura, apoyó la cabeza en su hombro. ¿Cómo va un hombre, por envejecer, a perder su biografía?
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Capítulo I: Atenas. Una habitación con vistas
Capítulo II: Tabernas, amigos y una princesa
Capítulo III: Atenas era una fiesta
Capítulo IV: El canal de Corinto y la muerte de Lord Byron
Capítulo V: Historia de unas pantuflas por el camino de Teseo
Capítulo VI: ¡Galatas, Lemonodassos!
Capítulo VII: El equipaje del viajero y la isla de Hydra
Capítulo VIII: Hydra de ida y vuelta
Capítulo IX: Epidauro (Primera Parte): Salvando a un príncipe
Capítulo X: Epidauro (Segunda Parte): Un drama en varios actos
Capítulo XI: Micenas, Michalis y Agamenón
Capítulo XII: Una peluquería en Esparta
Capítulo XIII: Hacia Mani: Infierno y Paraíso
Capítulo XIV: Una casa entre los juncos (Primera parte)
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