Me asusté enseguida cuando leí que la gente pedía a sus gobernantes más bibliotecas. Sucedió en Madrid, al hilo de los “presupuestos participativos” que el alcaide Almeida ha retomado de su predecesora, la alcaldesa Carmena. Consisten, estos presupuestos, en decirle a la gente que puede decidir cosas en su ciudad, y anotarlas y luego hacerlas o no. En esa disyuntiva (“o”) se cifra la ilusión de la democracia.
Dejando de lado pedir árboles, pedir bancos y pedir carriles bici, pedir bibliotecas me ofendió profundamente. Imaginé que estábamos ante una nueva derivada de la encuesta sobre sexo que hacía Durex, donde todo el mundo afirmaba falsedades que sabía socialmente aseadas. Si te preguntan cuántas veces tienes sexo a la semana, así tengas 56 años y seas viuda, dirás que 3; y dirás 3, como mínimo, seas hombres o mujer, tengas 18 o 34 años, y hayas comprado preservativos Durex ayer o hace dos años, y se te hayan caducado. Si te preguntan si lees, sí, lees mucho; y dónde compra los libros, en librerías pequeñas. Y qué ve en la tele, documentales de La 2. Y si te preguntan qué quieres para tu ciudad, dirás árboles, nunca policías; dirás bancos, nunca papeleras; dirás carriles bici, y no plazas para aparcar (aunque todas estas segundas opciones estén más en tu cabeza a diario que todas aquellas primeras opciones), y dirás quizá bibliotecas porque decir museos ya es un poco exagerado. Sí, bibliotecas, leer, libros populares. Suena bien.
Sin embargo, antes de ponerme con este artículo he tenido a bien pinchar en la noticia de Eldiario.es, cuyo titular incluye la palabra “bibliotecas” porque 400 personas han votado a favor de una biblioteca en Mar de Cristal. Entiendo entonces que porque para Mar de Cristal cuatrocientas personas (no necesariamente residentes en la zona) quieren una biblioteca, me han asustado afirmando que el pueblo de Madrid (3,2 millones de personas) quiere bibliotecas, muchas.
Bien, ya hay muchas bibliotecas en Madrid. Yo frecuento o frecuentaba cinco: la José Hierro en Usera, la Ana María Matute en Marqués de Vadillo, la Pedro Salinas en Puerta de Toledo, la Pío Baroja en Acacias y la Iván de Vargas en La Latina. A todas voy (iba) porque, de alguna manera, me pillaban de paso, ya fuera por gestiones familiares o encuentros con amigos, ya por estar ubicadas de camino hacia el centro de la ciudad, amén de que una esté a cinco minutos de mi casa, como es lógico.
En mis tiempos mozos, también intelectualmente, era capaz de irme a la biblioteca más recóndita de la ciudad (pongamos, la de Fuencarral) sólo porque allí estaba el único ejemplar de un libro que me apetecía leer. Iba hasta allí, lo tomaba en préstamo, y antes de haber recorrido dos estaciones de Metro de vuelta a mi casa en Usera, ya sabía que no iba a leer ese libro, pues dos paradas de Metro habían bastado para darme cuenta de que no me interesaba. Por tanto, pasados unos días, pero no más de treinta, habría de volver a gastar una hora de mi tiempo en devolver a la otra punta de la ciudad ese libro que no me había servido para nada. Y estaba bien ese viaje de la nada a la nada, si hacía que se pasearan los libros.
El caso, en fin, es que llevo décadas como usuario número 1 de las bibliotecas de Madrid, y aparte de haber paseado por la ciudad unos cinco mil libros de los que en ellas se guardan (y haber leído apenas un tercio, no nos flipemos), he tenido ocasión de ver qué uso le da el madrileño a su fabulosa red de bibliotecas públicas. Es un uso muy alarmante.
En una biblioteca sita por Diego de León, que acabo de mirar que es justamente la que rebautizaron como David Gistau, y a la que fui en comisión de servicio por un libro cualquiera, pregunté, dado que era mi primera vez allí, dónde estaban las novelas, pues la biblioteca era un laberinto y un presidio, un lío total para manejarse por sus plantas y recovecos, y los chavales de unos 17 años a los que pregunté me dijeron que no lo sabían. Esto fue hace quince años o más, y fue también la primera vez que me di cuenta de la cantidad de gente que no sabe que en las bibliotecas hay libros.
Su uso masivo sólo es tal en época de exámenes, cuando los puestos, las sillas, se disputan como escaños del Congreso, y la gente se enfada si un ordenador o una mochila guardan un asiento durante más de veinte minutos, durante las dos horas que le lleva a un estudiante charlar con otro estudiante en el bar de enfrente de la biblioteca. Fuera de esta función estrictamente subsidiaria (dar habitación propia a gentes que no la tienen o no la tienen tan buena o que, teniéndola, la desprecian en favor del lugar público donde no vigilan los padres sino chicas y chicos de tu edad, no poco agraciados tal vez), a las bibliotecas acude un puñado ridículo, por escaso, de personas, yo entre ellas. De esto hay datos porcentuales en algún sitio, que obviamente me traen sin cuidado aunque me den la razón. La biblioteca, un lugar donde hay del orden de veinte o treinta mil libros gratis, perfectamente disponibles, perfectamente nuevos tanto en su condición material como en su atractivo modal (la “novedad”), no recibe, de facto, ni la visita de los pocos que leen en España, que prefieren comprarse los libros y, supongo, acabárselos amargamente, dado que han pagado por ellos. Todo antes que ir a la biblioteca y probar decenas de libros que no es necesario terminar, porque los libros de la biblioteca no se terminan nunca y, al cabo, dejando no pocos a la mitad, encuentras uno extraordinario.
A pesar de la poesía que seguirá falsificando la situación real de estos centros, le veo muy poco futuro a las bibliotecas. Normalmente ya es fácil encontrar en ellas más bibliotecarios detrás de los mostradores que usuarios entre los anaqueles, a nada que no haya un examen al día siguiente en alguna parte. En las zonas para niños no hay niños, a veces los míos, y los cuatro trabajadores del centro que vigilan a mis hijos los vigilan tanto (les piden silencio en un espacio completamente vacío; silencio para que ellos puedan seguir comprando en Amazon o jugando a videojuegos desde sus cómodas mesas sin tarea ni labor alguna; silencio una vez, dos veces, tres veces) que ya he dejado de llevarlos. Sumen a eso que he descubierto eBiblio, y que ahora me saco los libros desde casa por Internet, en formato digital. Incluso los libros que les leo a mis hijos, con dibujitos, los saco en formato digital sin salir de casa.
La biblioteca, predigo, será al cabo un espacio sin libros que se llamará biblioteca por defecto, pereza o nostalgia, y que servirá, sí, como lugar de estudio o reunión o impartición de talleres. Miles de bibliotecarios serán despedidos o sus puestos de trabajo se eliminarán, como es obvio. Y el único motivo de que esto vaya a suceder es, precisamente, que los madrileños no piden bibliotecas, no quieren bibliotecas y no saben dónde están ni cuántas hay, dado que, en rigor, no van nunca a la biblioteca.
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