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Gotina y calizo - Zenda
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Gotina y calizo

Zenda publica ‘Gotina y calizo’, un cuento de Pelayo Cardelús protagonizado por una gota de agua, una roca y todo lo que hay entre ellas. *** Segundos después, un desprendimiento de rocas y piedras quebraba el silencio de aquellas soledades. En este alud estruendoso llegaba al mundo Calizo, un pedrusco feo y grisáceo rematado de...

Zenda publica ‘Gotina y calizo’, un cuento de Pelayo Cardelús protagonizado por una gota de agua, una roca y todo lo que hay entre ellas.

***

Susurra el rumoroso río que Gotina vio la luz sobre las crestas desnudas de una sierra, en un golpe de viento gélido y humedad condensada; se deslizó por el vientre materno y planeó sin timón al arrullo de los vientos. Era entonces un copo de nieve, una diminuta paloma de alas blancas y geométricas.

Segundos después, un desprendimiento de rocas y piedras quebraba el silencio de aquellas soledades. En este alud estruendoso llegaba al mundo Calizo, un pedrusco feo y grisáceo rematado de aristas. Rodó con sus múltiples hermanos por la vertiente bramando de pánico y dolor. Una vez asentado se palpó las magulladuras del cuerpo.

Aún no se había recuperado cuando observó las hordas camicaces de copos blancos que atacaban la montaña desde las nubes. Enseguida descubrió la engañosa ferocidad de aquellos dientes redondos y pequeños, que en lugar de morder daban un beso. Uno de estos copos fue a estamparse contra su lomo.

—¡Ay, menudo coscorrón! ¿Dónde estoy?

—Estás encima de Calizo, el pedrusco más duro de toda la sierra.

—¡Huy, por eso me he hecho tanto daño! Yo soy Gotina, la más guapa de todas las gotas del cielo.

Gotina y Calizo se hicieron amigos. A todas horas jugaban, reían y conversaban. Pronto formaron un equipo inseparable. En las disputas con los copos y piedras del contorno ellos siempre se defendían. Si alguna gota de nieve llamaba feo a Calizo, ella respondía airada que su amigo era el pedrusco más bueno de la sierra; y si algún guijarro antipático llamaba presumida a Gotina, él lo obligaba a retractarse mientras pensaba que, si bien no era, sin duda podría serlo, pues la tenía por la más bella y risueña de todas las motas de nieve.

Una noche áspera en que el invierno castigaba las montañas, Gotina se aferró al lomo del pedrusco, y temblando de miedo susurró:

—Mi fiel Calizo, nunca me separaré de ti.

Disimulando la emoción que le trepaba por la garganta respondió él:

—Ni yo de ti, mi pequeña Gotina. Siempre estaré a tu lado.

Y los dos se abrazaron para resguardarse de la ventisca. En su forma y a su modo se querían.

Pero una mañana cambió para siempre su vida. Con la aurora, nítido y lejano empezó a escucharse un rumor infernal. Lentamente el ruido fue acercándose hasta llenar de espanto el corazón de la sierra. Una máquina amarilla, rugiendo como un tiranosaurio furioso, despedazaba el suelo con una pala gigante. Gotina se agarró con fuerza a las espaldas de Calizo, que a duras penas dominaba su pavor. La bestia destruía el terreno a pocos metros de distancia. En una de las embestidas, la zarpa de hierro golpeó de frente a Calizo, que salió rodando ladera abajo. Gotina voló por los aires y vio a su pedrusco en las fauces del animal. Dio con sus cristalinos huesos en un lugar apartado y se mordió los labios para no gritar.

Aquella noche, comprendiendo que había perdido para siempre a Calizo, se encontró sola en el mundo. No halló nadie a su lado a quien decir que el sereno la mataba de frío. Acurrucada en la nieve, se abrazó contra sí misma y rompió a llorar. Susurra el rumoroso río que hasta las estrellas del cielo apagaron sus ojos para no mirar.

Aquél fue un invierno largo y riguroso. Los copos blancos deshilaban las nubes acolchando los riscos de la cordillera. La gruesa capa de nieve hundió a Gotina en sus recuerdos de infancia. Vivía cada segundo congelada en el pasado. Los días avanzaban lentos y las noches no acababan. El silencio cortaba su respiración y helaba los colmillos de las grutas y cavernas.

Los picos de las montañas emitían al cielo un mensaje secreto de socorro. Cuando lo hubo descifrado, echó leña al sol para que sus llamas replegasen la frontera de las sombras. Los hielos empezaron a fundirse con un tic tac de reloj que acompasaba el despertar minucioso de la vida. Y así un año más, tras una noche más corta o menos fría, llegó por fin la primavera.

Una mañana de abril sintió Gotina un calambrazo en su esqueleto: era el sol, que la estaba perforando. Su blanca figura se convirtió en transparente gota de agua. Sin saber cómo ni por qué, se vio rodando por la pendiente a velocidad endiablada. Le maravilló descubrir la flexibilidad de su cuerpo, que se amoldaba sin quebrarse a los accidentes del terreno. Sorteaba rocas y piedras juntándose en el descenso con miles de gotas como ella. Aquí saltaba y allí buceaba, se escurría por entre sus compañeras y volaba con la espuma de una cascada.

Contagiada por la euforia de la multitud olvidó sin darse cuenta las tristezas del pasado. En su expresión espejeaba de nuevo la sonrisa cándida de la infancia. Pero no sólo ella irradiaba felicidad. A su alrededor las innumerables gotas reían excitadas, burbujeaban nerviosas, corrían despendoladas y se adelantaban unas a otras como si tuvieran prisa. Por todas partes brotaban manantiales, arroyos, riachuelos. La montaña entera parecía una gigantesca ubre de la que manaba agua.

Tras la sublevación de las fuentes y la anarquía de los rápidos se impuso la calma ordenada del valle. El río abandonaba pacíficamente sus ímpetus juveniles, a cada curva más sabio y caudaloso. Cruzó bosques de hayas y robles, angostos desfiladeros, espesos matorrales y montes de encinas. En ese tiempo de recreo Gotina descubrió la ciencia del río. Habló con angulas, truchas y barbos, asistió a un lucio que desovaba en la arena y jugó un día entero con un banco de rutilos; una amable carpa la hospedó varias noches en lo profundo de un remanso; zapateros y libélulas le hacían cosquillas en la espalda y las mariposas volaban bajo para mirarse en ella el colorete de las alas. La ofendieron más de una vez las rudas y groseras voces de los sapos, creyó volverse loca con el estridor desapacible de los grillos y las cigarras y se esponjó de vanidad con el largo aplauso de los chopos a su paso. Una noche de luna clara que nunca podría olvidar la llenó de espanto el ulular de un cárabo solitario y, ya de madrugada, despuntando la aurora, el aullido de un lobo fugitivo.

No se libró tampoco de los malos pasos con riesgo de muerte. En una ocasión la arañaron las garras de un águila pescadora, y en otra casi la parte en dos el afilado pico de un martinete. Aun así, el peor trago lo vivió una calurosa tarde al quedar atrapada en el pelaje de una nutria. Los tenaces pelos del mamífero atravesaban su cuerpo líquido como los barrotes de una celda. Combatió con brío hasta el anochecer sin lograr de ningún modo desenredarse. Ya desesperaba cuando un brusco movimiento del animal la devolvió a la corriente. De aquel angustioso cautiverio extrajo la lección fundamental de su vida: o era libre o no era río.

Conforme progresaba lento y sosegado, el caudal de agua soñaba con el mar. No había gota que no ambicionase desbordar los márgenes del lecho, reventar las fronteras y saciar su hambre de libertad. Añoraban el sabor de la sal, el balanceo de las olas y la magnitud planetaria del horizonte. Les habían contado maravillas del océano: la furia guerrera de una tempestad, el heroico batallar contra arrecifes y acantilados, el descanso en una playa dorada. Deseaban extraviarse en las profundidades del abismo, galopar con las orcas y delfines, dormir bajo la sombra de una ballena. El mar ingobernable era el glorioso destino de su estirpe.

El cauce ensanchaba y las aguas aminoraban la velocidad. Imaginando próxima la desembocadura las miles de gotas perdían la paciencia. El sol rojo se ocultaba tras una loma cuando un súbito parón en la corriente aplastó a Gotina contra sus compañeras. Encaramándose a una roca y divisando por delante una enorme extensión de agua, una de ellas proclamó:

—¡Es el mar!

Una explosión de júbilo estremeció de orilla a orilla ese tramo de río. El tropel de gotas festejó la noticia con abrazos y saltos. Poco sin embargo duró la alegría. Una culebra de agua que por ahí pasaba cortó el bullicio siseando venenosa:

—No es el mar, ingenuas gotas. Es una presa.

—¿Una presa? ¿Y qué es eso? —interrogaron todas con estupor.

—Es un muro de piedra que nos encarcela aquí para siempre.

Los años pasaron taciturnos en la presa. Como si el tiempo ensayara el castigo de la vida eterna, los días y las noches se sucedían invariables. En el artificial reino del embalse no acontecía nada. El moho del abatimiento apagaba la voz de los seres vivos. El tedio y el silencio, infiltrándose en el oxígeno y el hidrógeno, daban a la intimidad del agua un carácter gelatinoso.

Como las miríadas de gotas amargas, Gotina era una lágrima errante en la faz del lago. La parsimonia y el hastío amortiguaban su voluntad. Entregada a la abulia de aquellos montes inundados se dejaba llevar por las endebles mareas. Muy despacio, aburrida y sin ilusión fue adelantando metros con dirección al dique.

Un día cualquiera, vieja y cansada logró alcanzarlo.

—Ya hemos llegado —comentó con indiferencia a la que estaba junto a ella.

—¿Gotina?… ¿Eres tú? —preguntó una voz en el muro.

Ella al principio no pudo responder. Esa voz tosca y grave despertaba en su memoria el universo de la infancia. Después de unos segundos consiguió decir:

—¿Calizo?

Y el mismo que había pronunciado su nombre en alguna parte del muro, con una emoción que desbordaba las palabras exclamó:

—¡Gotina, soy yo! ¡Acércate, ven! ¡Llevo años soñándote!

Pero ella no lo veía. No lograba distinguir al feo y agrisado Calizo.

—¿Dónde estás? ¡No puedo verte!

—Aquí, junto a ti. ¡Abrázame, Gotina! ¡Mi pequeña Gotina!

Y es que Calizo, el noble pedrusco de la sierra, no era más que un pedazo informe de muro, una voz incrustada en el farallón de piedra. Exaltada por el reencuentro, Gotina se apresuró a referir cuanto le había acontecido en tan largo espacio de tiempo: las soledades y asperezas del invierno, el rayo milagroso de la primavera, el alocado descenso por la montaña, la magia secreta del río, la amargura de la presa. A continuación fue Calizo quien de esta manera le narró su aciaga suerte:

—El día en que nos separaron, recordarás, después de caer rodando por la cuesta, una pala gigante me levantó del suelo y me depositó en una especie de tanque junto a otros muchos pedruscos tan aterrados como yo. Nos llevaron lejos, muy lejos, Gotina, a un horrible campo donde nos descuartizaban. Igual que en las pesadillas, vi cómo perdían su forma original multitud de piedras y rocas, trituradas hasta quedar convertidas en un montón de arena. Conmigo hicieron lo mismo: descompusieron mi figura y perdí la vista en uno de aquellos mazazos. Lo increíble es que no acabaran con mi vida. Mira alrededor: están todos ciegos, sordos, mudos: están muertos. Me salvé porque no dejé de pensar en ti, algo me decía que volveríamos a encontrarnos. Por más que mi cuerpo desfalleciera, nunca esta idea me abandonó.

”Hecho añicos y mezclado con gotas de agua, di vueltas y más vueltas no sé dónde hasta quedar blando y débil. Aquéllos fueron tal vez los peores momentos, notando cómo se evaporaba mi conciencia, que yo confundí con la vida. Luego debí desmayarme, porque no recuerdo nada hasta llegar aquí. Si transcurrieron días, meses o años tampoco lo puedo saber. Desperté en este mismo lugar, otra vez duro y sólido como en la montaña, pero cautivo de no sé qué monstruo poderoso y sin haber recuperado la vista. Ahora, después de tanto tiempo, ya no sé si soy Calizo o algo otro que conserva su voz, porque no puedo verme ni palparme…

”Y sin embargo estás aquí, Gotina, y ya nada me importan mis penas. Seguro que todavía eres la más guapa de las gotas. En muchas ocasiones he creído que todo esto era un sueño espantoso del que despertaría en las cumbres de la sierra, teniéndote sobre mis espaldas y gozando como nunca de la vida. Pero los días pasaban inflexibles y el sueño resultaba la única verdad. Hasta llegué a pensar que realmente lo que nunca había sucedido era mi pasado en las nieves, y que tú eras sólo una ilusión. Ahora que hablo contigo y te veo escuchando tu voz, temo que sea otro sueño y despierte aquí mismo pero sin ti. No me importa consolarme con la fantasía, si me sabe igual que la realidad. Sea esto lo que sea, ojalá no acabe nunca.

Abatida por el dolor Gotina lo abrazó fuerte contra su pecho, y ahogando un sollozo le dijo al oído:

—Mi fiel Calizo, nunca me separaré de ti… ¿Recuerdas?

Pero Calizo no contestó porque estaba llorando.

Todo en la presa agonizaba. Las gotas olvidaron su milenaria deuda con el océano, resignadas a morir de hastío en ese charco miserable. La tenacidad de su desidia acabó pudriendo el agua. La superficie exhalaba un aliento ácido, brotaba espuma hedionda en las riberas y los peces flotaban muertos de asco. Hasta las nubes ligeras, en vez de pasar de largo por su reflejo embarrancaban en el cieno. Por no intoxicarse, los ánsares y las grullas volaban rodeando el estanque.

Después de una eternidad, un caluroso día de verano chirrió la garganta de la presa y se abrieron dos grandes compuertas. Despertadas del letargo o resucitadas de la muerte, las gotas corrieron al centro del dique. Escuchaban de nuevo en su memoria genética la llamada invencible del mar. Se abalanzaron unas sobre otras para alcanzar cuanto antes la madre del río, la senda de la libertad. En aquella memorable ocasión, todas las gotas salvo una consiguieron salvarse.

Susurra el rumoroso río que esa una era Gotina, aferrada a Calizo para que no la llevara la corriente.

Pelayo Cardelús.

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Pelayo Cardelús

Pelayo Cardelús nació en Madrid en 1974. Ha publicado las novelas América en el espejo (Servac), El esqueleto de los guisantes (Caballo de Troya) y Las vacaciones de Íñigo y Laura (Caballo de Troya). Ha publicado también Crónicas de viajes en el diario El Mundo así como relatos y artículos en diversos periódicos y revistas. Es licenciado en Derecho y máster en Estudios Avanzados en Filosofía, ambos títulos por la Universidad Complutense de Madrid.

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