Con el tiempo me alegro de no haber hecho aquellas fotos de la desmantelada casa que, de haberlas visto, habrían ensombrecido amargamente el ánimo de Paddy. Realmente, las obras tenían la finalidad de recuperar la salud, ya muy deteriorada, de la hermosa casa de los Fermor, dándole la oportunidad de una segunda vida como hotel de lujo gestionado por su actual dueño, el Museo Benaki de Atenas, y la cadena Aria Hoteles —especializada en “hoteles boutique y villas con sabor auténtico”—pero para mí aquellas obras eran como una especie de profanación de un lugar sagrado. De alguna manera, un poco del espíritu original de aquella casa y de sus dueños se perdía definitivamente con las obras de restauración, como se perdieron los momentos de la juventud de Paddy por entre las llamas del incendio de la casa de Hydra.
Paseando por estas estancias recordé sin saber el porqué de las palabras de la escritora Elisabeth Smart, enamorada de un poeta casado del que tuvo tres hijos sin que él, también profundamente enamorado de la bella Elisabeth, terminase de abandonar a su legítima esposa. Éste le juraba a su joven amante una y otra vez que quería y respetaba a su mujer, pero que no la amaba; “ni siquiera dormimos en la misma habitación; vivo prácticamente solo en nuestra enorme casa, te doy mi palabra de honor”. La amante nunca pudo comprobar (tampoco estaba muy segura de querer hacerlo) la veracidad de aquel innecesario juramento, pero un día a él se le ocurrió fotografiarse con el torso desnudo frente al espejo del baño y regalarle aquella foto con unos inspirados versos escritos en tinta azul en el envés del papel. El espejo de la fotografía reflejaba lo que había detrás, que era bien elocuente: dos albornoces azules colgaban muy juntos de la misma percha de madera, junto a la ducha. Era imposible, incongruente y estúpido creer que, en aquella vieja mansión de numerosas estancias y aseos, una pareja que no compartía la cama compartiese, sin embargo, el baño. Aquellos dos albornoces colgando muy juntos a la espalda del sonriente amante le pareció a Elisabeth la mayor de las traiciones; un abrazo de tela flácida mucho más doloroso que el abrazo nocturno y cotidiano de aquel matrimonio. Sin embargo, el intenso deseo que la escritora sentía por el cuerpo de aquel hombre amado la obligó a callar, y aquel silencio terminó cubriendo, como un parche grapado sobre la carne, el agujero de la decepción.
Tal vez por eso el personaje que siempre fue Paddy, aquel eterno muchacho charlatán y aventurero, me inspiraba, a medida que lo iba conociendo mejor, una ternura creciente que, en esta casa por donde sin duda pasarían algunas de sus numerosas amantes, cristalizó en una especie de certeza de felicidad al imaginarme por un momento como una de aquellas invitadas seducida por el viajero y feliz de estar allí, en aquel hogar conyugal lleno de libros y habitaciones separadas.
Caminando despacio y en silencio, casi sin respirar, regresé al salón por unas laberínticas galerías con la impresión de estar recorriendo las celdas del monasterio recóndito que acogió a Paddy mientras escribía Un tiempo para callar. Allí, la chimenea y la mesa de piedra estaban afortunadamente intactas pero cubiertas con unos plásticos gruesos y transparentes, como cadáveres en una morgue. Ambas habían sido diseñadas por Paddy; la chimenea se inspiraba en una estructura persa con campana cónica, similar a la de Baleni, el palacio rumano donde el viajero y la princesa Balasha se habían amado tanto. En esa misma pared norte recorrida por un largo diván se abría en otro tiempo una enorme biblioteca empotrada en el muro. Allí descansaban, en caótico desorden, los libros dedicados a la literatura inglesa y francesa y a la poesía. Kipling, James, Dickens, Hardy, Scott, y un gran número de biografías y libros de historia.
En la pared sur, más cercana al comedor y a los enfrascados debates de anfitrión e invitados, se organizaban, en idéntica disposición acumulada, las enciclopedias, diccionarios y los libros de consulta y referencia; una ubicación nada casual, pues estaban a mano para resolver cualquier disputa o duda surgida durante las interminables sobremesas ocurridas en tono a aquel mueble casi escultórico y ya mítico; la mesa del comedor de Paddy, concebida con forma de enorme círculo de mármol rojo que presentaba un diseño copiado de un tondo de la Iglesia de Santa Anastasia de Verona. Cansado de buscar a un artesano griego capaz de reproducir el capricho fermoriano, Paddy realizó el fastuoso encargo a unos marmolistas de Venecia que habían trabajado con anterioridad para una amiga suya, la viajera y escritora Freya Stark.
Sobre aquella mesa, la mujer griega que acompañó, siendo todavía una muchacha, al matrimonio Fermor, ayudándoles en las tareas del hogar y que, después continuó cuidando de su querido kirios Mihalis hasta el final, la fiel Elpida Belogianni, desplegaba sus sencillos y deliciosos manjares. Ella misma declaraba a un periodista inglés de la Greek Gastronomy Guide:
“Por las mañanas, tomaba una taza de té chino, una naranja y tres tostadas: una con mermelada de naranja de Sevilla, una segunda con mantequilla y una tercera con paté de anchoas.
A las 11.00 solía tomar una taza de café griego “medio dulce”. Para el almuerzo, comía lo que yo le cocinaba. Nunca fue un fanático de los manjares elaborados; prefería las comidas sencillas, incluso cuando albergaba a grandes grupos de personas. A menudo declaraba que nada mejor que un plato de guiso de lentejas rociado con aceite de oliva o un pescado recién frito, sumergido brevemente en agua de mar para lograr la salinidad perfecta.
Siempre fue amable y educado, y siempre o casi siempre estaba de buen humor, nunca se enojaba ni se irritaba y no mostraba ningún deseo de probar otros tipos de comidas, por lo que evité experimentar con nuevos platos. Cada vez que cocinaba algo nuevo, su respuesta era: «Muy sabroso, me gustaría comer esto de nuevo» o «Muy sabroso, pero no quiero comerlo de nuevo».
Le gustaba mucho la mousaka, pero su plato favorito era el cordero al horno con romero y las chuletas de cerdo a la sartén con cebolla y ajo, acompañadas de tzatziki, la crema griega de yogur con albahaca. Siempre tomaba la ensalada después de la carne, nunca juntos; le gustaban todas la verduras, lechuga y tomate, cosas sencillas. De postre un poco de queso, generalmente gruyère. Bebía retsina en el almuerzo y vino tinto en la cena y, como buen inglés, nunca renunció a su té de las 5, que tomaba con galletas después de una larga siesta.”
Tampoco renunciaba a sus aperitivos de vino blanco, que podían distribuirse a lo largo del día en varias sesiones solo o en compañía, anunciadas al grito de drink time!, aunque eso no lo cuenta Elpida, sino su traductora y amiga la escritora Dolores Payás, con quien hablé, durante aquellos días griegos, de Paddy, de sus traducciones y de su maravilloso libro de recuerdos junto al viajero que ella tituló, como no podía ser de otra manera, Drink Time!. Pero eso lo contaremos más adelante.
En la terraza exterior de la casa se abría la exedra donde tantas veces Paddy se fotografió con Joan, entre amigos o en soledad; tomando el sol, escribiendo, charlando o leyendo sentado sobre las teselas con los nombres de los vientos, los puntos cardinales, las sirenas y las serpientes que ahora permanecían medio ocultas por montones de arena, cal y maderas. Pisé sobre ellas asomándome al ancho mar al otro lado de la terraza. Desde allí, la casa se alzaba con aspecto de inexpugnable fortaleza bizantina colgando sobre una brillante lámina de esmalte azul. En un tiempo, gallinas, cabras y decenas de gatos andaban a sus anchas por aquí, pero hoy solo los obreros con sus monos polvorientos se afanaban con carretillas, herramientas y ladrillos de un lado para otro.
El obrero que me había permitido pasar, con unos viejos pantalones azules salpicados de goterones de cal, volvió a aparecer: “Parakaló, Madame. You go now”, me dijo seco, aunque sin dejar de sonreír, en un explícito batiburrillo de lenguas que entendí perfectamente.
Miré aquel mar por última vez, arrancando, disimuladamente, una ramita del olivo centenario a cuya sombra Paddy solía leer, y me fui de allí. Junto al portón improvisado de tablas que cerraban el muro del jardín encontré una última curiosidad: Paddy había colocado en un lado de la puerta de entrada de su casa griega un “boot scraper” inglés; esa especie de hierro horizontal clavado en la tierra con ayuda de unos puntiagudos clavos verticales que sirve, gracias a su perfil afilado, para retirar el exceso de barro de las suelas de las botas, cuya larga tradición entre la aristocracia rural británica ha alumbrado verdaderas obras de arte de hierro fundido en el diseño de estos útiles objetos.
Me despedí de la casa pensando en la calidez de los valiosos cuadros que colgaban de los muros, muchos de los cuáles eran obra de los amigos de Paddy; artistas como Edward Lear, John Craxton y Nikos Ghika, e incluso los dibujos del propio Paddy, así como en sus más de seis mil libros, que estarían, imagino, a buen recaudo formando parte de los fondos del Museo Benaki de Atenas. En situaciones así, los que hemos hecho de nuestra vida una gigantesca biblioteca no podemos dejar de sentir una especie de orfandad melancólica e inexplicable. Con aquella ramita de olivo en la mano y un poco aturdida, como una niña perdida en la multitud de un Domingo de Pascua, regresé al coche.
En el pueblo me esperaban aquella tarde la librería de Paddy y una cena en Lela’s, el restaurante de uno de los íntimos amigos del viajero, que incluso llegó a cederle unas habitaciones en la parte superior del salón de comidas para que él y Joan pudieran pasar un tiempo hasta que la casa estuviese terminada.
A la pobre Joan, dejar por fin la incomodísima tienda de campaña donde habían estado viviendo durante semanas, mientras Paddy vigilaba y trabajaba a partes iguales en la construcción ayudado por su amigo Kolokotrones, maestro de obra, y por el arquitecto Nico Hadjimichalis, le supuso el más feliz de los acontecimientos.
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Capítulo I: Atenas. Una habitación con vistas
Capítulo II: Tabernas, amigos y una princesa
Capítulo III: Atenas era una fiesta
Capítulo IV: El canal de Corinto y la muerte de Lord Byron
Capítulo V: Historia de unas pantuflas por el camino de Teseo
Capítulo VI: ¡Galatas, Lemonodassos!
Capítulo VII: El equipaje del viajero y la isla de Hydra
Capítulo VIII: Hydra de ida y vuelta
Capítulo IX: Epidauro (Primera Parte): Salvando a un príncipe
Capítulo X: Epidauro (Segunda Parte): Un drama en varios actos
Capítulo XI: Micenas, Michalis y Agamenón
Capítulo XII: Una peluquería en Esparta
Capítulo XIII: Hacia Mani: Infierno y Paraíso
Capítulo XIV: Una casa entre los juncos (Primera parte)
Próximo capítulo: Declaración de amor en Kardamyli
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