Prácticamente todas las escenas del Quijote son ya mitos, y aunque no se hayan leído todo el mundo las conoce. Esta con la que hoy da comienzo la romanza es una de esas escenas. A saber: un joven de 15 años llamado Andrés ha sido atado a un árbol, y un labrador lo azota entre gritos y lamentos. Don Quijote, un idealista sin remedio, pasea por el capítulo cuarto de su epopeya. Como ya decimos, su locura persigue una utopía inasumible. Cree en una especie de justicia divina, su propio brazo lo puede todo. Pero la realidad no encaja en el idealismo. Así que nuestro caballero se enfrenta al labrador, que decide dejar de azotar al muchacho. Cuando el Quijote se hubo marchado, el patrón reanudó la paliza: «Llamad, señor Andrés, ahora —decía el labrador— al desfacedor de agravios; veréis como no desface aquéste». Es decir, la intervención del Quijote no ha arreglado nada. Moraleja: el idealismo no puede imponerse a la realidad.
Si tuviera que dar el motivo por el cual el Quijote es, de lejos, la mejor obra que vieron los siglos pasados y habrán de ver los venideros, sin duda sería este: su capacidad para romper con el idealismo. Hasta Cervantes prácticamente toda la literatura persigue un ideal, bien sea épico, bien sea místico, bien sea amatorio, tanto da. El Quijote rompe con ese carácter utópico. Es más, el idealismo del Caballero de la Triste Figura es ridiculizado, la vieja literatura simbolizada en la caballería es ridiculizada, y, al final de la segunda parte de la novela —perdonen el destripe—, al recuperar el idealista la visión real del mundo no tiene otra opción que morir. Esto supondrá un antes y un después en la historia de la literatura, y si me apuran en la manera como el arte concibe el mundo. En ese después ya la realidad será observada desde otro punto de vista más racional, más realista.
Esta semana, el ayuntamiento de Barcelona ha rechazado colocar una estatua en la playa de la Barceloneta. Si cogemos como base la revolución cervantina de la que se habló en los primeros párrafos, lo cierto es que funciona como una triste metáfora del mundo político en que vivimos. Un mundo donde la posverdad se ha impuesto, donde la realidad ha dejado de importar. O, mejor dicho, donde la verdad ha dejado de importar. Las mentiras, las infracciones, los engaños, el incumplimiento de un programa o un modelo… Todo queda sepultado por una cascada de noticias que no cesa, una información sesgada, fake new por fake new. Da igual si hablamos de una pandemia global, de violencia de género, del último episodio de Master Chef o del empate del Betis fuera de casa. Todo politizado, con votantes que persiguen los idealismos que presenta la clase política. Estos buscan un sesgo de confirmación constante, como el Quijote buscaba una Dulcinea que no existía. Es normal olvidarnos de homenajear a Cervantes, porque él ridiculizó la tendencia que hoy se impone: el idealismo por encima de la realidad.
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