No había ni un solo junco en aquel apartado lugar del Peloponeso, pero daba igual. Había olivos, cipreses, higueras, almendros. Había un cielo clavado en los picos verticales del Taigeto, una pequeña cala azul y pedregosa, y un paseo de veinte minutos desde Kalamitsi al pueblecito de Kardamyli por un sendero amarillo de tierra donde el canto de las cigarras ofrecía una obertura monocorde del concierto sinfónico, al final del escenario de pinos, de aquel trozo infinito de mar.
Los escalones excavados en la roca descendían casi en vertical hasta una pequeña playa de guijarros donde el viajero bajaría a nadar cada mañana hasta casi el final de su larga vida. La fría corriente de los ríos de Europa en su juventud, cuando caminaba entre los bosques y el agua fabricando su propia aventura, la cascada azul de Lemonodassos, los lagos subterráneos de las cuevas de Creta, las playas de Alejandría, las secretas calas de Hydra, la puerta subacuática del Hades en Matapán, habían terminado fortaleciendo el cuerpo y el alma del viajero quien, como un Aquiles singular, parecía tener la protección de las criaturas marinas. Solo esto explicaba que, con 69 años cumplidos, decidiese cruzar el Helesponto a nado y llegase vivo, exultante y fortalecido al otro lado, ante la asombrada mirada de los escépticos. De alguna manera enlazaba con la tradición de su admirado Lord Byron, el primer gran nadador de los tiempos modernos, quien, a pesar de su cojera, fue un gran fondista, con un listado de retos casi tan asombroso como el de amantes: En 1810, junto a su amigo el lugarteniente Enkehead, cruzó en una hora los 1960 metros del Helesponto, como Paddy, imitando a su vez al poeta Leandro que, según la leyenda, nadaba diariamente de Abydos a Sestos para ver a su amada, la sacerdotisa Hero. También atravesó el Tajo en otra asombrosa exhibición, aunque menos conocida, y en 1818, con 30 años, nadó de la isla de Lido hasta más allá de Venecia, por una apuesta. Tardó más de cuatro horas, pero llegó solo, pues sus dos rivales abandonaron a mitad de camino.
Tal vez Poseidón los bendijera al nacer, o, en el caso de Paddy, alguna sirena enamorada procuró su cuidado al descubrir por entre la espuma de las olas el tatuaje en el brazo izquierdo: una homérica sirena de doble cola que le confería el aspecto de un guapo Corto Maltés de cabellos rubios.
Siempre imaginé a Paddy sentado en un antro oscuro de un barrio peligroso de Ámsterdam, Bulgaria, El Cairo o incluso en alguna choza de palmeras de las Antillas, bebiendo ron mientras un fornido tatuador dibujaba esa rara criatura marina sobre su piel. Pero no. La realidad es que se trataba del trabajo de un afamado tatuador londinense que tenía su negocio en Waterloo Road, y de cuya existencia supo a través de la recomendación del mismísimo John Julius Norwich, el historiador y escritor padre de Artemis Cooper, la mujer que años después escribiría la magnífica biografía de Paddy.
La criatura (sirena o gorgona) elegida para penetrar en su piel y quedarse a vivir allí era, cuanto menos, inquietante. Algo tendría que ver, tal vez, con el deseo del viajero de aunar en una sola e imposible figura de mujer sus dos patrias: Grecia y el Mediterráneo y Rumanía y el Mar Negro. Al menos, esto es lo que Paddy cuenta en Mani:
“Las gorgonas (Polites es la mejor guía en este tema), aun cuando han conservado su antiguo nombre, han sufrido una metamorfosis marina: justo debajo de la cintura la carne se les lamina gradualmente en escamas, y como sirenas se les ensanchan las caderas, para luego ahusarse en una larga cola de pez. En ocasiones, en vez de piernas tienen dos espirales escamosas […]. Se las representa sosteniendo en una mano un barco y en la otra un ancla […]. Su hábitat principal parece ser el este del Egeo y el Mar Negro.”
Con la tinta de la sirena todavía fresca en el antebrazo izquierdo, Paddy añoraba volver cuanto antes a Kardamyli. Las primeras negociaciones de compra de la casa habían sido un desastre, pues la tierra era propiedad de una familia de varios miembros que no se ponían de acuerdo en casi nada de lo relacionado con la venta. Uno de los propietarios, Angela Philkoura, tenía en el solar una precaria cabaña que compartía con cabras y gallinas, y se negaba en redondo a moverse de allí y menos a entregar la tierra a cambio de aquellos billetes que para ella eran solo trozos de papel. Paddy, sin embargo, no perdía la esperanza, y con su habitual don de gentes dio con una joven pareja de griegos que vivía en una pequeña casa encalada cercana y a los que les entusiasmó la idea de que unos extranjeros “con dinero” viniesen a vivir a aquella desolada parte de Grecia. Entre todos convencieron a los reacios propietarios, que en un primer momento les ofrecieron alquilar por cincuenta años el terreno, pero que tras la insistencia de todos y el encantador tesón de Paddy, que les convenció hablándoles en un perfecto griego local, finalmente accedieron a la venta.
Joan, desde Londres, tenía noticias de las negociaciones a través de la correspondencia, pues Paddy, por entonces enfrascado en el manuscrito de Roumeli, su libro de viajes por el norte de Grecia, le escribía con regularidad contándole con detalle el proceso y tratando de animarla sobre la acertada elección del lugar, aunque en su masculino entusiasmo no siempre acertara en los términos:
“Querida Joan, finalmente hemos comprado la tierra, que es mucho mejor que alquilarla, pues tendremos algo que dejar a nuestros hijos. Es disparatado, lo sé, pero existe la posibilidad de tener descendencia… ¡a menos que lo hayas descartado por culpa de mi absoluta idiotez! […]
Ella le contestaba, muy en su estilo de Penélope herida que olvida el viejo pacto entre ambos: “No me hagas llorar sobre el tema de mis descendientes, aunque los tuyos puede que sí anden por ahí…”
Una conversación cuanto menos singular, pues la pareja por entonces rondaba los cincuenta años. A los pocos meses, la esperanza del heredero para aquella casa entre los juncos desaparecería por completo, pues Joan era sometida a una histerectomía, una operación que aumentó la pesadumbre de ella y los remordimientos de él. Cinco años más tarde, el 17 de enero del 68, formalizarían su relación contrayendo matrimonio civil en Caxton Hall, Westminster.
Hay varias fotos de aquel día. Las he mirado muchas veces porque son hechas al azar, sin poses ni ceremonias, y tienen el valor de lo improvisado; momentos capturados en la puerta de los juzgados una mañana fría de sol londinense. Ambos, elegantes y sobrios, bajan los peldaños de su nueva vida inaugurada con una tímida sonrisa, casi de tranquila satisfacción ella, como si acabara de ganar una de sus silenciosas partidas de ajedrez jugando con un niño; de forzada naturalidad él, que, habituado a la sonrisa fresca de muchacho desenfadado en casi todas las situaciones, incluso en mitad del peligro de secuestrar a un general nazi en plena guerra, sin embargo aquella mañana su rictus se reducía a una sonrisa formal, casi etrusca, de comprometida satisfacción.
He aparcado el coche en un lado del camino, junto al estrecho sendero que desciende hasta la casa de Paddy. En el pueblo me habían dicho que la casa estaba en obras, y que no me iban a dejar entrar, pero yo había hecho un largo viaje para llegar aquí. No iba a abandonar ahora. Efectivamente, el acceso estaba tapiado con señales de obras y con varios tablones de madera y tela de alambre. Adentro, las maquinarias, la arena y los montones de ladrillo y el ajetreo de los obreros se adivinaban a través de los huecos de las ventanas y los arcos de las puertas. Me agaché junto al muro de la entrada para poder observar con mayor detenimiento el interior, aprovechando una grieta entre las maderas, cuando en ese momento, un hombre con gorra de visera se asomó, gritando: “¿Quién es usted? No se puede entrar”, vociferaba en inglés.
No sé si fue el tono de apasionada disposición a no dejarme vencer, el argumento interminable en un aturrullado inglés casi ininteligible, o el gesto sincero de profunda desolación, como de niña perdida en el bosque, que el obrero pudo ver en mi cara, pero algo de todo aquello le hizo cambiar de opinión.
“Solo usted; solo unos minutos”, sentenció, retirando los tablones unos centímetros para dejarme entrar. Luego se marchó a lo suyo, dejándome allí sola. Con las prisas, había cogido la mochila, pero no la cámara fotográfica. Maldije en voz baja mi torpeza, pero ya no podía salir y volver a entrar, así que avancé por aquel lugar, procurando grabarlo todo en la retina.
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Capítulo I: Atenas. Una habitación con vistas
Capítulo II: Tabernas, amigos y una princesa
Capítulo III: Atenas era una fiesta
Capítulo IV: El canal de Corinto y la muerte de Lord Byron
Capítulo V: Historia de unas pantuflas por el camino de Teseo
Capítulo VI: ¡Galatas, Lemonodassos!
Capítulo VII: El equipaje del viajero y la isla de Hydra
Capítulo VIII: Hydra de ida y vuelta
Capítulo IX: Epidauro (Primera Parte): Salvando a un príncipe
Capítulo X: Epidauro (Segunda Parte): Un drama en varios actos
Capítulo XI: Micenas, Michalis y Agamenón
Capítulo XII: Una peluquería en Esparta
Capítulo XIII: Hacia Mani: Infierno y Paraíso
Próximo capítulo: Una casa entre los juncos (Segunda parte)
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