Otro veintisiete de octubre, el de 1889, hace hoy ciento treinta y dos años, esa Ucrania en la que Nikolái Gogol localizó el legendario periplo de su Taras Bulba, por ser ésta la tierra más levantisca de la Gran Rusia, ve venir al mundo a otro paria. Uno más de los perdedores natos que abren los ojos en Guliaipolé, una pequeña localidad del óblast de Zaporiyia. El recién nacido será inscrito en el registro civil con el nombre de Néstor Majnó.
Casi dos mil quinientos años después, ya en nuestra era, el pequeño Néstor es un niño de apenas unos meses y cuatro hermanos cuando muere su padre, un campesino pobre. Obligado a trabajar con apenas siete primaveras, pastorea vacas y ovejas en su Guliaipolé natal. Tan sólo va a la escuela cuatro cursos, los que transcurren entre sus ocho y sus doce abriles, edad —esta última— a la que se emplea como peón de los colonos alemanes en Ucrania. No tarda mucho en empezar a odiarles y jurar que se vengará de ellos.
Sus primeros contactos con la sedición datan de la Revolución de 1905. Tras trabar conocimiento con algunas organizaciones políticas, ácrata nato, como buen campesino ucraniano, se decanta por los anarquistas y desde el comienzo es el militante más entregado. Tanto que en 1908 le detiene la policía zarista, la temida Ojrana.
Acusado de pertenecer a una asociación libertaria, es condenado a la horca. Salva el cuello dada su corta edad: sólo cuenta diecinueve años. La pena le es conmutada por trabajos forzados a perpetuidad. Ésa es la clemencia del zar Nicolás II con los revolucionarios.
Confinado en la Butyrka, la prisión central de Moscú, pese a que pasa buena parte de su cautiverio en celdas de castigo por su constante mal comportamiento, sabe hallar la forma de instruirse entre rejas. Otro de los anarquistas allí presos es Piotr Archinof. Habrá de ser el cronista de su gloria. De momento, es quien guía sus lecturas. Ante este panorama, pese a estar perdiendo los mejores años de su juventud en la cárcel, Néstor aprende gramática rusa, economía política y cultura general.
Enfermo de los pulmones a consecuencia de la humedad y el frío sufridos en las celdas de aislamiento, Néstor Majnó, como el resto de los anarquistas que se pudren en la Butyrka, es liberado por los trabajadores en 1917. Le excarcela la Revolución de febrero, que acaba por hacer que Nicolás II se deshaga del imperio con la misma parsimonia que un capitán de caballería hubiera rendido su escuadrón. Los presos del zar, muy por el contrario, tardan ocho días en aprender a andar sin los grilletes que encadenaban sus pasos durante todo el cautiverio.
Apenas es liberado por los comunistas, Majnó aún siente cierta admiración por Lenin. La pierde cuando los agentes de la checa comienzan a aplicarse contra el movimiento libertario con el mismo ahínco que la Ojrana zarista. Al punto comprende lo que ya entendió Bakunin en el seno de la I Internacional: no hay cruce posible entre los caminos del anarquismo y el comunismo.
Cuando Majnó regresa a Guliaipolé, tras nueve años de prisión, irradia su fulgor revolucionario a todo el sur de Ucrania. Su equipaje consiste en un saco, que carga al hombro, lleno de libros y periódicos: literatura anarquista. Los libertarios son perfectamente conscientes de que la cultura, que no la política, es el verdadero instrumento para la emancipación. Por lo demás, apenas saben qué es una cooperativa, una comuna, un delegado… cuando espontáneamente comienzan a poner todo eso en marcha. El 29 de marzo de 1917 fundan el Consejo de Insurgentes. En la historiografía comunista será el “soviet local”.
Allí, en las crónicas de las sesiones del Consejo de Insurgentes, se da noticia de la designación de Néstor Majnó como batko (padre) de la revolución ucraniana. El paladín de los sin amo es elegido por aclamación. Ése será el procedimiento por el que designarán a todos los delegados —que no líderes ni jefes— de sus consejos y escuadrones.
Por el momento, ante el enemigo común que suponen los gobiernos provisionales, los bolcheviques, incluso con su propia revolución en marcha, consienten la Ucrania anarquista como un “ensayo social”. Su actitud es la misma cuando, a mediados del 18, los majnovistas se baten contra las tropas austrohúngaras y alemanas, que reclaman Ucrania. En octubre, lo hacen contra el atamán Pavló Skoropadski, antiguo general zarista convertido en un caudillo militar del nacionalismo ucraniano.
“La guerra sin revolución no sirve para nada”, recuerda Majnó una y otra vez, frente a la consigna comunista de posponer la revolución a cuando se haya ganado la guerra. Así que, en cuantas aldeas liberan los majnovistas, organizan una comuna libre, una colectividad agraria regida por los campesinos, quienes se adhieren a ella libremente. En noviembre del 18, tras expulsar de Ucrania a los ejércitos extranjeros, es proclamado el Territorio libre, con capital en Guliaipolé. Los roces con los bolcheviques no se hacen esperar.
A Majnó y a su gente, de un día para otro, puede vérselos combatiendo en lugares que distan entre sí más de cien kilómetros. Su caballería llega a considerarse una de las mejores del mundo. En las aldeas les aprovisionan con caballos de refresco. Hacen correr la sangre igual que han hecho que corra la sangre entre ellos. «Vencer o morir” ese es el dilema de los desheredados de Ucrania en aquel momento histórico. “Pero no podemos morir todos: somos muchos; somos la humanidad. Por lo tanto, venceremos”, proclama Majnó en los pasquines que imprimen para los obreros, los campesinos, los cosacos del Don y del Kuban, e incluso algunas tropas austroalemanas que, desmoralizadas ante el cariz que va tomando la Gran Guerra, deciden no volver a sus países. Ya son carne de cañón. Comienzan a creerse aquello que proclaman los anarquistas de que a los hombres no les separan las fronteras, sino las clases sociales. Máxime al darse cuenta de que los majnovistas sólo ejecutan a los oficiales y a los soldados reconocidos como autores de crímenes contra el campesinado. “Nuestra victoria no lo será para repetir los ejemplos pasados y poner nuestra suerte en manos de nuevos amos”.
Contra todo y contra todos, como se alza el ideal libertario, en enero del 19 el Ejército Negro ya se bate contra los últimos nacionalistas ucranianos, una hueste del atamán de Jerson conocida como el Ejército Verde. En febrero de ese mismo año, se declara en Guliaipolé la movilización general contra el Ejército Blanco (zarista). Los roces con los bolcheviques se siguen sucediendo. Trotski —ucraniano además de creador del Ejército Rojo—, de un modo manifiesto, decide anteponer la derrota de los anarquistas a la de las tropas zaristas. So pretexto de ayudar a los majnovistas, en el otoño de 1920 envía a Ucrania un tren blindado cargado de tropas y sus terribles comisarios políticos. Tienen órdenes de empezar a poner en marcha la represión contra los anarquistas.
Con el Ejército Negro mediado por una epidemia de tifus del último octubre, Majnó es declarado «proscrito» por el Comité Central del Partido Comunista Ucraniano en diciembre de 1920. Seguirá cabalgando contra el Ejército Rojo, junto a los pocos jinetes que nunca se le separan, hasta agosto del 21. A la sazón, las heridas abiertas desde marzo en los diferentes combates que ha mantenido contra los comunistas, hacen que el Consejo de Insurgentes decida su partida. Cruza la frontera rumana a la búsqueda de los cuidados médicos. Lejos de encontrarlos, el paladín libertario, hostigado por las autoridades locales, se traslada a Polonia. Juzgado allí por actividades antipolacas en Ucrania, es absuelto.
Instalado en la entonces ciudad libre de Danzig, se le vuelve a detener. Consigue fugarse ayudado por los anarquistas locales. Al cabo recala en París. Allí, en la ciudad de la Comuna, le lleva al hoyo el 25 de julio de 1934 la tuberculosis contraída en la prisión de Moscú. Sus restos se guardan en el crematorio columbario del cementerio de Père-Lachaise. No muy lejos del Muro de los federados, donde los versalleses fusilaron a los últimos comuneros que defendieron su ciudad.
No, el destino del pequeño paria que viene al mundo un día como hoy, de hace ciento treinta y dos años en Guliaipolé, no está escrito por mucho que lo pueda parecer.
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