Otro diecisiete de noviembre, el de 1947, hace ahora setenta y cuatro años, John Garfield, uno de los actores prominentes de la cartelera del momento, ve peligrar su carrera seriamente. Su paso por Hollywood habrá de ser más breve de lo esperado a raíz del aplauso obtenido por algunos de los éxitos de su filmografía: Me convirtieron en un criminal (Busby Berkeley, 1939), Destino: Tokio (Delmer Daves, 1943), El cartero siempre llama dos veces (Tay Garnett, 1946)… Merced a cintas de tamaña altura, la historia del cine habrá de recordarle como el primer rebelde sin causa, el primer joven airado. Todo un precursor de lo que en la siguiente década serán el primer Marlon Brando, el de Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951), el de Salvaje (Laslo Benedeck, 1953) e, incluso, el de La ley del silencio (Elia Kazan, 1954). Garfield, que hoy empieza a temer por todos los laureles que se le auguran, también será comparado con el James Dean eterno.
El senador por Wisconsin Joseph Raymond McCarthy —que habrá de dar nombre a la mayor involución derechista de la historia estadounidense— todavía no se ha convertido en su principal impulsor, pero Garfield ya ve venir las consecuencias de semejante desatino. El FBI no recurre sistemáticamente a la tortura, como es costumbre entre los esbirros de la GPU —la policía política soviética— en las purgas que el camarada Stalin viene poniendo en marcha periódicamente desde 1938. En América no se condena a nadie a muerte por negarse a comparecer ante los inquisidores del Congreso, como hacen sistemáticamente los comunistas con los disidentes políticos. Pero quienes se niegan a colaborar con el Comité de Actividades Antiamericanas, comisión que les emplaza para convertirse en delatores de sus compañeros, con los medios de comunicación asistiendo a semejante infamia, en muchos casos son enviados a prisión, y siempre incluidos en las listas negras, que obran en poder de los estudios, con el objeto de que no puedan volver a trabajar en el cine. A su modo, también es una forma de tortura y de pena capital. John Garfield presiente todo eso y tiene miedo un día como hoy de hace setenta y cuatro años.
El infame Comité ha elegido el cine —junto a la del automóvil y la conservera, una de las tres principales industrias del país— plenamente consciente de la publicidad que va a darle arremeter contra la alegre colonia de Hollywood. Recién obtenida la mayoría en el Congreso por parte de los republicanos, John Parnell Thomas, congresista por Nueva Jersey, ha sido nombrado presidente del Comité. Entre las iniciativas surgidas tras las primeras reuniones, el último mes de mayo se anunció que se iba a llevar a cabo “una investigación secreta sobre la infiltración comunista en el cine”. Al punto, los primeros inquisidores se trasladaron a California para mantener diversos encuentros con algunos prohombres de la pantalla. Destacó entre todos ellos el productor Jack L. Warner, especialmente atento a la infiltración roja después de las grandes huelgas que han paralizado la Warner en los últimos meses.
Los inquisidores no buscan sólo comunistas: cualquier disidente izquierdista, aunque también se haya destacado en la denuncia del estalinismo, les sirve. Incluso los miembros del movimiento antinazi o los partidarios de Roosevelt, como el Comité Democrático de Hollywood, son sospechosos. Sam Wood, quien pudiera parecer otra cosa después de la realización de ¿Por quién doblan las campanas? (1943), toda una apología de las brigadas internacionales que combatieron en la Guerra Civil Española, es uno de los más fervientes anticomunistas que Parnell y sus inquisidores encuentran. Para Wood era comunista hasta el presidente Roosevelt. “Un enfermo al que hay que desalojar de la Casa Blanca”, gritaba en los mítines anticomunistas que frecuentaba. De modo que ahora, a los congresistas no les hace falta insistir para que Wood y otros personajes de su jaez acudan raudos al hotel Biltmore de Hollywood a entrevistarse con los alguaciles enviados por el Congreso.
Ante este panorama, todo el mundo en la alegre colonia de Hollywood sabe que, cuando los congresistas regresan a Washington, ya tienen listas con cientos de sospechosos de antiamericanismo. Es más, para figurar en ellas ni siquiera hace falta ser antiamericano. Como sucede siempre que se fomenta la delación, muchos son acusados por rencillas personales.
El delirio va a más cuando el propio John Parnell Thomas anuncia que tiene pruebas concluyentes de que la administración Roosevelt ha impelido a “estrellas patrióticas a intervenir en filmes pro-rusos contra su voluntad”. La industria cinematográfica se ha convertido en “un centro de propaganda roja”. El último mes de octubre, el Comité de Actividades Antiamericanas ya ha presentado sus primeras listas de actores sospechosos.
Eso es lo que hay cuando Ronald Reagan, en aquel momento presidente del Screen Actors Guild con el mismo espíritu que, con el correr del tiempo, ocupará el despacho oval de la Casa Blanca, testifica ante los inquisidores del Congreso, aunque no da nombres. Sólo una semana después, el veinticinco de noviembre, Eric Johnson —presidente de la Asociación de Productores Cinematográficos— declara en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York: “Nunca contrataremos intencionadamente a un comunista o a un miembro de un partido o grupo que abogue por el derrocamiento del gobierno de los Estados Unidos por la fuerza o por cualquier método ilegal o anticonstitucional”.
Garfield es uno de los principales sospechosos. Los personajes melancólicos y rebeldes, que interpreta como pocos actores de su tiempo, ya serían bastante para condenarle. Por no hablar de sus orígenes. Nunca olvida que es un chico de la calle redimido por la interpretación: “Si no hubiera sido actor, probablemente habría sido el enemigo público número uno”, declara sin tapujos. Los inquisidores también son conscientes de que ha frecuentado círculos próximos a los comunistas. Sin embargo, no hay duda de que será su esposa, Roberta Seidman —destacada militante del partido comunista estadounidense—, la que llevará a los alguacilillos del congreso a emplazarle. En su perversión, estos inquisidores encuentran un placer especial en que los cónyuges se delaten unos a otros.
Eso será en 1951, tras casi un lustro de temores que comienza ahora, cuando, de los cuarenta y un convocados por el Comité, diecinueve rebeldes se niegan a semejante circo al considerarlo contrario al espíritu y a la letra de la Constitución estadounidense. Algunos extranjeros —tal fue el caso de Bertolt Brecht— serán deportados. Otros entregan declaraciones secretas a sus productores en las que juran no ser comunistas. Tampoco faltan quienes, al cabo, se retractan. Al final sólo quedan los llamados Diez de Hollywood. Siempre es un honor, para cualquier escritor que crea en la libertad de expresión a ultranza, volver a escribir sus nombres: Alvah Bessie, Herbert Biberman, Lester Cole, Edward Dmytryk, Ring Lander Jr., John Howard Lawson, Albert Malz, Samuel Ornitz, Adrian Scott y Dalton Trumbo. Todos son guionistas o realizadores. Algunos, como es el caso del gran Trumbo, siguen escribiendo desde la cárcel bajo falsos nombres.
Los actores represaliados, los blacklisted, no pueden trabajar bajo un falso rostro. El trabajo de un actor y su identidad son irremplazables. “Sólo nuestro sindicato hermano, la Asociación para la Igualdad de los Actores, tuvo coraje para apoyar y ayudar a sus miembros a continuar con su trabajo”, habrá de recordar Richard Masur, futuro presidente del Screen Actors Guild. “Lo malo de la izquierda estadounidense es que se traicionó a sí misma para salvar sus piscinas”, comentará con los años Orson Welles. “Y no hubo unas derechas estadounidenses en mi generación. No existían intelectualmente. Sólo había izquierdas, y éstas se traicionaron. Porque las izquierdas no fueron destruidas por McCarthy; fueron ellas mismas las que se demolieron dando paso a una nueva generación de nihilistas”.
Finalmente, Garfield es emplazado por el Comité en el 51. “No tengo nada que ocultar y nada de qué avergonzarme”, declaró ante los inquisidores. Mi vida es un libro abierto. No soy rojo. No soy rosa. No soy un compañero de viaje. Soy un demócrata en política, un liberal por inclinación y un ciudadano leal de este país en cada acto de mi vida”.
Aunque se negó a delatar a nadie, aquella comparecencia acabó por costarle su matrimonio un año después. Para entonces ya estaba en las listas negras. Su agente le confirmó que los estudios, a instancias de los inquisidores, habían dejado de incluirle en los repartos. Volvió a los escenarios de Broadway y allí protagonizó una versión de Sueño dorado, el célebre drama de Clifford Odets que no pudo protagonizar en los comienzos de su carrera. Murió de un ataque al corazón, cuando sólo contaba treinta y nueve años, el veintiuno de mayo del 52. Su funeral fue el más grande que se había visto en Nueva York desde el de Rodolfo Valentino. Entre los asistentes se rumoreaba que la inquietud que sufrió desde que fue objeto de los inquisidores lo había llevado al hoyo tan temprano.
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