Si yo paseo por un bosque y veo dos árboles, mi deber sería decir que lo que veo son dos árboles. Usted ve, en efecto, dos árboles. Pero yo veo el hueco que hay entre los dos árboles, y paso.
(Gonzalo Suárez, Trece veces trece, 1964)
Como Gonzalo Suárez, Carlos López-Otín, bioquímico y biólogo, investigador y profesor, ve el hueco entre los dos árboles y pasa. Así, gracias a su tenacidad, su compromiso y su inteligencia la ciencia avanza. Después de juntarnos para charlar en Zenda sobre sus dos libros anteriores (La vida en cuatro letras y El sueño del tiempo, ambos publicados en la editorial Paidós), nos citamos en un hotel de Madrid para presentar Egoístas, inmortales y viajeras (Paidós). Trata López-Otín esta vez de poner cerco a lo que sabemos sobre el cáncer: para ello usa ciencia, literatura, historia o sociología y sale indemne. De nuevo. Me gustaría celebrar con él este libro conmovedor, amplio, astuto y necesario. Los beneficios de su venta —creo importante señalarlo— irán a la Asociación Española Contra el Cáncer (AECC).
—Es un libro sobre la vida. Según un proverbio latino, lo primero que hicieron los dioses en el mundo fue crear el miedo: “primus in orbe deos fecit timor”. Miedo, temor, timor en latín. Y sí, timor y tumor son palabras que se parecen mucho, pero Egoístas, inmortales y viajeras trata sobre todo de la vida. Por eso, este viaje a través de tres libros, desde la vida hasta la vulnerabilidad, acaba de nuevo en la vida. Es un viaje circular. Este libro forma parte de una trilogía, pero sus componentes no son piezas separadas, fluyen los tres en conjunto. Y sí, también tienes razón cuando señalas que en cada uno de ellos se cuentan muchas cosas, pero todas acaban convergiendo en el asombro por la vida.
—¿Y el miedo? ¿Miedo a qué? ¿Por qué es tan importante el miedo?
—El cáncer es la enfermedad que nos hace sentir más vulnerables, pese a que hay otras mucho peores porque en la actualidad son todavía incurables. Sin embargo, se nos olvida que, hoy, más de la mitad de los pacientes con tumores malignos se curan. ¡Más de la mitad! Es más probable sobrevivir al cáncer que sucumbir a él. Este hecho genera una sensación muy fuerte y muy estimulante. Entonces me pregunto por qué esta enfermedad genera tanto miedo, y creo que respondería que en buena parte es por las metáforas que ha generado el cáncer desde que se empezó a escribir su larga biografía. Las metáforas se han acumulado sobre esta enfermedad más que sobre ninguna otra, algo de lo que Susan Sontag ya escribió hace muchos años con notable brillantez. La mayoría de los tumores nos vienen de dentro y sin avisar. ¿Y qué nos pasa cuando viene algo de dentro? Que lo sentimos como algo inesperado y muy desconocido, y todos solemos tener miedo a lo misterioso. ¿Pero qué más hay? El hecho tan singular de que tememos al propio tratamiento. Esto llama mucho la atención, porque normalmente se interpreta el tratamiento como alivio, pero la quimioterapia o la radioterapia se perciben como algo que provoca extraordinario sufrimiento. Y tenemos miedo al dolor, al dolor de la propia enfermedad y a las terapias, y miedo a no saber qué hemos hecho mal para que el cáncer haya venido a nuestro encuentro, y por fin, miedo también a que tal vez esta enfermedad nos cueste la vida.
—Habla en el libro de «la densidad del miedo». Es una imagen casi de ciencia ficción en la que usted va andando por la calle y nota la densidad del miedo: una de cada dos personas tendrá cáncer. Esa es.
—Ahora, una de cada tres. Pero como el libro mira al futuro, sabemos que pronto en varones será uno de cada dos. Si estamos aquí sentados tú y yo, sabemos que uno de los dos acabará teniendo un tumor maligno al final de su vida o antes. Ojalá sea en la edad tardía, pero va a ocurrir. Y vas por la calle caminando, te encuentras dos personas y sabes que alguna de las dos tendrá cáncer, no les dices nada y sigues caminando. El libro está lleno de imágenes de este tipo. Soy un observador curioso del mundo y de la vida, y por ende también de la densidad del miedo, y de los censos de la enfermedad y de la malignidad. Si elaboramos el catálogo de los males del mundo, el cáncer hay que escribirlo con mayúsculas. Seis letras. Dos sílabas y mucho miedo.
—Metáforas y metamorfosis…
—Así es. En otros capítulos tomo la personalidad de un dinosaurio o de una neurona, una de los cien mil millones que tenemos en el cerebro, tantas como estrellas en la Vía Láctea. Eso significa que todos portamos la galaxia entera en nuestro pequeño cerebro, un gran tesoro. En el libro una célula se toma la molestia de preguntarse por qué se está transformando: «¿Qué me está pasando?». Curiosamente, tuve que escribir un pequeño preámbulo al capítulo para que no sucediera de nuevo lo que les ocurrió a los primeros lectores del manuscrito, que pensaron que era yo mismo el que se estaba transformando, y ya no me interesaba practicar el altruismo, quería ser egoísta e inmortal, y viajar a otros sitios, conocer otros territorios, dejar de obedecer las normas sociales, y abandonar el orden para penetrar en el caos. Ese es el ejercicio del escritor: contar lo personal y mezclarlo con la ficción, construir metáforas o experimentar metamorfosis para entender mejor el mundo y la vida.
—Usted afronta los libros como científico, digamos, divulgador, pero sobre todo como escritor. Busca la narrativa, la metáfora, el cuento o la metarreferencia. Y hablando de «meta», otra palabra muy importante en el libro: «metástasis». Lo asombroso es que usted consigue la metástasis de su libro con diversos géneros, diversos campos del arte.
—Es fruto de la exploración, la infinita curiosidad. Las claves de esa exploración están dirigidas por los mismos principios que sigue la especie humana cuando quiere llegar a otro lugar. Las células viajeras usan la fuerza que les ofrecen las nuevas mutaciones, para completar nuevas metamorfosis, e invadir territorios en los que tienen vetada la entrada. El egoísmo de estas células cancerígenas conduce a un crecimiento aberrante y libérrimo. Libertad absoluta. ¡Crece hasta donde puedas! Ya no tienes ninguna restricción. Es el egoísmo extremo. No debes rendir cuentas a nadie, pero si no tienes sitio donde seguir creciendo tendrás que buscar otro lugar. Y si se te han acabado los nutrientes y el oxígeno para respirar, tendrás que irte a otro lugar donde todas estas necesidades sigan siendo accesibles.
—Recuerda la actitud de las células a la de los grandes trágicos, por ejemplo, de Shakespeare. Como por ejemplo Ricardo III, que lo quería todo y ya no encontró más nutrientes. No más familias que matar. Ni el reino por un caballo.
—Tu exquisita intuición me anima a desvelarte el secreto final del libro. El último capítulo acaba con estas palabras, «el resto es entropía», un sutil recuerdo a las últimas palabras de Hamlet: «El resto es silencio».
—El resto es silencio después de conquistar todo el cuerpo.
—Claro, es una metáfora tan brutal, tan enorme… La entropía es una función que sólo va en una dirección: crecer y crecer. Desde que hace trece mil seiscientos millones de años el mundo empezó a ser mundo tras el Big Bang, cada momento es más desordenado que el anterior. Viajamos hacia el desorden, en el universo entero y en el interior de cada ser vivo. Por eso nos vamos desordenando. Al principio tenemos alguna oportunidad de resistir los embates de la entropía y usamos la energía metabólica para mantener el orden, disimular un poco, pero al final se impone el caos, el desorden. Y va pasando el tiempo y vamos envejeciendo, hasta que un día llegamos a la entropía máxima, al desorden máximo: la muerte. En el libro se habla de todo esto desde distintas perspectivas, desde la literatura clásica con personajes plenos de pasiones y miedos hasta la tecnología más moderna que utilizamos en el laboratorio para descifrar los genomas del cáncer.
—¿Por qué, para usted, silencio y entropía acaban por representar lo mismo?
—Porque cuando un tumor consigue su objetivo final la entropía máxima lleva al ser al que ha parasitado al silencio, a la muerte. El cáncer muere cuando muere el organismo al que ha invadido. Las células tumorales practican una forma extraña de parasitismo en el mundo minúsculo, en el que —como en la excepcional película Parásitos— se establecen relaciones complejas y de consecuencias imprevisibles para todos sus protagonistas. La ambición de las células malignas es desmedida, pero al mismo tiempo paradójica, porque es suicida. Un virus puede saltar a otro organismo, un cáncer no, salvo algunos casos extraordinariamente raros de cáncer contagioso. Curiosamente, durante muchos años se pensó que esta enfermedad podía ser contagiosa, y por eso los primeros hospitales oncológicos estaban en las afueras de las ciudades.
—En este libro usted nos lleva por un viaje maravilloso donde nos enteramos de lo que significa el cáncer. Pero ¿cuándo cree que a nivel social y científico nos enteramos de lo que es el cáncer y lo que conlleva?
—A finales del XX, cuando se descubre el primer oncogén.
—Es tremendo. Hace sólo cuarenta o cincuenta años.
—Setenta y cinco años después de que una granjera de las afueras de Nueva York ofreciera su gallina enferma a un joven científico llamado Peyton Rous y le dijera «esta gallina es muy valiosa para mí, doctor. Por favor, cúrela». Él la examinó, comprobó que tenía un sarcoma y sin pensarlo un segundo sacrificó al pobre animal. No tuvo ningún miramiento ni con los sentimientos de la granjera, ni con la propia gallina. Extrajo el tumor, lo disgregó e inyectó sus células a otras gallinas. Algunas desarrollaron cáncer. Esta observación fue la primera prueba sólida de que podía haber cánceres originados por virus, pero después esta idea se atenuó porque los tumores causados por virus eran poco frecuentes. Ello obligó a rescatar de nuevo una idea antigua elaborada doscientos años antes al estudiar los tumores de los niños deshollinadores de Londres,…
—Me acuerdo de Mary Poppins.
—¡Fíjate qué gran diferencia entre la imagen que nos queda de los deshollinadores protagonistas de Mary Poppins y la realidad! Un niño entrando por una chimenea y quedándose atascado en su interior para finalmente herirse o morirse. Y todavía tuvieron que pasar cien años hasta que la dramática muerte en 1875 de un niño deshollinador llamado George condujera por fin a la erradicación de este inconcebible abuso infantil. Cien años habían transcurrido ya desde que Percival Pott propusiera que el hollín causaba cáncer, aunque no supiera cómo lo hacía. Al final el círculo se cerró, otros cien años más tarde, cuando Harold Varmus y David Bishop desvelaron las primeras claves esenciales del cáncer. Por cierto, Varmus tenía un grado en literatura inglesa y tras estudiar Medicina se incorporó al laboratorio de Bishop para investigar la biología del cáncer. Su gran hallazgo fue demostrar que los virus tumorales portaban material genético que habían robado a los organismos que infectaban, ya fueran pollos, ratones o seres humanos. Tras la modificación de ese material robado, los protooncogenes se convertían en genes causantes de cáncer. Esto indicaba que dentro de nuestro genoma existían genes normales que llevaban las semillas del cáncer. Genes que se transformaban hasta convertir las células en entidades egoístas, mortales y viajeras.
—¿Pero por qué nuestros genes tienen el potencial de ser tumorales sin que haya un virus externo que los transforme en malignos?
—Esa es precisamente la misma pregunta que se hicieron Varmus y Bishop y los que siguieron su estela, especialmente Mariano Barbacid. Pronto cayeron en la cuenta de que la respuesta estaba en los hollines, en el tabaco… y en suma en todos los productos que ya se habían propuesto como causantes del cáncer. Todos ellos provocaban mutaciones en nuestros genes que contribuían a la transformación maligna de nuestras células.
—Carlos, ¿sabemos al 100% las cosas que nos producen cáncer? ¿Podemos estar tranquilos?
—No sabemos todavía todo lo que nos produce cáncer, ni tampoco cómo curar todos los casos. A mi juicio, los dos grandes avances más recientes en la Oncología molecular han sido el desciframiento de los genomas del cáncer y el desarrollo de la inmunoterapia, que busca estimular nuestra más potente fuerza interior, el sistema inmunitario. El estudio de los genomas tumorales nos ha dado por fin una visión global de en qué consiste el cáncer en términos moleculares y sobre cuántos daños tiene que sufrir nuestro genoma para que las células se transformen. Antes pensábamos que unas pocas mutaciones, cambios mínimos en las cuatro letras de la vida, por ejemplo, un cambio de una A por una C entre tres mil millones de piezas, era suficiente para activar un protooncogén y poner en marcha un tumor maligno. ¡Un solo cambio! De pronto, en 2008 surgió la posibilidad de descifrar los genomas del cáncer y empezamos a constatar que hay miles de mutaciones en cada uno de ellos, hasta tal punto de que cuando contemplé el primer genoma del cáncer descifrado en nuestro laboratorio y leí sus tres mil millones de letras con tantas mutaciones por cada rincón, quedé anonadado y desalentado.
—Usted escribe en el libro que ahí vio el caos. Debe de ser abrumador: a mí, al leerlo, me tumbó.
—Abrumador, porque si tienes tres mil millones de letras y sabes que con un cambio en una sola, un pequeño bache en este largo verso interminable, puede iniciarse un tumor, te preocupas. Lo milagroso, lo asombroso es no tener cáncer, porque tenemos tal colección de posibilidades y oportunidades de acumular daños… Tras leer con sumo detalle ese primer genoma del cáncer, uno de los primeros del mundo en ser descifrado, empezamos a pensar «esto es un caos» y la desesperanza fue total, porque había miles de mutaciones. Entonces lo asimilé a un naufragio genómico, a un cataclismo molecular del genoma.
—¡Qué imagen!
—Todo empieza con una célula que se vuelve egoísta, adquiere una mutación que le permite dividirse infinitamente mejor que las otras. Se duplica, se multiplica sin que nadie ni nada la controle y cuanto más mute, mejor para ella, porque así se defenderá con mayor eficiencia del sistema inmune. Sufrimos un caos genómico, y si lo observas desde fuera piensas «aquí no hay nada que hacer». La complejidad subyacente es infinitamente mayor que la esperada. Pero entonces me acordé de cómo empieza El hombre duplicado, de José Saramago: «El caos es un orden esperando a ser descifrado». Y Albert Camus también dijo que en medio del caos descubrió en su interior una calma invencible, una serenidad extraordinaria. Y Henry Miller en Trópico de Cáncer, precisamente en esa obra con ese título, nos recuerda que el caos es la partitura en la que está escrita la realidad. Si estos escritores tan excepcionales aventuraban que hay un orden en todo, había que buscarlo también en medio del caos tumoral.
—La cita clásica de Miguel Ángel y su David: le quitó lo que le sobraba a la piedra. Es decir, ordenó el caos.
—Lo digo en clase: «Además de para educaros en el asombro, vengo aquí a ayudaros a prescindir de lo que os sobra». Y sí, hoy podemos poner orden en el laberinto tumoral. Contento y orgulloso de que hayamos contribuido a ello desde nuestro laboratorio asturiano.
—Estamos hablando a nivel científico, pero ¿qué le dice personalmente a alguien que lo vive, lo sufre, tiene miedo? ¿Cómo convivir con esa incertidumbre?
—Lo primero: entender que lo asombroso es vivir. Lo sorprendente es no tener algunas de las enfermedades tan abundantes como el propio cáncer, o el alzhéimer o muchas otras. Pero esta es la que más nos asusta. Aceptar que vivimos de milagro. Ahora, cuando hay tantas pruebas, tantas imágenes, tantos diagnósticos, tantos análisis… Llegará un momento en que todos seremos prepacientes. Segundo, aceptar la imperfección y la vulnerabilidad. Somos imperfectos. ¿Por qué la vida es asombrosa? ¿Por qué sabemos hacer tantas cosas? Porque nos arriesgamos mucho para poder pasar de bacterias cuyo único objetivo es soñar con….
—¿Una bacteria sueña?
—Sí, hoy lo dije en clase, los alumnos se me quedaron mirando con indisimulado escepticismo… Desde el principio de los tiempos, cada bacteria sueña con crear otra igual a ella. Ese es su objetivo. Una vez que una bacteria se divide, que siga la vida. Ella ya cumplió su requisito. En poco más de treinta días, una bacteria con alimento suficiente podría cubrir el planeta entero a base de divisiones continuas. Puro egoísmo en un mundo clónico sin enfermedades ni muerte. Los organismos complejos como nosotros asumimos varios riesgos: la infidelidad de la copia del material genético, la imprecisión en la comunicación celular, la deficiente regulación de los procesos biológicos con el paso del tiempo, la existencia de células progenitoras que nos construyen, que nos reparan, que nos renuevan los tejidos, pero que, al ser tan sofisticadas y delicadas, se convierten en las dianas fundamentales de las mutaciones que transforman a las células… La mayoría de los tumores se supone que surgen de las células stem o progenitoras del cáncer, que son solo unas pocas y muy especiales. Mientras no podamos eliminar completamente esas células, los tumores tendrán opciones de proseguir su viaje.
—¿Sabemos ya lo suficiente?
—Sí, sabemos mucho, pero para algunos ¡qué miedo saber tanto!, como diría mi filósofa de cabecera, Lola Flores. ¿Miedo porque sabes que somos vulnerables? No. ¿Porque sabes que vas a tener un tumor? No. El miedo en esto surge porque comprobamos continuamente que la sociedad no acaba de involucrarse activamente en la corresponsabilidad de la salud personal o colectiva. Prevenir, eso es lo primero, prevenir para vivir. Prevenir no es curar, es tratar de impedir. Un largo capítulo del libro explica cómo prevenir para vivir o para dificultar la llegada temprana del cáncer a nuestras vidas.
—¿Hay dietas anticáncer o alimentos anticáncer o pensamientos anticáncer?
—La respuesta es un no categórico: no hay alimentos anticáncer ni dietas anticáncer, pero sí que hay modos de vida y alimentación que contribuyen a prevenirlo. Tampoco hay dietas que curen el cáncer, aunque algunas pueden ayudar a mejorar los efectos de los diferentes tratamientos. De manera parecida, no me convence la obligación social actual del pensamiento positivo en los pacientes oncológicos. Con creciente frecuencia leemos o escuchamos que personas muy conocidas declaran: «He vencido al cáncer, lo he superado». ¿Y qué has hecho? «He tenido pensamientos positivos todo el tiempo». Muchos pacientes se preguntan: «¿Por qué yo no sé hacer esto? ¿Por qué ellos sí y yo no?». Y añaden: «Yo también quiero mantener un espíritu positivo, pero después de algunas sesiones de tratamiento no tengo fuerzas ni para respirar». Lo he vivido de forma muy clara estos días. A mi querida Julia Otero se le diagnosticó un tumor maligno el mes de febrero, y diez meses después pudo anunciar a sus más de un millón de seguidores de sus redes sociales que, después de un durísimo tratamiento, iba a volver a trabajar. La interpretación mediática en muchos casos fue: «Julia Otero vence al cáncer». Abrumada por la respuesta de exagerado optimismo recibida, fue ella misma la que tuvo que añadir: «Gracias por las ganas que tenéis de verme curada. Pero todavía no lo estoy, habrá que esperar al menos cinco años para sentirme así y borrar de mi cuerpo las secuelas de todo lo pasado».
—Ese rollo del pensamiento positivo es pura magia y me repele cada vez que alguien lo sugiere.
—Tiene razón Julia en sus reflexiones: esperanza siempre, pero también prudencia. No exageremos, no digamos lo que no es, no prometamos lo que no se puede cumplir y apliquémonos lo más posible en adoptar estrategias de prevención.
—Mucha gente piensa: «Un disgusto te causa un cáncer».
—Mucha gente lo piensa, pero hasta ahora no se ha podido demostrar fehacientemente que sea así. Sin embargo, artículos muy recientes avanzan en esa dirección y Egoístas, inmortales y viajeras se compromete mucho con esta idea y recoge la información más actual y mi opinión más personal sobre este tema. Sé que algunos van a decir «¿este de qué habla?», pero no me importa. Creo que un disgusto no es mutagénico, no actúa como un agente tóxico que tras exponernos a él provoca mutaciones que inducen cáncer, pero un estrés emocional muy importante o muy intenso, casos de los que tengo recogidos y estudiados una larga colección, es capaz de crear lo que ahora llamamos un microentorno celular permisivo. No es suficiente con las mutaciones para generar un tumor, hace falta ese entorno favorable para impulsar el crecimiento, la inmortalidad y el viaje de las células transformadas. Durante muchos años no se pudieron acumular pruebas suficientes para dar validez a estas ideas, pero todos tenemos presentes casos concretos de personas que, tras un disgusto gravísimo, desarrollaron tumores fatales al cabo de un cierto tiempo.
—¿Por qué ocurre esto?
—Tras una situación de estrés agudo o crónico comienzan a fallar nuestras defensas y la vigilancia antitumoral se ve seriamente comprometida. Se producen respuestas inflamatorias excesivas de las que se nutre el cáncer, aumentan los niveles de cortisol y se reducen los de diferentes factores antitumorales. Entre todos ellos, el efecto del debilitamiento del sistema inmunitario es decisivo. Recordemos una y otra vez que el sistema inmune es un regalo evolutivo que surgió no solo para luchar contra los microbios, sino también contra las células que abandonan el altruismo. De hecho, los microbios que nos cohabitan de manera rutinaria son maravillosas fuentes de salud y vida porque conforman el microbioma que nos protege y nos identifica. Por ejemplo, piensa que cada uno de nosotros liberamos una densa nube de treinta y siete millones de bacterias en una hora. En una hora.
—Sería horripilante verlo, como una fiesta de bacterias.
—Eso es: fiestas bacterianas. Cincuenta billones de células nos definen como humanos. Cincuenta billones de microbios nos definen como holobiontes. Mezcla de humanos y otra cosa. Mitad humanos y mitad inhumanos.
—Esta es otra imagen tremenda de las que nos da en el libro.
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En ese momento nuestra fotógrafa, Victoria Iglesias, que asiste a toda la charla sentada y maravillada con López-Otín…
—Es abrumador… No voy a dormir hoy —afirma Victoria.
—No, no, Victoria. Deberías estar maravillada. ¿Tienes cáncer? —le pregunta López-Otín.
—No, pero igual soy pre-algo…
—Estás viva, recuerda que ese es el milagro, no tener cáncer. Ojalá pudiéramos conocer la lógica molecular del cáncer y de todas las enfermedades con absoluta profundidad. Mi mejor mantra no es otro que conocer para curar. Ojalá pudiéramos avanzar rápido y conocer los genomas y otros «omas» (epigenoma, proteoma, metaboloma,…) de todos nosotros cuando somos pre-cualquier-cosa para poder actuar. A mí lo que me da miedo no es el conocimiento de las enfermedades que puedo tener o que ya tengo. Lo que me da pavor es la ignorancia.
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—¿Cuánto le debe este libro a los diversos pacientes que van apareciendo por su laboratorio?
—Todo es de ellos y para ellos. Este libro es sobre la vida y sus imperfecciones. Empieza con la historia de Adán, a quien nunca conocí, pero a quien nunca olvidé. Después, otros pacientes van adquiriendo protagonismo, como el caso de Montse, que explica cómo va sintiendo el efecto de la enfermedad y los tratamientos sobre su cuerpo. En el libro hablo con toda naturalidad del cáncer: ¿por qué curamos ahora muchos más tumores que antes? ¿Por qué vamos a seguir progresando en esa tarea? ¿Por qué hay que reconocer que hoy todavía hay tumores que no se curan? ¿Por qué pienso que no se erradicará el cáncer? No se erradicará porque forma parte de nuestra esencia, de nuestros errores, de nuestras imperfecciones. Al ser parte de nuestra esencia siempre habrá tumores, incluyendo los insoportables tumores pediátricos… Lo que sucederá es que de algunos cánceres nos podremos curar mucho antes y otros los podremos cronificar. Seguiremos progresando en el conocimiento, será una lenta marea creciente, aunque siempre habrá fracasos, lo mismo que en cualquier otra enfermedad. Cada fracaso científico y terapéutico será un recordatorio de nuestra ignorancia y de nuestra arrogancia. Tenemos que interiorizar que la enfermedad es consustancial a la vida. El libro nos habla mucho más de la vida que del cáncer y nos invita a disfrutar del conocimiento, que es donde siempre acaba por encontrarse la grieta de Cohen por la que, finalmente, penetra la luz.
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