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Fábula - Eduardo Martínez Rico - Zenda
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Fábula

Su madre tuvo que protegerlo de los ojos y dientes diabólicos de los que presenciaron el alumbramiento. Poco a poco lo fueron aceptando. En nada, en casi nada, parecía una hiena. Había salido a su padre. ¿Cómo vino al mundo? Una noche el ángel, su padre, llegó cansado y se acurrucó junto a la hiena,...

Nació del vientre de una hiena, pero fue fecundado por un ángel.

Su madre tuvo que protegerlo de los ojos y dientes diabólicos de los que presenciaron el alumbramiento.

Poco a poco lo fueron aceptando.

En nada, en casi nada, parecía una hiena. Había salido a su padre.

¿Cómo vino al mundo?

Una noche el ángel, su padre, llegó cansado y se acurrucó junto a la hiena, su madre, buscando calor. Tenía tanta necesidad de él que no le importó que a su lado yacieran cientos de hienas.

Con el alba y un poco de leche, el ángel remontó el vuelo.

No, no parecía una hiena. Había salido casi en todo a su padre.

"Las hienas lo sorprendieron, despertaron sus diabólicos ojos y dientes, dientes y ojos muy abiertos"

Pero cuando el sol se ocultaba, recogiendo sus blancas y brillantes alas de pluma bajo un manto de piel de hiena muerta, cuando el sol se ocultaba y sus compañeros salían a cazar al páramo, conseguía apagar sus ojos, encogerse y actuar como una hiena.

El día en que lo mataron, muchos años después, su madre no pudo defenderle. El sol se había ocultado, como suele suceder antes de la noche, y las hienas habían salido a cazar. El páramo era el mismo desierto de siempre.

Pero una nueva criatura había en él.

Un hombre caminaba solo. Llevaba barba, iba calzado con unas pesadas botas hasta las rodillas. El jeep se le había averiado y buscaba gente.

Las hienas lo sorprendieron, despertaron sus diabólicos ojos y dientes, dientes y ojos muy abiertos. El hombre estaba rodeado, sin escapatoria, y sus gritos de socorro no encontraban oídos. Oídos humanos.

Entonces él, como en un impulso, pareció recordar algo. Como en un impulso, se quitó la piel de hiena muerta que tapaba sus alas. Irguió su alta figura y se lanzó en ayuda del hombre.

El hombre hubiera podido decir que los ángeles existían, pero, como suele ocurrir con estas cosas, nunca hay tiempo para contárselas a nadie.

"Aquella tarde el sol estaba empezando a ocultarse, como era su costumbre. La madre yacía, sin nada que le impidiera el movimiento, en el centro de un círculo de hienas"

Las hienas olvidaron al que consideraban ya una hiena, tan hiena como ellas, y se abalanzaron, los dientes y los ojos demoníacos, muy abiertos, contra él y el hombre.

Las alas se batieron con fuerza y aprendieron a volar. Apenas recibieron unos arañazos, aunque el corazón ya estuviera herido de muerte. Él y el hombre ascendieron, ganaron altura con rapidez, el páramo y las hienas quedaron lejos muy pronto.

Siguieron ascendiendo.

Cuando se sintió a salvo percibió la realidad: en sus brazos había un cadáver de hombre y de su propio pecho manaba una herida interminable.

Transcurrió el tiempo.

Las hienas no vieron regresar a su antiguo compañero. Esperaban el día de la venganza, pero ese día parecía no llegar. Por eso decidieron matar a la que había engendrado al traidor, a la que antes que él había traicionado a su tribu, si así se puede llamar a un grupo de hienas.

No en vano, pensaban las hienas más sabias, ella era más culpable que él.

Aquella tarde el sol estaba empezando a ocultarse, como era su costumbre. La madre yacía, sin nada que le impidiera el movimiento, en el centro de un círculo de hienas, cientos de hienas. Habían llamado a otras tribus, si es que se pueden llamar así a los grupos de hienas.

Iban a abalanzarse sobre ella, a ejecutar su justicia.

Pero él no iba a permitir que eso ocurriera. Había estado esperando este día, esta tarde, este momento en que el sol empezara a ocultarse, siguiendo su costumbre.

Su herida interminable había dejado de manar. El corazón de un ángel no sangra.

"En su ascenso, el ángel iba tranquilizando a la hiena, mezclando la voz de los hombres con la de las bestias, la que ella conocía"

Cuando el círculo ya era tan estrecho que la madre podía recibir en su hocico el aliento de sus antiguas compañeras, una sombra blanca surgió del cielo y descendió como una flecha vibrante, y las apartó con la voz que el hombre de la barba y las botas le había enseñado. Llevaba en su mano izquierda una antorcha que llenó de terror a las hienas, pues éstas eran ignorantes y no conocían aún el regalo del cielo.

El ángel, que ahora sí que se parecía en todo a su padre, tiró el fuego hacia la multitud de animales, cogió a su madre en brazos, tomó fuerza de la tierra, y desapareció volando, como una vibrante flecha, entre las nubes ya prácticamente oscurecidas por la inminencia de la noche.

En su ascenso, el ángel iba tranquilizando a la hiena, mezclando la voz de los hombres con la de las bestias, la que ella conocía. Y ella fue recordando alguna de las palabras que oyó en sueños a aquel exhausto que se tumbó un día a su sombra, frío como si viniera de la más alta de las montañas.

Entonces el ángel le limpió de los ojos la mirada diabólica de las hienas, pues han nacido con ella y no se les puede culpar por esto. Y después el ángel borró el sarcasmo brillante de la sonrisa de su madre, la sonrisa que chirría de las hienas, pues han nacido con ella y no se les puede culpar por ello.

Y siguieron ascendiendo sin parar, las alas enormes batiéndose con cada vez más alegría y vigor.

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Eduardo Martínez Rico

Nació en Madrid en 1976. Se licenció en Filología Hispánica en 1999 por la Universidad Complutense de Madrid, y se doctoró en Filología, por la misma Universidad, en 2002. Es autor de 17 libros publicados, de novela, biografía y ensayo. Entre sus obras se pueden citar las novelas históricas Cid Campeador y Fernando el Católico. El destino del rey, su ensayo La guerra de las galaxias. El mito renovado y su biografía Pedro J. Tinta en las venas. Ha sido profesor del Instituto de Empresa y de la Universidad de Mayores del Colegio Oficial de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras de Madrid (Literatura Española).

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