Una editora muy perspicaz me pidió que intentara narrar, durante un verano entero, historias de amor y pasiones ocultas de personas comunes y corrientes. Esto sucedió hace catorce años en el diario La Nación de Buenos Aires. Con mi libreta de apuntes y mi experiencia de reportero salí a la calle en busca de esos relatos que iban a ser ilustrados por Liniers y que intentarían capturar tramos secretos e intensos de la vida privada. El periodismo no tiene las herramientas para narrar los sentimientos, y salvo excepciones, tampoco el permiso para exhibir en carne y hueso —más allá de una visión panorámica y sociológica— lo que todos y cada uno ocultan. Muchos argentinos se mostraban deseosos por contarme sus peripecias, sus deleites y sufrimientos amorosos, y sus increíbles vueltas de tuerca. Pero a poco de conversar, me pedían que cambiara los nombres y las circunstancias, las profesiones y los lugares, y que desdibujara sus identidades mezclando su historia con otras, porque el temor a ser reconocidos era paralizante. Fue así que debí recurrir a la ficción para contar la verdad. Tuve que literaturizar las historias ciertas para poder relatarlas de un modo acabado. Utilicé deliberadamente el tono de comedia, porque no otra cosa es a veces el enamoramiento, si uno es capaz de verlo desde fuera. La serie se llamó “Corazones desatados” y se publicaba en la revista dominical, con un éxito estremecedor: llegaban 1500 cartas y correos por semana a mi despacho, donde a la vez yo escribía mis columnas políticas. Al final de esa experiencia, publiqué todo el material en un libro de Alfaguara, en el que se agregaron textos más largos como “El amor es muy puto”, “La teoría de los mamíferos” y “Un mal día lo tiene cualquiera”. A lo largo de los años, muchísimos lectores me han escrito sobre esta serie, que se transformó también en lectura nocturna por Radio Mitre. Llega por primera vez a Zenda Libros una comedia narrativa por capítulos, donde se prueba que el amor crece en las incertidumbres y que te puede dar muchas sorpresas.
***
Los rumores de la redacción sostenían que Ben Laden estaba intratable esas semanas de agosto porque había descubierto la cuádruple vida de Rembrandt. Patricia había despedido a un redactor y cambiado a los gritos una tapa; disparaba e-mails contra todas las secciones marcándoles olvidos y rechazaba facturas de viáticos sembrando sospechas en cada número. Cuando Fernández se enteró de que debía comparecer en su oficina estuvo a punto de persignarse. Se cepilló los dientes, se peinó y perfumó, y se puso el saco para subir a la magnífica oficina que daba sobre el río de la Plata. Lo obligó a esperar una hora en la recepción, y luego lo recibió comiendo con palitos chinos un plato de chow mien. Sentate, le ordenó sin mirarlo: estaba revisando la circulación de julio sobre una larga mesa. Fernández suspiró buscando una posición cómoda, porque aquello venía para largo, y estuvo así diez minutos más. Hasta que Patricia tiró al cesto los informes y le apuntó con los palitos:
—Y con razón.
La editora lo miró como si fuera a quemarlo vivo.
—Te estoy hablando en serio, boludo. Son historias de engaño y adulterio. La infidelidad es atroz. ¡Atroz!
—Los asesinatos también.
—¿Los asesinatos? —vaciló.
—Con el mismo criterio no deberíamos escribir más sobre crímenes y secuestros. Son atroces.
Se quedó quieta, tratando de discernir si ahorcarlo o someterlo a tormentos físicos.
—Estás abusando de nuestra amistad —dijo en tono amenazante—. Y de tu suerte.
—¿Qué pasó con tu novio? Dicen en la redacción que estás malhumorada porque lo perdiste. ¿Es cierto?
—¿Eso dicen en la redacción? —se escandalizó—. Qué hijos de puta.
—¿Lo perdiste?
—Sí, lo perdí.
Patricia dejó los palitos chinos y se limpió la boca con una servilleta de tela sin correrse el rouge. Después tomó una botellita de agua sin gas y se sirvió una copa.
—Escuchame, nos estamos desviando del asunto —dijo—. Quiero que escribas una historia blanca y brillante, ¿me entendés? La gente tiene los huevos hinchados del “filo inestable del amor”. De amores contrariados y cambios de frente, y de todos esos trucos y mezquindades.
—Estás confundiendo tus deseos con los deseos del lector.
—¡Al lector lo conozco mejor que nadie! —bramó.
Fernández cerró la boca y se miró los zapatos.
—Quiero que busques un caso de amor perfecto —dijo ella despacio—. Nada de conflictos ni de problemas. Son el uno para el otro. Se enamoran, se casan, viven felices y comen perdices. Nada más.
—No hay cuento ahí. Si no hay conflicto no hay historia.
—¡Me conseguís esa historia verdadera o te devuelvo al relato policial, del que nunca debiste haber salido! —mientras lo decía la venció la risa.
—No estaría nada mal —le retrucó él como si no le interesara, y pensó en las leyendas urbanas de su barrio. Pensó que eran historias de amor sangrientas y algo bizarras, pero se dio cuenta de inmediato que también ellas demostraban la inestabilidad de ese sentimiento abrasador.
Ben Laden no se lo perdonaría.
Estuvo buscando por cielo y tierra un ejemplo que fuera notable, que no decepcionara a su jefa y que le permitiera mantener su trabajo con cierta dignidad. Pero le resultaba muy difícil: nadie se atrevía a arriesgar el nombre de nadie. Sacar pecho y jactarse en público de tener un amor apasionante y a la vez invulnerable era de necios o suicidas. Los amores, como los hombres y las mujeres que los encarnan, no son infalibles, son profundamente imperfectos o decididamente aburridos. Fernández se sentía estúpido buscando entre las miles de cartas que recibía y entre sus amigos y colegas una historia tranquilizadora, pero no la encontraba. Encontraba solo historias mediocres y grises que no resistían la letra de molde. El primer reflejo de sus interlocutores era afirmar que sí, que claro, que conocían una pareja perfecta de principio a fin, pero a poco de desmenuzar el caso se caía a pedazos por mediocridad o por las razones humanas imaginables. El rastrillaje lo llevó desde los blogs hasta los geriáticos, y cuando estaba a punto de rendirse y buscar un longevo matrimonio de ancianos sin parientes vivos, y por lo tanto sin historia que pudiera ser refutada, su madre lo llamó por teléfono y le dijo: ¿Y si probás con Constante?
Hacía muchos años que no escuchaba hablar del zapatero del pasaje Voltaire. Era un viejo amigo de la familia y se consideraba el hombre más suertudo de Palermo. Había conocido a su esposa española en los salones del Cangas de Narcea, y desde el primer momento hubo entre ellos empatía y pasión. No tuvieron, al cabo de unas semanas, la menor duda de que estarían juntos para siempre. Congeniaron rápido las familias y se casaron después de un tiempo prudencial, y efectivamente nunca más se separaron. Ni por un trámite, ni por una internación, ni por un viaje. Pasaban todo el día juntos, en la casa y en la zapatería de Voltaire, bailaban juntos en una milonga de la calle Cabrera y permanecían abrazados en las fiestas y tomados de la mano en misa. Bien es cierto que, al no haber podido engendrar hijos y al renunciar a una adopción, se abocaron únicamente el uno al otro, de un modo obsesivo y sistemático, sin distracciones individuales de ningún tipo. Vueltos hacia adentro vivían para adorarse, y aunque a Fernández siempre le había inquietado esa adoración le resultó providencial que su madre se la recordara. Y justamente ahora, cuando su columna dominical corría serio peligro.
Visitó la zapatería, que seguía siendo tan elemental y anticuada como cuando Fernández era niño y ese barrio no se había convertido todavía en área de hombres fashion. En los viejos tiempos, por el contrario, aquel había sido territorio empecinado de colectiveros, empleados y comerciantes pobretones que se comían las eses. Le impactó mucho percibir el mismo perfume del betún, y al abrazarse con ellos le pareció que no habían envejecido. Vera conservaba, gracias a las tinturas, el mismo cabello negro, lustroso y tirante que ataba en la nunca con una trenza, y la misma figura pequeña y elástica de cuando era joven. No había engordado un gramo y, con cierto orgullo, tres décadas después el zapatero seguía diciendo lo mismo de ella: No sé dónde mete lo que come.
En cambio, Constante era inconstante con las dietas, y se le notaba una panza importante que ni siquiera se sospechaba allá por los años setenta. Por lo demás, casi todo seguía como entonces: el pelo cortado al rape, el crucifijo de oro en el cuello peludo y unas manos gruesas y toscas. Los dos medían exactamente lo mismo: eran petisos y caminaban con la frente en alto.
Mientras él se dedicaba a los zapatos y a las suelas, ella le leía lentamente todo el diario por las mañanas. Al mediodía, una hora antes de cerrar, Vera se adelantaba para preparar el almuerzo, y luego dormían juntos una hora de siesta. Por la tarde reabrían el negocio y llenaban crucigramas hasta que se hacía de noche. Los lunes se quedaban a ver televisión, pero los martes y los miércoles iban juntos al bingo y jugaban hasta la madrugada. Tenían un grupo de jugadores prudentes y dicharacheros con los que comentaban la vida y los azares. Se divertían a lo grande, lloraban de risa. Y con algunos de ellos volvían a verse los jueves en la Universidad de Belgrano, donde aprendían gallego, el idioma original de Vera, más por respirar el aire de aquellos claustros que por otra cosa. Les encantaba entretenerse juntos y hacer sociales. Escuchaban la clase agarrados de la mano y luego se iban de copas con alumnos y profesores. Pedían siempre lo mismo: sol y sombra; medio de anís y medio de coñac. Cenaban, tardísimo, una sopa Quick de consomé que bebían en dos jarros de café que decían “Tú y yo”, mientras escuchaban las últimas noticias por radio Rivadavia. Y ya en la cama se prodigaban, uno a otro, media hora de masajes. Empezaba Constante y terminaba Vera. Se masajeaban los hombros, las espaldas, las cinturas, las pantorrillas y, uno por uno, los dedos de los pies. Luego se abrazaban cucharita y se dormían de inmediato. Los viernes, sábados y domingos estaban signados por un mismo programa nocturno: bailar tango en los salones de Cabrera, donde estaban abonados desde 1984 y donde se los consideraban socios fundadores y “los mejores bailarines de Palermo”.
Los cortes y las quebradas no les impedían un asado sabatino con la familia de Vera y una lasaña dominguera con los parientes de Constante, y tampoco una larga caminata alrededor de los lagos, ni un simulacro de pesca en la Costanera mientras tomaban mate, escuchaban el partido de Boca y se solazaban con los vuelos rasantes de los aviones de línea.
Fernández anotaba todo lo que le narraban el zapatero y su encantadora esposa, pero trataba una y otra vez de obligarlos a recordar una pelea, una discusión, aunque fuera un disgusto pasajero. Ninguno de los dos tenía esa clase de memoria.
—Necesito una fórmula —les dijo—. La clave secreta del amor perfecto, porque si no mis lectores nos van a quemar el diario.
No podían darle ninguna clave. Comprensión, confianza absoluta, tolerancia, cariño. Obviedades.
—No sé, darse besos —dijo Vera con acento gallego.
—Sí —saltó Constante—. Darse un beso antes de dormir y otro al despertar.
Fernández no podía creerlo y, con cierta razón, pensaba que entonces nadie lo creería. Les pidió que le permitieran acompañarlos a la milonga, y ese mismo viernes pasó a buscarlos. Constante estaba irreconocible con su ambo negro, sus zapatos lustradísimos y su chambergo de ala corta. Vera llevaba vestido negro entallado con tajo incluido, una gargantilla de terciopelo y una mantilla roja. Parecían dos extras de “Grandes valores del tango”.
El taxi los dejó en una esquina y mientras caminaban por Cabrera, gringos y locales que iban para el mismo lado los saludaban como si fuesen célebres. La tanguería era un restaurante con mesas redondas y una pista a media luz. Constante y Vera no pagaban entrada ni consumición. A Fernández, en cambio, le comieron el hígado y le cobraron un ojo de la cara. Los compañeros de la pareja estelar, al enterarse de las intenciones del periodista, se desvivían por atestiguar la perfección sobrenatural de aquel amor. Fernández ya ni siquiera tomaba notas.
Después del primer y único plato —la pechuga de pollo estaba dura— el disc-jockey subió el volumen y asomó Pugliese. Con permiso, dijo Constante, y llevó de la mano a su compañera hasta la pista. Como si fuese un código del lugar, nadie se atrevió a seguirlos; todos les dejaron la primera pieza: el zapatero y la gallega eran un espectáculo aparte. Constante la conducía con autoridad y delicadeza, y ella le respondía con una grácil elegancia sensual. Bailaban transpirando deseo y búsqueda. Y los “sandwichitos”, los ganchos, las sentaditas, las flexiones de pierna y los giros eran de un exhibicionismo controlado, de una prestancia enfática y de un erotismo espasmódico.
Cuando sonaron los últimos compases, la milonga entera se vino abajo y, para regocijo de Fernández, el zapatero y la dama agradecieron los aplausos con una inclinación e invitaron a los demás. El disc-jockey puso a D’Arienzo y entonces los profesionales y los aficionados, los argentinos y los extranjeros, los diestros y los pataduras se lanzaron a la pista y se dejaron tragar por la fiebre de esa música canyengue. Tres horas más tarde, a Fernández le dolían los pies a pesar de que no se había levantado de la silla más que para ir al baño. Sufría por el desgaste físico de aquella pareja perfecta que, a sus años, era capaz de no perderse un solo tema, y que a lo sumo había condescendido a tomar apresuradamente un postre helado —un charlotte duro y desabrido como tabla de lavar— durante el único intervalo de la velada. No le sorprendió que al final le propusieran volver caminando a la casa del pasaje Voltaire. Lo que asombró a Fernández fue que él, exhausto como estaba, no pudiera rechazar la invitación. Es que no se resignaba a despedirse así nomás, a cerrar de golpe la historia de aquellos bailarines insospechadamente buenos que habían descifrado el códice que llevaba al amor inmaculado e intachable.
Así que se levantó las solapas, porque había refrescado, y apuró el paso para seguirles el ritmo por esas calles silenciosas. A lo largo de todo el trayecto hicieron las apostillas del lugar y de la noche, y los bailarines le contaron anécdotas graciosas de los habitués y de las lógicas internas de aquel antro. Al llegar a su casa, Constante le preguntó a Fernández si se sentía bien. Estoy un poco cansado, respondió, pero el zapatero lo miró con suspicacia.
Se abrazaron para despedirse y Fernández tomó la dirección de Santa Fe para buscar un taxi. No había caminado veinte metros cuando escuchó que le chistaban. Se dio vuelta y vio que los bailarines no se habían movido del umbral y que lo llamaban con los brazos. Fernández tragó bilis: lo único que quería era regresar a su departamento de Belgrano, descalzarse en el sofá y ver un rato Animal Planet hasta caer dormido. Volvió sobre sus pasos deseando que la noche terminara de una buena vez y notó que Vera se había quitado los zapatos y Constante el sombrero de ala corta.
—Mirá, nos da un poco de remordimiento dejarte con las manos vacías —dijo el zapatero.
—No queremos que te quemen el diario —asintió Vera, riéndose con legítima ingenuidad.
Constante le palmeó afectuosamente el hombro a Fernández y después bajó la vista y jugó con el chambergo como si buscara las palabras pertinentes.
—Yo no disfrutaba del sexo —se le adelantó Vera.
No había más que un españolísimo seseo en su voz.
—Y como no podíamos tener hijos —dijo Constante— le ofrecí dar por terminado el asunto. No quería molestarla más.
—Para vivir un amor sin tensiones y sin impurezas, ¿entendés? —le explicó, y Fernández apartó sus ojos de los ojos de ella.
—Todos nuestros amigos lo saben —se apresuró Constante—. Y nos felicitan. No dejes de mencionarlo en el diario, ¿sí? Puede ser importante para las nuevas generaciones.
Fernández regresó a su departamento de Vidal y Virrey del Pino, se descalzó en el sofá, puso Animal Planet para no verlo y atravesó diez horas de insomnio antes de sentarse al teclado y escribir, con resignada aplicación, la columna del final.
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