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El hombre que hablaba con mapaches verdes extraterrestres - Zenda
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El hombre que hablaba con mapaches verdes extraterrestres

—Buenas noches doctor —dijo el mapache agazapado bajo el abeto. El científico dio un respingo y se le escapó la linterna de las manos. Cuando la recogió del suelo e iluminó la zona de donde provenía el saludo solo vio a un mapache. —Buenas noches —repitió el animal—. Lamento haberle asustado. —Buenas noches —respondió el...

—Buenas noches doctor —dijo el mapache agazapado bajo el abeto.

El científico dio un respingo y se le escapó la linterna de las manos. Cuando la recogió del suelo e iluminó la zona de donde provenía el saludo solo vio a un mapache.

—Buenas noches —repitió el animal—. Lamento haberle asustado.

—Buenas noches —respondió el científico alumbrando el hocico del animal.

—¿Le importaría dejar de alumbrarme a la cara? Resulta bastante molesto —aclaró el prociónido.

El científico apagó la linterna y en ese instante el mapache comenzó a iluminarse de un verde fosforescente casi cegador.

—Es solo al principio, no se preocupe. En unos segundos dejaré de deslumbrarle y su vista se acostumbrará a mi ligero y habitual brillo verdoso.

Tal y como aseguró el mapache, a los pocos segundos el intenso verde comenzó a disminuir hasta convertirse en un leve resplandor que le otorgaba un aspecto fantasmagórico. Salió de debajo del abeto y se situó frente al científico. Estuvieron unos minutos sin decir nada, frente a frente, hasta que el mapache subió los tres peldaños que daban al porche de madera y se sentó en el último de ellos. El científico le imitó.

—Sé que es difícil de entender —dijo el mapache.

El científico asintió.

—Ahora mismo se estará haciendo muchas preguntas.

—Estás en lo cierto —respondió el científico—. Me tiene realmente intrigado tu presencia. Jamás había visto uno de tu especie por esta zona en esta época del año.

El mapache le observó con curiosidad pero continuó la conversación.

—De acuerdo —aceptó resignado—, si eso es lo único que le extraña de un mapache parlanchín luminiscente, satisfaré su curiosidad rápidamente.

Hizo una pausa dramática y miró al científico a los ojos. Este le devolvió la mirada, un tanto perdida, y pudo observar su propio reflejo fosforescente en la acuosa pupila del científico.

—Vengo del espacio exterior —soltó el mapache a bocajarro señalando con la pezuña el firmamento plagado de estrellas.

El científico levantó la cabeza y observó el cielo como si lo viese por primera vez, maravillado, asombrado por la intensidad con la que las estrellas iluminaban el firmamento. Las constelaciones se le revelaron como en las actividades infantiles en las que obtienes una figura uniendo puntos con un lapicero. Repentinamente, las estrellas comenzaron a moverse y a bailar, rítmicamente, con la cadencia propia de una hermosa pieza de Bach, a mezclarse entre ellas, formando nuevas y desconocidas agrupaciones estelares.

—El espacio exterior —repitió el científico—. Este año se producirá una conjunción del Sol y Neptuno que será fundamental para los Tauro.

Miró al mapache mientras este se masajeaba las sienes con las pezuñas. Parecía estar sufriendo un ataque de migraña.

—¿Eres Tauro? —preguntó el científico con curiosidad.

—Doctor, soy un mapache y los mapaches no tenemos horóscopo —dijo con el semblante serio, cerrando los ojos hasta convertirlos en una rendija—. Precisamente, de eso quería hablar con usted. Estoy preocupado.

—¿Estás preocupado porque no tenéis horóscopo?

—No, no es por el horóscopo.

—Entonces, ¿es por mí? ¿Me pasa algo? ¿Estoy enfermo? —preguntó el científico angustiado, notando como se le cerraba la garganta y le costaba respirar.

—Sí, padece lupus eritematoso sistémico —le diagnosticó el mapache.

—¡Ay, dios mío! ¿En serio?

—No, estaba bromeando. Bueno, no lo sé. ¿Cómo quiere que lo sepa? Solo soy un mapache cósmico luminiscente, no el doctor House.

El científico lo miró extrañado. En aquel mapache había algo inquietante. Y no era solo que podía hablar y brillar como una luciérnaga gigante y peluda.

—No se inquiete doctor, no he venido a hacerle daño —aclaró el mapache—. Como le he dicho, he venido porque estoy preocupado.

«Y encima lee la mente», pensó sorprendido el científico.

—¿Preocupado?¿Por mí?

—Sí y no —respondió el prociónido atusándose los bigotes—. Usted siempre ha sido una persona vehemente, excéntrica y bastante descarada. Vamos, lo que viene siendo un bocachancla.

—No sé lo que eso significa, pero por su definición creo que no lo comparto.

—Un bocachancla es un bocazas y, en su caso, un charlatán —explicó el mapache.

—¿Charlatán? Entonces he acertado: no lo soy. ¿Por qué? ¿Me acusan de charlatán porque digo lo que pienso o porque hablo sin importarme lo que piensen de mi?

—Ambas cosas—replicó el mapache—. Tanto por lo que dice como porque parece que, precisamente, no es que le dedique mucho tiempo a pensar antes de hablar. Sobre todo porque no piensa en las consecuencias de lo que dice. O si lo hace, además de un charlatán, es usted un cretino, doctor —respondió muy serio el mapache.

El científico miró al pequeño mamífero con antifaz con una especie de asombro y fastidio. No comprendía por qué una especie extraterrestre inteligente había llegado hasta la puerta de su cabaña a soltarle aquel sermón. Y, sobre todo, por qué lo hacía con aquella insolencia, impropia de dirigirse a todo un Premio Nobel como él.

—Precisamente porque usted está en la lista de los elegidos, de aquellos a quienes se le ha otorgado el premio más importante que existe en el mundo de la ciencia, debería tener en cuenta el alcance de sus palabras.

Al científico no le gustaban los aires de superioridad del mapache ni sus reproches. Además, eso de que le leyese la mente empezaba a molestarle en exceso.

—¿Recuerda aquella reunión internacional de investigadores clínicos en España? —Preguntó el mapache—.

La recordaba perfectamente. Aquel congreso al que le invitaron coincidía con unas fiestas de locura en Sevilla donde uno se emborrachaba toda la noche. Que recuerdos. Que gran país.

—Acababa de recibir el Premio Nobel —prosiguió el mapache— y todo el mundo estaba expectante. Todos aquellos especialistas en salud le admiraban y estaban deseando escuchar en primera persona la historia del descubrimiento de aquella genialidad: la PCR, un invento impresionante, una técnica para amplificar el genoma que facilitó la investigación de los laboratorios de biología celular y molecular de una manera que en la actualidad sería impensable el día a día de un investigador de ese campo sin ella.

El científico asintió. «Soy un genio», pensó.

—No doctor, usted no es un genio aunque lo que hizo sí fue una genialidad. Toda su trayectoria posterior ha demostrado que no lo es. Sería un insulto compararle a los que sí lo fueron. De hecho, si recuerda bien la reunión en España de la que le estaba hablando hasta que me ha interrumpido con sus pensamientos, no solo incomodó al personal proyectando imágenes geométricas sobre cuerpos de mujeres desnudas, sino que el presidente de la sociedad tuvo que detener su intervención porque en lugar de hablar de la PCR se limitó a poner en duda que el virus VIH era el causante del SIDA, argumentando que esta relación era un invento de los científicos, a los que calificó de asalariados sometidos a las presiones de sus patronos políticos y económicos. Y, añadió, que no dudaban en eliminar de sus investigaciones los datos que no les gustaban. Pero ¿cómo es usted, doctor, tan pazguato? No creo que su postura negacionista entre la relación del VIH y el SIDA sea propia de un genio.

—En primer lugar, sí soy un genio…

—Sí —le interrumpió el mapache—, y también un sex symbol que no dudó en posar con el torso desnudo en la portada de su autobiografía Dancing naked in the mind field, tabla de surf en mano. Por cierto, una biografía que no tiene desperdicio. Pero continúe.

El científico le miró irritado.

—Como decía, mi genialidad está fuera de toda dudas.

El mapache carraspeó y recibió la iracunda mirada del científico mientras el peludo mamífero disimulaba y se quitaba una pelusa invisible de entre los bigotes.

—Además, sigo pensando que el VIH no es la causa del SIDA, sino que este es un retrovirus más. Y no soy el único científico que lo pone en duda. Le recuerdo que Peter Duesberg es otro importante virólogo que lo afirma.

—Doctor, Peter Duesberg es otro insensato que no aporta pruebas de ningún tipo y las referencias que usa son sesgadas y carentes de fundamento. Dice que el SIDA está causado por el uso de drogas recreacionales. Drogas entre las que se encuentra, por cierto, el LSD del que usted se ha declarado consumidor habitual. Quizá, pensándolo bien, fue bajo los efectos de esta droga que se le ocurrió la brillante idea de la PCR, es decir, que su genialidad no fue tal —dijo el mapache con la clara intención de irritar al científico antes de volver al tema principal de la discusión—. ¿No se dan cuenta de que están solos en esto? ¿Qué les pasa por la cabeza?

—Estamos solos —respondió el científico recreándose en la palabra— porque no formamos parte del establishment del SIDA. A nosotros no nos presiona la industria farmacéutica para que digamos lo que quieren oír. Somos libres para decir lo que queramos sin importar lo que opinen de nosotros. Y respecto al consumo de LSD —aclaró—, sí, efectivamente, era un consumidor ocasional —explicó recalcando las palabras, pero cuando tuve la idea de mi invención estaba limpio. La desarrollé en un momento de inspiración, esos de los que solo disfrutamos los genios.

El mapache hizo un ademán restando importancia al momento que inspiró al científico en el desarrollo de su gran logro. Ya conocía aquella vieja historia que el científico había contado una y otra vez sobre cómo se le ocurrió el gran invento mientras conducía por la autopista 128.

—Doctor, están solos porque no tienen ninguna prueba de lo que dicen. Y sí, son libres de opinar —dijo el mapache retomando el asunto principal—, pero mientras ustedes juegan a ver quién tiene la razón se producen bajas. ¿Son conscientes de la cantidad de muertes que se producen por el abandono de la terapia antiretroviral porque hay quién cree en sus ideas?

El científico observó las constelaciones que habían dejado de bailar. De hecho, apenas ya brillaban. Miró al mapache y se dio cuenta de que apenas resplandecía también.

—Solo expongo mis ideas. No soy responsable de las decisiones que tome la gente —se defendió el científico.

—Se equivoca, doctor. Sí es responsable. Mucha gente confía en los científicos. Confían en vosotros, en especial en aquellos que contáis con un Premio Nobel en vuestra vitrina. Y los habéis traicionado. Los habéis abandonado a su suerte y expuesto a los truhanes que venden milagros en forma de tratamientos alternativos para curarles una enfermedad que les está matando, a ellos y a sus familias. Porque sus palabras se convierten en dogma y son usadas como sólidos argumentos entre aquellos desgraciados que lo único que buscan es aprovecharse de la ignorancia y la desesperación de quienes sufren.

El mapache guardó silencio y una lágrima rodó entre el pelo hasta estrellarse contra la madera. Recordó los últimos días de su hermano Rotsen, envenenado por el VIH y sentenciado por el SIDA tras abandonar el tratamiento.

—Me resulta gracioso, doctor, que hable del stablishment del SIDA y no mencione su apoyo a la industria petrolera y que este apoyo coincida con otras de sus grandes contribuciones a la humanidad, como es el hecho de negar que los combustibles fósiles sean responsables del calentamiento global y que los clorofluorocarbonos destruyan la capa de ozono.

—Honestamente, no veo la relación ni adónde quieres ir a parar.

El mapache emitió una sonora carcajada.

—Doctor, doctor… Cualquiera que escuche sus críticas a los científicos que relacionan el VIH con el SIDA porque, según usted, son meras marionetas de la industria farmacéutica podría pensar lo mismo de usted y la industria petrolera ¿no? ¿Se siente presionado, doctor? ¿Quién le paga para que diga todo eso a favor de las petroleras? —preguntó el mapache con sorna.

—Nadie me presiona y no recibo ni un solo dólar de nadie —replicó indignado el científico—. Además, me importa un bledo lo que piensen de mí.

—Ya, ya. Eso decís todos —añadió el mapache haciendo aumentar el malestar del científico—. Bueno, quizás solo diga este tipo de cosas porque está resentido con la comunidad científica, con aquellos que dieron la espalda a su invención. ¿No es cierto? Quizás ahí comenzó esta guerra negacionista en la que se ha embarcado…

El mapache dejó las palabras en el aire permitiendo que calasen en lo más profundo de la mente del científico. En ese instante, este recordó con rencor cuando recibió la negativa de las revistas más prestigiosas de ciencia a publicar su trabajo, aquel por el que recibiría el Premio Nobel de Química en 1993.

—No estoy enfadado —mintió el científico—. Eso es cosa del pasado y de una decisión de un colectivo a sueldo del mejor postor y falto de creatividad. Cuando me dieron el Premio Nobel también demostraron que ellos se equivocaban. Nada más. No hay ninguna guerra, al menos por mi parte. Y otra cosa le voy a decir, señor mapache: no soy negacionista. Ese término es peyorativo y resta credibilidad a quienes como yo pensamos de forma distinta a la mayoría.

—Entonces, está de acuerdo en que son minoría los que piensan como usted. Y que podrían estar equivocados.

El científico meditó las palabras de su peludo interlocutor.

—Que somos minoría es evidente. También estoy de acuerdo en que puedo equivocarme, aunque no lo creo.

El mapache le miró sorprendido.

—Doctor, no se trata de creer o no, sino de presentar evidencias. ¿De verdad piensa que a la inmensa mayoría de la comunidad científica le paga la industria farmacéutica? Sabe que eso no es cierto, doctor.

El científico miró con tristeza las pocas estrellas que aún quedaban en el firmamento. Las primeras luces del alba comenzaban a refulgir en el horizonte, entre las montañas. El mapache le miró con ternura. Quizá era un necio, una persona rencorosa o, tal vez, un chiflado. Es posible que solo fuese alguien que se equivocaba, solo un hombre cuyas palabras podían hacer mucho daño.

—Veamos, doctor. Usted niega que el VIH sea la causa del SIDA, que los clorofluorocarbonos destruyan la capa de ozono y que el uso de combustibles fósiles sean los responsables del cambio climático. Puestos a convertir el negacionismo en su bandera ¿por qué no completar el póker de ases con una postura antitransgénica?

El científico sopesó la propuesta.

—Teniendo en cuenta que mi desayuno favorito es un donut de chocolate acompañado de un cóctel margarita, no veo ningún motivo para estar en contra de los alimentos manipulados por el hombre —respondió el científico guiñando un ojo al mapache—. Al fin y al cabo, llevamos cientos de años modificando alimentos, de una manera u otra, y no veo que haya ningún problema en ello.

Se miraron a los ojos durante unos segundos. El mapache emitía unas leves e intermitentes fluctuaciones en su brillo. Parecía estar apagándose.

—Tengo que marcharme doctor. Le agradezco el tiempo que me ha dedicado y me voy convencido de que comprende la importancia de mantener la boca cerrada en algunos asuntos. Como aquella vez que dijo a un periodista que la edad ideal de una mujer son los veintisiete años…

—Aquello se sacó de contexto —respondió el científico con un ademán—. Aquel periodista me preguntó algo totalmente distinto y yo, bueno, dije algo parecido pero con otra connotación que este no dudó en usar para hacerme parecer un cretino.

El mapache chascó la lengua.

—La gente confía en vosotros —dijo el mapache cambiando de tema—, es vuestro deber no defraudarles.

El científico le miró como si le comprendiera, como si después de toda la noche, de repente hablaran el mismo idioma.

—Gracias por la conversación, doctor. Espero que haya servido de algo.

—Siempre es un placer charlar con un mapache alienígena. Por cierto, es solo simple curiosidad ¿Adónde te marchas? ¿De qué planeta vienes?

—En realidad, doctor, no le he contado toda la verdad —se sinceró el animal—. No soy un mapache galáctico sino un producto de su imaginación. Son los efectos psicotrópicos del LSD en su cerebro. Solo soy una alucinación y usted, bueno —titubeó el mapache— solo está teniendo una conversación consigo mismo. Por eso debo marcharme. La droga está dejando de hacer su efecto y pronto me desvaneceré ante sus ojos, repentinamente, como si jamás hubiese aparecido debajo de ese abeto —dijo señalando con la pata.

El científico vio como el pequeño animal caminaba hacia el árbol del que había salido y desapareció bajo el espesor de sus ramas. Miró al cielo, analizando las palabras del mapache, consciente del debate que se había generado en su cabeza. ¿De verdad era responsable de las consecuencias de sus palabras? Con la duda sembrada y viajando por su cerebro a la velocidad de las sinapsis se levantó, con el cuerpo entumecido, y decidió prepararse un cóctel margarita para mitigar el incipiente dolor de cabeza que comenzaba a materializarse. Aquella receta que le dio ese maldito indio navajo con el que se encontró haciendo surf en Tailandia siempre le funcionaba. Se quedó pensativo con el pomo de la puerta en la mano: «¿qué demonios hacía un indio navajo en Tailandia haciendo surf con sus plumas y toda la parafernalia de jefe indio? Cosas más raras se han visto», pensó antes de cerrar la puerta tras de sí.

El mapache le observó marchar, parapetado tras las verdes ramas del árbol, y con un atisbo de esperanza en sus oscuros ojos se adentró en la profundidad del bosque.

Este artículo forma parte de la colaboración «Ciencia y libros» de Principia (@principia_io) con Zenda. Ilustración de Ángela Alcalá

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Enrique Royuela

Enrique Royuela (@principia_io) es fundador, director y editor de Principia Magazine y Principia Kids. Doctor en Microbiología, Genética y Fisiología con una clara vocación por las artes y las humanidades, pasiones y formación que trata de unir en Principia, reivindicando una única cultura (y que, al menos, haya una).

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