En la cama: el beso, de Henri Toulouse-Lautrec.
Otro veinticuatro de noviembre, el de 1864, hace ahora 157 años, viene al mundo en Albi, al sur de Francia, un niño que, tras una vida breve y atormentada, habrá de ser el último señor de su linaje. Es hijo del conde Alphonse Charles de Toulouse-Lautrec-Monfa y de Adèle Zoë Tapié de Céleyran. Entre la retahíla de nombres con los que la nobleza acostumbra a bautizar a sus vástagos, en el recién nacido habrá de destacar el de Henri porque sus padres son legitimistas y Henri resulta ser el nombre del pretendiente al trono de Francia. Pero pasará a la historia de la bohemia y del arte con su apellido: Toulouse-Lautrec.
Mas, siendo costumbre entre la aristocracia casarse entre familiares directos para mantener unidas las heredades, los padres del último conde de Toulouse-Lautrec son primos hermanos, y el recién nacido tiene esa mala salud que da la consanguinidad. Sus huesos están enfermos y, ya en sus primeros años, tras un par de caídas del caballo, su crecimiento se verá seriamente mermado. Así pues, la altura del último de una de esas cuarenta familias que hicieron Francia quedará reducida a un metro con cincuenta y dos centímetros. Ahora bien, ser todo un vizconde demediado no mermará la altura en la que rayará en la historia del arte; todo lo contrario, aguijoneará su creatividad hasta convertir la suya en una de las miradas más lúcidas a las legendarias noches del Montmartre del fin de siglo. Los carteles publicitarios, que dibujará para los establecimientos parisinos, donde beberá prácticamente hasta matarse, llevarán la publicidad a las mejores pinacotecas del mundo. Su arte inspirará a los publicistas de la mayor parte del siglo XX; su bohemia será un mito, mucho más grande de lo que pueda ser la historia de su familia. Sus dominios no estarán en Languedoc. Muy por el contrario, se extenderán entre los aledaños de la parisina colina de Montmartre. Grande entre los grandes del París canalla, sus amores serán las prostitutas; sus salones, las casas de tolerancia y lenocinio, que es como aún se llama a los burdeles. Entre sus amistades, alucinados como Vincent van Gogh —a quien dibujará al pastel, sobre cartón en 1887— y proscritos decadentes como Oscar Wilde, a quien retratará en el Londres de 1895.
Ya desde su infancia, tan feliz como solían serlo las de los hijos de la aristocracia francesa en los albores de la Belle Époque, el pequeño Henri muestra una precocidad asombrosa para el dibujo. Su tema favorito son las escenas ecuestres de su familia. El don no tarda en convertirse en una válvula de escape. A través de ella exorciza los complejos que, inevitablemente, le produce su estatura. En su obra, como todos los creadores atormentados, lleva a cabo todo un ajuste de cuentas con la realidad.
Apenas habrá de repararse en que Toulouse-Lautrec trabaja en un tiempo en que la fotografía ha desplazado definitivamente a la pintura en la reproducción de la realidad. Henri nace en 1864, el mismo año que el salón de los artistas independientes de París ha visto nacer el impresionismo, primera respuesta de una pintura —aún figurativa pero ya no tanto— a la fotografía. Y la estética del conde, llamado a ser rey de Montmartre, es tan de su tiempo que sabe combinar en su técnica las influencias fotográficas —casi siempre pinta de memoria y su memoria le devuelve auténticas instantáneas de la escena a dibujar— con las de Degas, el impresionista que ejercerá un mayor ascendente sobre él, su primer vecino notable en Montmartre.
En 1881, cuando Toulouse-Lautrec llegue a París, la Ciudad de la Luz seguirá siendo la capital cultural del mundo. Tres años después, cuando se instale en Montmartre, encontrará en la noche y en las disipaciones que las sombras le procuran el mejor bálsamo a su estatura. Es perfectamente consciente de que se está adentrando por el camino, no demasiado largo, de su autodestrucción. Cuando se le recuerde, será principalmente por sus carteles publicitarios de las noches del Moulin Rouge y del Folies Bergère. Lo que se aireará mucho menos será que el Salón de la rue des Moulins (1894), uno de sus más célebres óleos, muestra en realidad una escena de La fleur blanche, su burdel favorito, uno de los más famosos del París del II imperio.
Se recordará su amistad con las cantantes La Goulue y Jane Avril, dos de sus musas más frecuentes. Pero apenas se dirá que amó a las meretrices como los poetas cursis a las grandes damas. Y menos aún que, como nos demuestran algunos de sus dibujos, las observa con el mismo cariño cuando se entregan a un cliente —En la cama, el beso (1892)— que cuando se disponen al infamante examen del facultativo —Inspección médica en la rue des Moulins (1894)—. Restar todos esos datos al estudio de su obra será volver a demediar al gran Toulouse-Lautrec.
Ya en 1897, la mítica absenta de Montmartre le tendrá totalmente alcoholizado. Sufrirá accesos de locura que la sífilis galopante, que también padecerá, en modo alguno contribuirá a paliar. No faltarán noches en que le encuentren tirado en la calle, ebrio, sin saber quién es ni adónde ir. Ya en el 99, el delirio resulta inevitable. En su caso, esos elefantes que ven en su último tramo los alcohólicos delirantes serán terribles arañas. Imaginará que descienden hacia él desde el techo de su habitación y la emprenderá a tiros.
Recluido en una casa de salud, realizará —merced a su memoria fotográfica— algunos de sus más hermosos dibujos de tema circense. Es un artista maldito, pierde la lucidez, pero no el don. Le dejarán salir del manicomio para ir a morir en las posesiones de su madre en las inmediaciones de Burdeos. En teoría lo mata la sífilis. ¿Cómo soslayar el resto? El último conde de Toulouse-Lautrec y rey eterno del mítico Montmartre morirá en su cama en septiembre de 1901, y sus últimos pensamientos serán para sus noches en el Moulin Rouge.
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