Fernando Benzo publica en Zenda una serie de artículos, con el nombre de El viajero de la Vía Láctea —jugando con el título de su última novela, Los viajeros de la Vía Láctea—, en los que relata sus experiencias musicales.
Lo aviso de antemano: esta entrega del viaje tiene algo de revancha y de ajuste de cuentas. Ya he mencionado en artículos anteriores los sesudos debates musicales que solía mantener con mis compañeros de universidad. Discutíamos con vehemencia y sin llegar nunca a conclusiones definitivas sobre cuestiones como las virtudes y defectos de Dylan o Lou Reed y de Radio Futura o Nacha Pop. Alto standing. Sin concesiones. Pues bien, a mí un día me dio por saltarme el guion y salirme del personaje, dejar a un lado lo obligado para buscar lo estrambótico: se me ocurrió decir que, si los Hombres G hubiesen sido ingleses, el mundo entero estaría hablando de unos nuevos Beatles. Sacrilegio. Anatema. Por supuesto, fui quemado en la hoguera destinada a los palurdos musicales. Nunca más podría hacerme pasar por enrollado. Hasta ahí podíamos llegar.
Yo mismo sabía que exageraba, que aquello tenía algo de boutade, de rebelión frente a los gustos oficiales. Pero no del todo. Porque, vamos a ver, los Beatles iniciales arrasaron cantando algo tan sofisticado como «Ella te quiere, sí, sí, sí». Vale, pues comparado con eso, «Venezia» era todo un prodigio de composición musical y además bilingüe (o casi), ¿no? En fin, mejor no insistir, renuncié a empecinarme ante el riesgo de quedarme sin amigos, sin reputación y sin habitación de Colegio Mayor donde debatir, fumar, beber y escuchar casetes.
Los Hombres G era un grupo denostado por prejuicios variados. En primer lugar, no se les consideraba un grupo «de la movida». Les pasaba lo que a Mecano. Eran outsiders, iban en paralelo y su éxito era tan tremendo que se salían de la vocación minoritaria que tiene siempre la modernidad. Además, se les consideraba pijos. No tengo ni idea de si lo eran o no, desconozco sus orígenes sociales —el grandísimo Manuel Summers aparte—, si eran más de Pachá y Tartufo que de Canciller y Consulado o si el barrio del que decían no haber sido nunca los guapos era pudiente o marginal. Ni idea, ni me importa, pero oficialmente eran un grupo para pijos y no había más que hablar. Y, tercero, eran lo que se consideraba un grupo de fans, esas chicas cocodrilo que si se descuidaban les mordían las piernas, que se contaban por miles aquí y en toda Latinoamérica, que ponían sus fotos en las carpetas y devoraban sus discos y sus pelis tontorronas (por cierto, dicho sea de paso: una canción de éxito tras otra, ídolos a ambos lados del océano, miles de fans histéricas y protas de películas a su medida… ¿A quién suena eso? ¿Alguien dijo Beatles?).
Me gustaron desde su aparición con aquello del «stronzo di merda». Me parecía que tenían eso que se llama «frescura» y que es una suma de descaro simpático, ingenio en las letras y sencillez en la música, además de algo tan necesario (véase al respecto la anterior entrega de esta serie) como es el sentido del humor. Y, además, cuando escuchaba «Un par de palabras» o «Temblando» me tocaban la fibra sensible, quizá despertaban mi lado más romanticón, vale, ¿y qué? Fui a verlos a un par de conciertos y, lejos de decepcionarme, me ratificaron en mi percepción: esos chicos eran muy buenos. Pero, claro, admitirlo en voz alta te convertía en algo parecido a un fan de los Pecos o a un lector del Superpop.
De acuerdo, modernos del ayer, han pasado casi 40 años de aquel debate en el que me inmolé defendiéndoles. ¿Y ahora qué? Docenas de grupos llegaron y se fueron sin más. Modas, tendencias y corrientes musicales vinieron y pasaron como ráfagas de viento. Y, a ver, listos, ¿dónde están los Hombres G en 2021? Pues llenando conciertos, sacando discos y siendo reconocidos por todos como una de las grandes bandas de la historia de nuestro pop.
David Summers se refiere a veces a unas declaraciones suyas que recuerdo haber leído cuando las hizo: «Espero no seguir cantando «Sufre, mamón» a los 50″, decía. Pues ya ves, David, creo que vas a seguir cantándola a los 60. Y es que el tiempo ha tenido una peculiar benevolencia con esta banda. Mientras que otros músicos acaban resultando, cuando menos, desubicados cantando en su madurez a sus amores de quince años, ves a los Hombres G y, por algún misterio inexplicable, no te chirría que te sigan contando la historia de cómo van a llenar el cuello de ese mamón de polvos pica pica. Aquella frescura, de una extraña manera, se mantiene, aunque a su imagen y edad ya no les cuadren sus letras de gamberretes veinteañeros.
Pero, además, el tiempo ha borrado esa etiqueta de pijos y ha dejado sin argumentos el menosprecio absurdo de los modernillos. El paso del tiempo les trajo respeto, redención y reconocimiento. Les llevó años convencer a los reticentes, pero ahora resulta que aquellos chicos liderados por un guaperas que cantaba baladas en falsete tenían auténtico talento, hacían pop de calidad y estaban destinados a ser los últimos supervivientes de una época. Por algo será. Incluso crearon escuela, influyeron a muchos otros y pueden señalarse evidentes herederos musicales. Por algo será que el incontestable Antonio Vega les versionó «‘La carretera» (un temazo con el espíritu del «Stay» de Jackson Browne). El Canto del Loco, en su momento de máximo esplendor, salió de gira con ellos, reconociendo así su paternidad musical. Pereza o Taburete son claros deudores de su estilo. Y en muchos otros músicos a lo largo de las últimas décadas se adivina su influencia (ahí está el sonido de Modestia Aparte, algunas letras de Los Nikis o el pijerío humorístico de Un Pingüino En Mi Ascensor, por citar solo a algunos). Quizá solo se les puede poner una pega, habitual en muchos grandes grupos: el peso de sus éxitos les ha impedido dar protagonismo a nuevas canciones, que han ido saliendo a cuentagotas y que estoy seguro de que aún les quedan dentro, aplastadas por la demanda popular de escucharlos tocar «Visite nuestro bar» o «Suéltate el pelo».
En definitiva, que el tiempo me ha dado la razón y ese es mi ajuste de cuentas y mi venganza personal. No, yo no me había reblandecido hasta la ñoñería. Yo sabía que ahí, en esos chicos que sacaban discos con Burt Lancaster y Jerry Lewis en sus coloridas portadas, había algo. Mucho.
No conozco personalmente a David, Dani, Rafa y Javi. Tampoco he estado nunca en su bar favorito, ese que da título a su nuevo disco, el Rowland. Pero con estos tipos me pasa algo curioso: los veo y me creo que son viejos amigos. Si un día me los encontrase a la vuelta de una esquina haría el mismo ridículo que ya hice con Lolita una vez que me di de bruces con ella en un centro comercial: me lanzaría a saludarles dándoles un abrazo como a viejos colegas a los que hace un tiempo que no ves, antes de caer en la cuenta de que somos completos desconocidos. Quizá porque hemos ido echando tripa y canas a la vez, siempre que les veo me creo que tenemos recuerdos comunes, anécdotas compartidas e historias que podríamos comentar juntos. Cosas de la edad, supongo.
Pero sí tengo un vínculo con ellos que no me resisto a contar. Forma parte también de mi íntimo ajuste de cuentas. Hace unos años, circunstancias de la vida me llevaron a tener algo de voz en la elección de los candidatos a recibir la Medalla de Oro de las Bellas Artes. Y decidí que ya era hora de que la generación musical de los 80 empezase a ser reconocida oficialmente. Alaska, Loquillo y Los Secretos iniciaron esa línea. Y los siguientes candidatos fueron los Hombres G. Cuando lancé su candidatura, admito que temí que las autoridades competentes me miraran con cierto recelo, que otra vez volviese a sentir aquel viejo desdén ante mis gustos musicales. Pero no. Todo lo contrario. Nadie lo discutió, la propuesta avanzó con el apoyo y aplauso de todos los que debían aprobarla y los Hombres G entraron, con todo merecimiento y beneplácito unánime, a formar parte de esa selecta lista de músicos condecorados, que no sé si habrá tenido continuidad, porque esas mismas circunstancias de la vida me han hecho perderle la pista a lo de las medallas.
Los Hombres G —que, por cierto, son un ejemplo de buen rollo y química porque en la banda no ha habido ni un solo cambio de miembros, algo extraño en grupos tan longevos— van camino de la leyenda, pero todavía son realidad. Sus conciertos, donde ahora las chicas cocodrilo bailan y cantan algo más reposadas junto a sus parejas y sus hijos ya adolescentes, siguen siendo todo un planazo. Y a mí, por supuesto, me siguen gustando. Nos vamos haciendo mayores, ellos y yo, y quizá no falte mucho para que no sea Marta sino alguno de nosotros el que necesite un marcapasos. Pero mientras, queridos Hombres G, sigamos a lo nuestro, sin importarnos ya lo que piense nadie, y convirtamos en una necesidad urgente vuestro propio consejo: vamos a pasárnoslo bien.
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