Foto de portada: Pep Ávila
Jordi Soler pesca ideas mientras duerme. Ha entrenado duro para dominar sus sueños y, como lo ha conseguido, se puede decir que es escritor durante las veinticuatro horas del día, incluidas las invertidas en el descanso nocturno. Aprendió la técnica del control onírico leyendo a Carlos Castaneda, aquel antropólogo obsesionado con el chamanismo que aseguró haber descubierto la forma de alterar la conciencia mediante rituales, drogas y acaso alguna que otra mentira. Decía ese hombre que, para dirigir tus propios sueños, has de mirarte las manos de un modo consciente durante el duermevela, y si consigues verlas con claridad, pues ya puedes conducir tus fantasías. Soler se disciplinó en este método y ahora resuelve nudos narrativos incluso mientras suelta ronquidos.
Además, el escritor mexicano cree en la teoría de Carl Jung según la cual existe una especie de red invisible que recoge todos nuestros sueños y que luego los redistribuye entre los durmientes. Las imágenes que vemos cuando cerramos los ojos no estarían en consecuencia generadas por nuestras mentes, sino que serían representaciones que caen sobre nosotros tal que si alguien las hubiera lanzado desde una nube. Y de ese modo los seres humanos nos mantendríamos unidos, conservaríamos activa nuestra conciencia colectiva, nos guiaríamos por los mismos criterios.
Jordi Soler nunca sabe si la técnica de Castaneda o la red colectiva de Jung le regalarán la solución a un problema narrativo, pero siempre está preparado por si de pronto ocurre. Duerme con una libreta sobre la mesita de noche y, si de pronto sueña con la respuesta a un interrogante abierto en su novela, la apunta con la luz apagada. Y luego sigue durmiendo. Después, cuando se levanta a las 05:30 AM, va de la cama al despacho sin pasar por la ducha ni por la cocina, y se pone a escribir como un poseso. Lo hace descalzo porque considera que los literatos han de estar permanentemente conectados con la tierra, y aunque vive en un principal, y aunque por tanto no pisa realmente el suelo, mantiene la costumbre de hacerlo porque está convencido de que la simbología de algunas acciones tiene el mismo poder que su materialización en la realidad. Y así trabaja hasta las 10:00 AM, que es cuando su perro apoya el hocico en el horizonte del escritorio y le pide con la mirada que le saque a dar un paseo.
El resto del día Soler también trabaja, pero lo hace con la conciencia de que ya no producirá nada notable. Sabe que sus textos realmente valiosos son los que escribe al amanecer, más o menos entre las 05:30 y las 07:00 AM, y dedica el resto de la jornada a eso que llama «asuntos técnicos», que no es otra cosa que el proceso de atornillar, pulir e incluso encerar todo lo escrito por la mañana. Los textos que ha redactado de un modo precipitado tienen ahora que ser adornados, y si dedicó las primeras horas del día a la creación, ahora hace lo propio con la artesanía. Así pues, invierte las tardes en enlazar escenas, arreglar incoherencias y perfeccionar personajes, y si en algún momento se queda en blanco, saca las cartas del Tarot y las mira un rato. No se las echa ni las interpreta; simplemente las mira. Busca inspiración en los dibujos de los arcanos mayores y en más de una ocasión le ha ocurrido que, al fijarse en un detalle de la estampa, ha encontrado la idea que necesitaba para cerrar un capítulo.
Soler escribe sus novelas sin haber planeado nada con anterioridad. No hace ni mapas ni traza esquemas ni toma apuntes. Le basta con una simple imagen, un concepto o incluso una frase suelta que desplegará durante los tres, cuatro o cinco años siguientes. No planifica nada porque considera que el texto que un escritor produce ha de mostrar la batalla que ese mismo escritor tuvo con los elementos que lo componen. Y es que, para él, la ideas germinales de una novela son como un tsunami de elementos dispersos que el autor no sólo debe poner en orden, sino que también ha de mostrar a los lectores. La tensión entre el caos inicial y la armonía resultante es lo que Soler llama literatura y, por tanto, lo que deben reflejar todas y cada una de las oraciones que componen la obra. Que, si me permiten el añadido, es exactamente lo mismo que sentimos cuando vemos a alguien tratando de recordar —y narrar— el sueño que tuvo.
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El último ensayo de Jordi Soler es La orilla celeste del agua (Siruela).
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