Alegría de vivir. Con estas palabras define París Georges Simenon al comienzo de Maigret duda, la primera de las novelas del comisario que coeditan Anagrama y Acantilado. Su propósito es continuar publicando las obras del autor en nuevas traducciones de calidad —la que nos ocupa corre a cargo de Caridad Martínez—.
Varias cartas anónimas que anuncian un asesinato inminente han llegado a manos del comisario Maigret. Desde hace ya años es jefe de división de la policía judicial, y su despacho —ahora de los principales del edificio— sigue estando donde siempre, en el número 36 del parisino Quai des Orfèvres. Pronto se sabrá que las cartas proceden del hogar de Émile Parendon, abogado especialista en derecho marítimo, casado con la hija de un magistrado expresidente del Tribunal de Casación, padre de dos hijos, acaudalado burgués, etc…
Parendon reside en la Avenue de Marigny, próxima a los Campos Elíseos. Es un hombre pequeño y frágil, de una curiosa levedad. Tiende a Maigret una manita blanca, que parecía no tener huesos, y declara al comisario su admiración. Desde hace años sigue sus casos más famosos en los periódicos de sucesos. Antes de que Maigret pueda entrar en materia y hablarle de los anónimos, el abogado le pregunta: ¿A qué edad empezó usted a comprender a los hombres? Quiero decir a los hombres que llamamos criminales.
Esta inquisición es el punto de partida del que será el leitmotiv de la novela: la obsesión del abogado por estudiar el artículo 64 del Código Penal francés, un precepto cuyo contenido se repite en otros códigos criminales de muchos países: “No cabe crimen ni delito cuando el acusado se hallaba en estado de demencia en el momento de la acción, o cuando le impelía una fuerza a la que fue incapaz de resistir”.
¿Hasta qué punto somos culpables…? —cavila Parendon. Responder esa pregunta es su hobby, su manía desde hace décadas, pese a que él no defienda a criminales, sino a navieros y armadores de barcos. Hace años que el abogado tiene un affaire con su secretaria. Madame Parendon lo sorprendió en cierta ocasión, pero permitió la infidelidad para no romper la familia. Tanto ella como él poseen pistolas en el domicilio conyugal de la avenue Marigny, para defenderse de ladrones, guardadas en sendos cajones de sus dormitorios.
El crimen que anuncian los anónimos tendrá lugar en breves páginas, el drama está servido y, como en todas las novelas de la serie, el comisario se dedicará a entrevistar a los sucesivos sospechosos y, entre tanto, a pasear con su pipa por las calles de un París primaveral. Maigret también engaña a la señora Maigret, pero de un modo mucho más benévolo: le cuenta que debe quedarse a trabajar a mediodía en el Quai des Orfèvres, cuando lo que hace es dar rienda suelta a su deseo de soledad y deambular hasta la Rue de Miromesnil, para acabar sentado en una brasserie donde degustar andouillette con patatas fritas.
A Maigret le gustaba de vez en cuando comer así, solo, dejando errar la mirada sobre una decoración vetusta y sobre personajes que las más de las veces trabajan en los patios traseros, donde hay insólitos despachos, gestores, casas de empeño, ortopedias, filatelias…
Y mientras come la andouillette, las palabras de Parendon resuenan de nuevo en su mente: “¡El artículo 64, señor Maigret, no olvide el artículo 64!”. Y trata de reflexionar: ¿Cómo dar por sentado que un hombre, en el momento de matar a otro, era capaz de resistir su impulso? Y vuelve a su memoria la voz en off de Parendon: No odio a nadie, porque no creo que ningún ser humano sea plenamente responsable… —El comisario bebe el último sorbo de su vino joven y afrutado, tal vez mientras en la Avenue de Marigny se perpetra el asesinato anunciado…
Por suerte para sus lectores, Anagrama y Acantilado anuncian en la solapa trasera del libro que se encuentran en preparación otros dos nuevos casos: Maigret tiene miedo y Maigret y la vieja dama, donde podremos seguir paseando por París, disfrutando de los vívidos retratos de personajes de Georges Simenon, y quién sabe si también de la alegría de vivir.
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