Piensen en el negativo de una escultura. El hueco por rellenar. El hueco absurdo. El vacío. Oquedades es un retrato al revés de alguien —yo— que se empeña en abrir la piel, rebuscar en las cavidades, rebañar las entrañas, lamer la espátula de silicona con placer de repostero. El cuerpo-cuenco. La muerte, siempre acechante. La vida, testaruda, que se impone. Oquedades nació como intento de conjurar la depresión —vacío de vacíos— pero se dejó llevar por el afán arqueológico y terminó excavando cada recoveco del yacimiento, exhumando cada hueso. No, no es el miedo a la muerte. Es el miedo a la vida. Vivir: perder, desprenderse, llenarse de huecos. Oquedades. Pero no me tomen demasiado en serio. Como me dijo un crítico de renombre, cráneo privilegiado, maestro de todas las letras, algún día, mis (inéditas) obras completas podrán titularse La alegría de la huerta.
El poemario inédito Oquedades quedó finalista del Premio Adonáis 2020.
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Rigor mortis
He asistido a mi autopsia
en una morgue limpia
de paredes blancas
con un bisturí afilado
abriéndose paso
hacia las entrañas.
Por las hendiduras del muerto
—recuerden: que soy yo—
brotan humores negros,
se alivia la presión,
y el cadáver es un cuerpo
que por fin se relaja.
El forense de bata blanca
se refleja en mi cara,
responde con mi voz,
pronuncia mis palabras.
Las manos del forense
—sépanlo: también soy yo—
me cantan una nana.
***
Día 12
Mi reloj de arena solo contiene
un minuto
pero se está echando la siesta
y ahora lo contiene todo.
Se convierte en playa
y si conjuro los reflejos
del cristal logro
ver el mar.
Ya no hay clepsidras,
el mundo en suspensión
y este tiempo es su regalo.
Pero mis manos tiemblan
porque el reloj de arena
que solo contenía un minuto
—solo uno—
y ahora lo contiene todo
empieza a pesar demasiado
y temo que se caiga
y temo que se haga pedazos.
Temo este regalo envenenado
en el que palpita el deseo
del descanso eterno.
***
Me hundía, boqueaba, enredada en
algas-lianas-calamaresgigantes-medusastransparentes,
cerré los ojos. Solté los brazos. Ya basta.
(Me rendí, lo juro). No más calambres,
no más sal abrasando la garganta,
no más lucha, no más zafarse.
Abrazadme, conducidme al tálamo
de los cien tentáculos.
Me rendí, lo juro.
Pero en alguna parte,
no sé cómo,
un rumor me mantiene a flote.
***
Victoria
«¿Qué llevo en mi bolso?»
Dinero, teléfono, llaves,
clínex, lápices de Ikea
y la cabeza de Medusa
cercenada.
Victoriosa Persea, apoyo los pies, celebro la gesta,
ofrezco a los dioses un hermoso cordero.
Palas me conduce y Niké me eleva:
que Apolo trence hojas de laurel en mi cabello
y que el poeta ciego cante ¡oh, musas! la epopeya que merezco.
No era esta la gloria que soñaba
pero hoy celebro
que he salido de la cama, me he duchado
y llevo en el bolso pintalabios.
***
Res non verba
Para ti, papá
Tu amor me pesa
abocada a la certidumbre
de que un día no estarás;
nadie será entonces refugio
ni me mirará como si fuese
feliz juego de la edad tardía,
otro milagro de la primavera.
Hoy me fijo en tu cojera o en las manos que te tiemblan
en medio del humo que forma el tabaco
y resuena en mi cabeza el olmo viejo, hendido por el rayo,
etcétera (ya sabes),
todos los versos compartidos
desde aquellos primeros cuentos.
Y el día en que me toque subir al alto Espino
cuando la sombra del ciprés te alcance
y estés debajo del almendro,
iré a pasear con Anita y José Arcadio, con Kutuzov,
Sorel, Meursault, Maximiliano.
Volará, quizás, una bonita milana, el cuervo Jacobo.
Cantarán conmigo esta
elegía tejida a tantas manos:
Que por mayo era por mayo
pensando en ti, como ahora pienso
las palabras entonces no sirven, son palabras.
Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi
que tenemos que hablar de muchas cosas.
Aquél de buenos abrigo, amado por virtuoso de la gente
polvo será, mas polvo enamorado,
tanto amor y no poder nada contra la muerte…
dichoso el árbol que es apenas sensitivo
¿ké fareyó ‘o ké serád de mibi?
Estos días azules y este sol de la infancia
tengo miedo de quedarme con mi dolor a solas.
Duerme, vuela, reposa: ¡también se muere el mar!
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