“Hay que crear un estado de conciencia popular de austeridad”, advirtió por cadena nacional al lanzar su flamante programa de estabilización; poco más tarde, redondeó el concepto: “Sabemos que hay exceso de consumo”. Y sorprendió a todos explicando que estaban obligados a colocar la producción en el centro de la acción política, y que “para equilibrar la economía popular” debía “el pueblo regular la satisfacción de sus necesidades a lo imprescindible”. El objetor de despilfarros y anunciador de sacrificios sociales se llamaba Juan Domingo Perón, y corría el año del Señor de 1952 en la república justicialista: el saldo de la balanza comercial, el déficit fiscal, las reservas monetarias, el índice de ventas minoristas y de actividad privada, y los quebrantos comerciales mostraban los efectos de una resaca. “Los ingresos de los trabajadores habían sufrido la pérdida de una tercera parte de su poder adquisitivo y algo había que hacer para detener la tendencia inflacionaria”, recuerda Félix Luna. La fiesta había terminado y había que hacer frente, entre otros fastidios y mishiaduras, a las famosas vedas de carnes rojas y a la ya mítica ausencia de pan blanco en la mesa familiar. Como narra detalladamente Hugo Gambini en su formidable Historia del peronismo, las cajas estaban vacías y el “Primer Trabajador” no dudó en activar el más puro pragmatismo, ni en operar un brusco viraje ideológico para eludir el inminente naufragio. Gambini cita, para la ocasión, al profesor Juan Carlos de Pablo: “Medida por precios al consumidor, en enero la inflación era de 57,6 por ciento anual. En los doce primeros meses del programa cayó al 13,1; en los segundos doce meses a menos del 7 por ciento”. Al evaluar el plan completo, De Pablo sintetiza sus luces y sombras: “Hubo éxito antiinflacionario, fracaso en el aumento del valor de las exportaciones y estancamiento económico con caída de la tasa de inversión”, pero indudablemente se detuvo la marcha hacia el “precipicio”.
Perón acompañó este salvataje de su régimen y de su propio pellejo con un decidido acercamiento a los Estados Unidos, que se dio en distintas modulaciones públicas y privadas, pero que tuvo en la visita oficial de Milton Eisenhower —hermano del entonces hombre fuerte de la Casa Blanca— su acontecimiento crucial. El anfitrión de Olivos lo agasajó como a un rey, hizo que lo escoltaran las chicas de la UES en motonetas y accedió de inmediato a que ingresaran en el país la fábrica de automóviles Kaiser y la petrolera California, medida esta última por la que algunas facciones de la oposición lo acusarían luego de “entreguista”. El gran historiador marxista Milcíades Peña destaca un cable de la agencia Associated Press fechado el 9 de septiembre de 1954: “El Departamento de Estado expresó que anota con satisfacción la decisión argentina de permitir a las firmas norteamericanas que retiren del país algunos de sus beneficios. Con ese acuerdo se pone término a la congelación de transferencias de fondos”. No obstante, la situación más colorida la aporta una vez más Falucho Luna, cuando describe la visita de Henry Holland, subsecretario para Asuntos Latinoamericanos. En la confianza de una charla mano a mano y “sobre las afinidades que revelaba”, Perón se permitió otro consejo: “Había que tener cuidado con los errores de la propaganda norteamericana para no lastimar el nacionalismo prevaleciente en todo el continente y, sobre todo, en la Argentina”. Señaló entonces el caudillo que su pueblo era “muy sensible” respecto de la Antártida, pero a continuación formuló un ofrecimiento inesperado: “Estoy dispuesto a garantizarles todas las bases en la región austral de la Argentina que los norteamericanos puedan necesitar”. Aquella oferta quedó registrada oficialmente en el paper elevado por Holland a su superior, el secretario de Estado John Foster Dulles. La cantidad de anécdotas probadas y los datos concretos que existen acerca de este radical cambio de estrategia piloteado por el mismísimo jefe del Movimiento Nacional Justicialista pueden rastrearse en diversos documentos, crónicas históricas y ensayos clásicos y de nuevísima generación. Como no convenía al relato revolucionario y antiimperialista de los años 60, los escritores que diseñaron el setentismo —la izquierda peronista— barrieron bajo la alfombra este volantazo. A tal punto lo invisibilizaron que hoy les resulta prácticamente inimaginable a sus “herederos” e hijos putativos, estos muchachos grandes que solo tienen prejuicios y pensamientos automáticos, y que consideran los programas de austeridad como un abominable invento del “neoliberalismo”, los buenos vínculos con la nación más poderosa del mundo como una necesaria traición a la patria y las modificaciones del dogma como una grave claudicación. No hay flexibilidad frente a las circunstancias históricas y cambiantes; solo mantras fijos e inapelables, y clichés religiosos.
Una negación emocional de similares características se verifica en el orden público. La afectuosa indulgencia del lector habilitará hoy que este articulista se cite a sí mismo para señalar un ejemplo más actual. Durante los primeros doce meses del primer gobierno kirchnerista las relaciones entre la Presidencia y la Secretaría de Redacción de este diario eran muy ásperas. El 4 de abril de 2004, escribí en estas mismas páginas una columna titulada “El problema de la inseguridad no es de izquierda ni de derecha”: allí explicaba las ancestrales taras del progresismo con este tema tan espinoso y la necesidad de avanzar en una política realista para que el asunto no derivara, por la paradójica dinámica del péndulo, en un rústico fascismo policial. Esa misma mañana me llamó el entonces jefe de Gabinete, Alberto Fernández, para anticiparme que al Presidente le había encantado ese concepto y que lo utilizaría de ahora en más; a la semana siguiente, el diario Página 12 me dedicó una larga y previsible refutación. Kirchner no se dejó arredrar, y eso que estaba en plena seducción de la progresía: abrazó las propuestas de Juan Carlos Blumberg e impulsó una serie de leyes. Por cierto, algo improvisadas y bastante polémicas. Una alta fuente de la Casa Rosada me lo explicó de este modo: “Néstor cree que esa demanda popular está creciendo y que amenaza la política. Ya conocés el viejo adagio peronista: la gente marcha con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza de los dirigentes”. Había en esos meses convulsionados, como ahora mismo, manifestaciones multitudinarias y ardiente indignación en las calles. El escenario no daba para la indiferencia ni para la inacción ni para la retórica vacía; tampoco para un empecinamiento ideológico, es decir: un divorcio narcisista con la sociedad en nombre de ciertas “convicciones profundas”. La plasticidad de Perón y de Kirchner cuando les llegó el agua al cuello —su sentido de la realpolitik, su resistencia a “morir con la suya” y su libertad para remover creencias cristalizadas— está inscripta en el genoma peronista, y sin embargo parece olvidada por los clérigos del Instituto Patria, que siguen cegados por un “capital simbólico” al que le rezan con fervor cada noche: son prisioneros de esa superstición, esclavos de sus falacias y temerosos de una audiencia que ya no representa a las “grandes mayorías” y que solo acepta consignas sectarias y sesgos de confirmación. El desafío del “día después” es tan pero tan mayúsculo que bueno sería, compañeros, releer aunque sea su propia historia. Los libros no muerden.
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