No me diga que no los conoce. Hombres con gafas gruesas. Que se levantan a la misma hora cada mañana, practican la misma tabla de ejercicios y consultan su reloj con vocación de oráculo. Hombres abstemios, de pocas palabras, sobrios también en el vestir, y que conservan todos los puntos de su permiso de conducción. Hombres que no salen por las noches y que no cuentan chistes. Hombres que tallan, tejen, redactan, archivan y conservan. Hombres que sujetan la puerta del ascensor, que esperan impertérritos su turno para pagar y que jamás faltan a su puesto de trabajo. Hombres que, quizás, no tengan muchos amigos. Nosotros diríamos de ellos que son demasiado serios; el bueno de Immanuel Kant (1724-1804) diría que actúan movidos por un imperativo categórico: «obra solo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley universal». ¿No conoce a ninguno? Bueno, es cierto que, en lo que a autoexigencia se refiere, el filósofo prusiano no se andaba con tonterías.
Hablemos de Paul Königsberg. Espiritualmente emparentado con el enigmático Bartleby de Herman Melville, con quien comparte un trabajo gris y un escrupuloso desempeño de sus tareas, es también un claro exponente de la herencia borgiana —acuérdense de Funes el memorioso, del incomprendido Asterión— a menudo reconocible en los textos de Muñoz-Rengel. Y es que supone un fantástico integrante para esa familia literaria conformada por personajes insólitos que no piensan como el resto —ni falta que les hace— en la que se encuadran el señor Y. (El asesino hipocondríaco, Plaza & Janés, 2012) o Nikolaos Popoulos (El gran imaginador, Plaza & Janés, 2016). Nuestro caballero de bombín y gafas de pasta no es el más fuerte, no posee una inteligencia excepcional ni marcadas habilidades sociales, pero, cuando toma una decisión, es capaz de llevarla hasta las últimas consecuencias. Porque es su deber.
Königsberg habita una novela breve, de ritmo ágil y capítulos cortos, desacomplejada, con un uso maestro del lenguaje y en la que Muñoz-Rengel demuestra un extenso conocimiento de los recursos narrativos. Solo así es posible concebir una obra que, con un sanísimo aire pulp, viaja desde lo microscópico a lo cosmológico, valiéndose de la literatura del absurdo, la fantasía, el humor, la ciencia ficción distópica o la utopía feminista para plantear un artefacto tan entretenido como lleno de simbología —fíjense, fíjense bien en la cubierta del libro—. Este, en apariencia, alocado popurrí de géneros es una hazaña literaria que no está al alcance de cualquiera, y que recuerda a clásicos como el fenomenal Matadero cinco (1972) de Kurt Vonnegut.
En el Nueva York transformado de Königsberg no nos costaría ubicar a Donald Sutherland durante la Invasión de los ultracuerpos (Philip Kaufman, 1978), ni rememorar la desaforada Mars Attacks! (Tim Burton, 1996). Incluso David Cronenberg, máximo pontífice cinematográfico de la nueva carne, habría tenido dificultades para idear ciertas escenas y seres salidos de las más calenturientas simas de la mente humana. Pero, sobre todo, se aprecia una honda preocupación por el mundo que dejamos a los que vienen, particular que suele tratarse con mimo en la mejor ficción prospectiva. Vivos ejemplos de ello son La historia de tu vida (Ted Chiang, 1998), la inclemente La carretera (2006) de Cormac McCarthy o la más esperanzadora Hijos de los hombres (P. D. James, 1992), todas ellas adaptadas a la gran pantalla con una calidad notable; también The Last of Us (Naughty Dog, 2013) —aclamado videojuego de supervivencia postapocalíptica que pronto contará con una serie en HBO—, por cuanto tiene de experimento juntar a dos almas distintas y explorar las relaciones paternofiliales frente al colapso.
La obra de Muñoz-Rengel puede verse como una declaración de intenciones para un mundo cambiante que apenas deja espacio a la adaptación, pero también como un hondo homenaje a lo mejor de la tradición humanista. De modo que, si me preguntan qué nos hace humanos, esta será mi respuesta: próxima a la tumba de Kant, una placa recuerda que no solo el firmamento estrellado maravillaba al prusiano; también lo hacía la ley moral dentro de él. ¿Dónde está esa tumba? Allí donde nació. Una antigua ciudad universitaria situada en la desembocadura del río Pregel, una ciudad en la que también nació el escritor E. T. A. Hoffman y con la que Hannah Arendt mantuvo fuertes vínculos. Una ciudad, hoy rusa, que lleva el nombre de Kaliningrado, y que antes se llamaba Königsberg.
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Autor: Juan Jacinto Muñoz-Rengel. Título: La capacidad de amar del señor Königsberg. Editorial: Alianza de Novelas. Venta: Todostuslibros y Amazon
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