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Cabrones con el padre - Zenda
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Cabrones con el padre

Miguel Munárriz me sugiere unas líneas sobre el artículo que Miguel Barrero acaba de escribir sobre El desencanto. El artículo es excelente, estupendamente informado y poco tengo que añadir, como no sean algunas notas curiosas para engordar el anecdotario de esta película tan rara. Es verdad que nunca hubo guion, pero con Felicidad, y sobre...

Miguel Munárriz me sugiere unas líneas sobre el artículo que Miguel Barrero acaba de escribir sobre El desencanto. El artículo es excelente, estupendamente informado y poco tengo que añadir, como no sean algunas notas curiosas para engordar el anecdotario de esta película tan rara.

Es verdad que nunca hubo guion, pero con Felicidad, y sobre todo con Leopoldo María, grabé horas y horas de conversación en cinta magnetofónica, de esas que después no se escuchan jamás. Con Leopoldo María era más difícil: estaba por aquel entonces entusiasmado con Lacan, así que para hacerme amigo intenté leerme El anti Edipo pero tuve que abandonarlo a las pocas páginas. “Claro”, dijo con su voz aguardentosa aquel ser especialísimo, una de las personas más inteligentes que he conocido, y se sacó del bolsillo un bien sobado opúsculo titulado Para entender a Lacan.

"Hay que ver lo que ha disfrutado el personal afirmando que los Panero son unos monstruos y yo un canalla aprovechado."

Creo que esto sitúa perfectamente la posición de Leopoldo María en la película. Su intervención consiste principalmente en citas y boutades, eso sí, todas maravillosamente oportunas. Hasta que llega el momento del ataque a la madre en el jardín del Instituto Italiano, del que nunca se había hablado previamente y que ninguno esperábamos. Se dice siempre que la película es un ataque a la figura paterna, pero creo que el ataque a Felicidad es más fuerte todavía y neutraliza esa famosa —y razonable— crítica “Uno no habla mal de su padre, y menos si está muerto” porque ella estaba vivita y coleando cuando recibe las andanadas de sus hijos: el ataque de Leopoldo María y, sobre todo, la traición de Michi, que hasta ese momento de la película se había mostrado como su más cariñoso cómplice. Lo cual me hace sospechar que si hubiese estado vivo Leopoldo Padre, la película no hubiera sido muy distinta.

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Y en efecto, como acertadamente dice el artículo de Barrero, el McGuffin es la estatua del poeta —tan horrorosa que no descubrí hasta mucho más tarde que ocultarla tenía sus propios valores expresivos— porque sobre la marcha su visión ofendía mi sensibilidad estética y seguramente la de muchos espectadores. (De hecho ha sido trasladada con nocturnidad y alevosía de su céntrico lugar junto al Palacio Episcopal al jardín de Casa Panero, donde, al igual que el resto del edificio y muchos de nosotros, se está cayendo de vieja). Pero ocultar la estatua daba una idea del Ausente, y como ese era precisamente el término que durante el franquismo se empleaba para referirse a José Antonio Primo de Rivera, había allí una curiosa justicia poética.

De todas maneras —y esto no lo he visto mencionado jamás— terminé la película con el epitafio que Leopoldo Padre se escribió a sí mismo. Y que empieza:

“Ha muerto
acribillado por los besos de sus hijos
absuelto por los ojos más dulcemente azules…”

Si esto no es una ironía sobre la película misma y su primera lectura que venga Brecht y lo vea. Y eso, pensaba yo, me absolvía de cierto malestar, pues dejaba muy claro que Leopoldo Padre —que me daba un poco de pena— no se podía defender. Pero un escándalo justificado —o explicado— es menos escándalo, y hay que ver lo que ha disfrutado el personal afirmando que los Panero son unos monstruos y yo un canalla aprovechado.

"Ignoro si Michi cambió de opinión sobre la película al final de su vida. Al fin y al cabo, ya lo había hecho numerosas veces."

Luego las cosas han ido cambiando. Hace unos años nos hicieron un homenaje a Elías Querejeta y a mí en la ciudad de Astorga, y allí unas señoras simpatiquísimas nos dijeron que la película en su momento les había molestado horrores pero que ahora les parecía preciosa y que, de todos modos, Astorga, sin la película, no era Astorga ni era nada.

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Y es verdad que solo muy vagamente intuía yo que la película podía ser entendida más allá de la historia concreta de los Panero, y mi sorpresa fue enorme cuando en sitios tan sesudos como Cuadernos para el Diálogo empezaron a hablar de ella. Sobre todo porque las críticas habían sido malas, excepto en el Penthouse (1) español. Como en muchas ciudades nunca se estrenó se organizaron algunos pases en provincias; en Granada, por ejemplo, donde un público indignado abandonó sus butacas dispuesto a lincharme y solo cuando un pobre espectador osó decir: “pues a mí me ha gustado” se volvieron contra él como un solo hombre y pude escapar ileso por la escalera de incendios.

Ignoro si Michi cambió de opinión sobre la película al final de su vida. Al fin y al cabo, ya lo había hecho numerosas veces. Solía expresar sus opiniones a favor o en contra con brutal sinceridad; y si venía a cuento, con conmovedora nobleza. Su muerte me provocó una tristeza enorme. La última vez que hablé con él me aseguró que era la única persona que le había cogido el teléfono en los últimos meses. No era verdad, pero el sentimiento de fondo probablemente sí lo era.

(1) El Penthouse era una revista de señoritas desnudas con patente norteamericana, una especie de “Playboy” de segunda

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Jaime Chavarri

Director de cine, guionista, director artístico y actor. Su colaboración con el productor Elías Querejeta dio lugar a la parte más reconocida de su producción, que incluye documental rompedor y cáustico sobre la familia del poeta Leopoldo Panero, El desencanto (1976), una reflexión acerca de la decadencia y el paso del tiempo, A un dios desconocido, y una excelente y desconcertante película, Dedicatoria, en la que el protagonista encarna a un periodista que ha de entrevistar a un preso.

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