Me enamoré del misterio que supuraba entre sus fracturas, como la atracción de un abismo cuyo final no puede intuirse. Había traspapelado la melancolía y tenía tatuado bajo el pecho izquierdo romper en caso de emergencia. También me enamoré de la serenidad de su silencio, donde cabía mi pasado. Estar con ella fue una forma de amar mi soledad; pero lo que te une al principio te separa al final. Narciso se convirtió en ancla y nuestras fracturas acabaron atronando los silencios, como el pitido persistente en el oído al salir de una discoteca.
Frente a mi hipercalórica dieta de conceptos, ella se comunicaba con movimientos, como aquella vez que rescató un pichón que cruzaba la carretera desorientado. Una rueda acarició su plumaje, lo salvó como una ofrenda, portándolo en el cuenco de sus manos hasta llegar a casa. El animal se quedó dormido y ella lo besaba, entre lágrimas y sonrisas. Parecía un ángel, aunque a veces saltaba la barrera del silencio pintando de arañazos mi cuerpo.
La atracción del ángel radica en el secreto terrible que esconde, no es humano, no es celestial, pero se confunde entre ambos, algo así debió ser la belleza para Rilke. Algo así raptó mis voluntades. Se supone que no era algo nuevo, ya lo había leído, delirio y niñez se dan la mano en el enamoramiento, pero leer no es un antídoto contra ciertos hechizos, te lanza hacia ciertas maldiciones. Siempre tuve una vocación quijotesca de vivir lo leído. Al final me convertí en un Sancho Panza que persigue la locura del amor hinchado de extravíos.
El otro día recordé algo, en la época de la catequesis saltaba con unos amigos la valla del huerto del cura. Entre cipreses y lechugas, nuestra aventura consistía en tirar terruños al pozo. Contábamos los segundos con los dedos hasta que escuchábamos el sonido del agua. En nuestros ojos brillaba el placer de ser descubiertos. Solo los niños y los enfermos acechan las aguas fantaseando con lo que habrá bajo la superficie. También el arte, también con ella. Ya lo sé, me enamoré del vértigo del enamoramiento, la promesa del agua que el pozo esconde.
En nuestro primer viaje escalamos la muralla que rodeaba Marvão. No quisimos entrar por la puerta. Horas después hablamos sobre nuestro magnetismo, en esas conversaciones primeras donde se tantean las profundidades. Sería cosa de la astrología, una reacción química o el sótano ventilado del inconsciente. Concluimos que era todo a la vez, sentados en una almena, mirando la llanura del Alentejo. Ese día descorchamos un abismo: nuestra relación sería abierta, como ese paisaje sin esquinas. Sin los muros que tejen los celos y las enredaderas que la tradición enreda con flores traicioneras.
Seríamos honestos, ese fue nuestro pacto. Ella lo fue al principio, cuando al año de bailes y viajes me dijo que había estado con otro. Eso no impidió los futuros que vinieron, porque el sonido del agua del pozo seguía sin escucharse. Ella me dijo que cerraría la relación por mí, si fuese necesario, y eso fue suficiente para saber que no habíamos tocado fondo. Sería valiente, me dije, como ella, aunque yo hubiese dejado morir a ese pichón, como las parejas que dejan morir la inocente demencia de la niñez.
Tampoco escuché el agua en aquel anticuario de Viena cuando vi un libro que recolectaba el polvo, primera edición con tipografía gótica. Era demasiado caro. Paseamos en bicicleta bajo la lluvia para volver al hotel, después, los dos desnudos y recién barnizados en sudor, se levantó de la cama y abrió el bolso. Apareció el libro robado, que cayó como un terruño entre las fracturas de mi fantasía. Tampoco escuché el agua cuando me dijo que sería capaz de matar a quien me hiciese daño. El enamoramiento se nutre de los gestos del delito.
Ampliaron la iglesia y desapareció el huerto del cura. Me pregunto cómo pecarán los niños ahora. Fingimos ser adultos, pero ella tiritaba al despedirnos, como lo hacía la primera persona de la que me enamoré. El pozo se desbordó con su secreto: mi forma de quererla siempre tuvo el horizonte de lo perdido, fracturas y silencios donde cupiera el primer enamoramiento, por si regresara, como los niños que anhelan ser descubiertos y confunden el crimen con el juego.
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