A principios del siglo pasado los grandes duelos dialécticos se seguían por los periódicos y se debatían cara a cara en los bares. En una tarde de 1918, el notable economista Joseph Schumpeter y el padre de la sociología moderna, Max Weber, se encontraron en un café de Viena para intercambiar impresiones acerca de la revolución rusa. El primero estaba excitado ante la perspectiva de que la teoría de Marx probara su viabilidad en el terreno, pero el segundo se mostraba seguro de que esa práctica conduciría a la miseria y a la violencia. “Sí, eso es lo que ocurrirá —aceptaba Schumpeter—. Pero qué perfecto experimento de laboratorio”. Weber se exaltó: “¡Un laboratorio en el que se apilarán montañas de cadáveres!”. Schumpeter no abandonó su gélida mirada: “Lo mismo se podría decir de cualquier sala de disección”. Los testigos narran que intentaron sin éxito desviarlos de esa polémica, pero que ambos se enrocaron en sus posiciones; el primero con su sarcasmo, el segundo con su indignación. Cuando el cruce alcanzó su punto máximo, Weber se levantó de la silla y se marchó de manera intempestiva, olvidando incluso su sombrero. No movió un músculo su interlocutor, apenas esbozó una sonrisa: “¿Cómo puede un hombre gritar tan fuerte en un café?”. Añade de su cosecha el filósofo francés Jean-François Revel: “Como economista, Schumpeter pensaba que el fracaso significaría refutación. Como sociólogo, Weber sabía que ninguna utopía se siente jamás refutada por su fracaso”.
La anécdota es famosa en el mundo académico y Revel la incluye en un libro llamado La gran mascarada, donde despliega su penúltima perplejidad. Luego de la implosión del régimen soviético —no por ataques exteriores sino por su propia putrefacción interna— muchos pensaron que la izquierda internacional produciría una reflexión crítica, pero sucedió todo lo contrario: “Hizo esfuerzos sobrehumanos para no sacar fruto del naufragio de sus propias ilusiones» y construyó laboriosamente la idea de que el problema de aquel mundo bipolar no era el sistema que se había muerto sino la democracia liberal que lo sobrevivía. Todo este asunto no es meramente arqueológico, puesto que exhibe una conducta mental que caracteriza ya no a los adalides del “socialismo real” sino a sus orgullosos descendientes: los populistas del siglo XXI. “Para un ser ideológico —abunda el autor—, obtener durante décadas el resultado contrario de lo que se pretendía no prueba jamás que sus principios sean falsos o su método erróneo”. En el mejor de los casos, el modelo —cualquiera sea éste— “era bueno porque respondía al ‘sueño’ de tanta gente buena”, y sus ruinosas secuelas se explican así: “Negamos categóricamente que esos desafortunados sinsabores expresen la esencia de nuestro proyecto, que permanece intacta, inmaculada y con la promesa de una próxima encarnación”. El criterio para evaluar a los defensores de un modelo ideal —concluye— no son entonces sus actos sino sus intenciones; los hechos pueden ser rebatidos, pero una utopía es imposible de objetar.
El único interrogante pertinente que recorre hoy la Argentina es qué cuernos hará el kirchnerismo frente a la confirmación de una eventual derrota, la abrumadora evidencia de un formato de gobernanza que no funciona y la grave enfermedad económica a la que sólo ha atinado a aplicarle ensañamiento terapéutico. Es dable pensar, como Revel, que en el neocamporismo y en los círculos concéntricos del Instituto Patria los hechos objetivos no harán mella ni producirán autocríticas de fondo ni cambios de opinión, puesto que el narcisismo ideológico y el blindaje religioso de su “utopía” —vamos a llamarla así— les hace prácticamente imposible cuestionar tanto el dogma como sus mandamientos. Ese núcleo, cultivado por Cristina Kirchner, carece del pragmatismo histórico del peronismo troncal. Allí el relato es más fuerte que cualquier prueba o guarismo; allí la única verdad no es la realidad, sino su versión más conveniente. El kirchnerismo —lleno de tantas “buenas intenciones”— no puede fracasar, y cuando lo hace, cuando se ve obligado por el voto castigo a volver a casa y lamerse las heridas, a lo sumo se dedica a la excitación de la “resistencia” y a la autocomplacencia del glamour del “loser digno”: perdimos no por nuestra propia ineptitud y anacronismo sino porque éramos los mejores, y porque en este sistema de malvados y egoístas los buenos siempre pierden.
El planeta kirchnerista, sin embargo, es más ancho que sus fanáticos más intensos. Y entonces, más allá de triquiñuelas imaginarias y ficciones verosímiles (el peronismo es una gran mentira muy bien contada), se abren otras perspectivas y conjeturas acerca de la pregunta del millón. Una de las hipótesis —la más pesimista— conduce a una radicalización, para la que no parece haber caudales suficientes, ni condiciones objetivas de imponerla por la fuerza, como cuentan otros regímenes “hermanos” de América Latina. La más optimista, en cambio, consiste en que el kirchnerismo calque a partir del “día después” esta táctica preelectoral del doble discurso, habilitando secretamente un acuerdo con el Fondo y arrojándole, a un mismo tiempo, piedras desde la tribuna. Pero incluso esta variante parece insostenible, en tanto y en cuanto un camino moderado implica sacrificios sin beneficios de corto alcance y al menos un giro copernicano en la política exterior: no podremos seguir apoyando dictaduras regionales que violan los derechos humanos. Es por eso que el kirchnerismo parece aproximarse a su momento de la verdad: salvar al país del abismo seguro o salvar lo que le queda del capital simbólico. Las alternativas no se presentan como combinables sino como antagónicas, y para este dilema quizás ya no existan tangentes, atajos ni maquillajes. El capital simbólico, para decirlo con todas las letras, consiste en defender a capa y espada —incluso hasta el dislate o el suicidio político— el espacio mítico de “los pibes para liberación”, que se sienten herederos de los 70, aquella experiencia que “salió mal, pero estaba bien”. La Pasionaria del Calafate pretende usufructuar para siempre la idea de que es una líder de izquierda. Una idea, por otra parte, fraudulenta y risible. Hace unos días, reflexionando sobre España, Javier Marías —de larga trayectoria en el progresismo democrático—, se preguntó: “¿Pueden ser de izquierdas partidos que veneran a Perón —tan amigo de Franco—, se asemejan en sus métodos difamadores a la Falange de los años 30, y no acaban de ver con malos ojos a los talibanes ni a Irán?”. ¿Pueden ser de izquierda quienes jamás condenan los despotismos del palo y muy especialmente a la “rabiosa pareja” Ortega-Murillo, que reprime y mata en Nicaragua; ni a Nicolás Maduro, “cuya bota ha echado a patadas a 4 o 5 millones de venezolanos”, quizá más de los que exilió nunca el franquismo; ni a la Cuba castrista, que somete con mano de hierro a su pueblo y le impide celebrar elecciones libres; ni a la Rusia de Putin, que “asesina y tortura a disidentes”? Marías, como Revel, fustiga a esa clase de militantes inspirados en Sartre, que “en su juventud se aproximó al nazismo y en su vejez calló o defendió las carnicerías de Mao, y rechazó el Nobel públicamente para luego reclamar en privado el dinero del premio”. Describe de este modo una impostura y una mentalidad impermeable al error, y de paso menciona a quienes también son los nefastos aliados de nuestra Cancillería. Esta izquierda —sugiere Marías— es en verdad otra forma de la derecha.
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Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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