En Nairobi las autoridades coloniales inician una encuesta judicial para dilucidar la responsabilidad por la muerte de un turista norteamericano alcanzado por un disparo de su mujer durante un safari. El comisario requiere un informe a Robert Wilson (Gregory Peck), el cazador profesional que les acompañaba y que había organizado el safari. Wilson, mientras redacta el informe esa noche, rememora los hechos dudando cómo calificar el suceso .
Un matrimonio norteamericano, los Macomber, habían viajado a Kenia para participar en un safari, un sueño largamente postergado por el marido, Francis (Robert Preston), y también para intentar recomponer un matrimonio que se descompone irremisiblemente ante el desprecio que ella, Margaret «Margot» (Joan Bennett), siente por la fría falta de carácter de su esposo y por el idéntico desprecio que siente éste por la desinhibida conducta de ella. En Nairobi, Francis Macomber contacta con Robert Wilson, un conocido y seductor white hunter que prepara el safari. En su transcurso las relaciones entre los Macomber siguen su implacable deterioro, combinándose el flirteo provocador de Margot con Wilson junto con un continuo y amargo abuso verbal entre ellos. La situación llega a un punto sin retorno cuando, durante la caza de un león al que hiere malamente Francis, éste huye cobardemente cuando en compañía de Wilson se adentran en la espesura para rematarlo y el león les ataca. Wilson acaba con el león y, aunque intenta minimizar el suceso, los destrozados nervios y la humillación sufrida por Francis, que la paga con porteadores y escopeteros, es ridiculizada cruelmente por Margot a la vez que aumenta el tono del flirteo con Wilson. Esa noche sale de la tienda sin dar explicaciones plausibles, provocando los celos y la rabia de Francis. Al día siguiente persiguen, disparan y matan a tres búfalos, un hecho que provoca la recuperación de la autoestima de Francis, en tanto que Margot le sigue despreciando: estima que la caza persiguiendo a los búfalos inicialmente desde el coche, aunque disparan pie a tierra, es poco deportiva. Uno de los búfalos se recupera inesperadamente y se refugia, como el león, en la espesura. Wilson y Macomber, que se siente un hombre nuevo, lleno de energía y coraje, se adentran en la maleza y Francis confiesa a Wilson, que comienza a apreciarlo, que va a divorciarse de Margot y emprender una nueva vida; cuando el búfalo les ataca disparan Francis y Wilson y también lo hace Margot, matando a su marido.
Robert Wilson, que ha sido suspendido en su licencia de cazador profesional, entrega su informe calificándolo de accidente y entrevistándose, una mezcla de fascinación y reproches, con Margaret, despidiéndose de ella.
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Leí —mejor dicho, devoré— de muy joven los cuentos de Ernest Hemingway, antes que sus novelas, que caían en mis manos. Me fascinaba la limpieza y precisión de su estilo, y como en el caso de Dashiell Hammett, su capacidad de narrar la historia casi solo en base a diálogos que, además, permitían profundizar en la psicología y en la vida de los personajes. Hemingway también era capaz de usar magistralmente esa capacidad innata y rara para captar sin palabras lo que no se debe contar pero el lector puede intuir o completar. Sucede en The Killers (Los asesinos) [1], el cuento en el que un tipo, el Sueco, aguarda estoicamente en la habitación de un hotelucho a que unos hombres que le persiguen, no sabremos nunca la razón, lleguen para matarlo. ¿Por qué no huye el Sueco? ¿Por qué no se enfrenta a ellos? El relato ha dado lugar a dos obras maestras del cine negro, The Killers (Forajidos, 1946), dirigida por Robert Siodmak e interpretada por Burt Lancaster y, entre otros, una inolvidable y fatal Ava Gardner, y un remake en color —Código del hampa (1964)— bien diferente, dirigido por Donald Siegel, menos romántico y fatalista, más seco y brutal y con un reparto envidiable con Lee Marvin, Clu Gulager, John Cassavetes y la maravillosa Angie Dickinson. En una y otra película los guionistas intentaban desentrañar y justificar esos silencios del relato del escritor, haciendo buena la afirmación de John Ford de que prefería adaptar, y expandir, un cuento, antes que intentar sintetizar una novela.
The Short Happy Life of Francis Macomber [3] creo que lo leí algo más tarde, no me pregunten por qué. Y me fascinó porque de nuevo, como en los dos cuentos citados, aparecía el mejor Hemingway, el escritor capaz de entender y diseccionar seres humanos como esos ricos norteamericanos, los Macomber, algo así como los restos del naufragio de un relato de su amigo Scott Fitzgerald, atrapados en sus miserias, a la deriva de sus vidas, viciosos en su mutuo desprecio. El amor quebrado hasta la médula, la imposible reunión de ofendidos y humillados. Y está también la idea de la muerte, su insignificancia frente a cómo vivimos, y que Hemingway parafrasea citando a Shakespeare, o la dignidad de cómo la miramos a la cara, el coraje de saber que si somos valientes es porque morimos como vivimos. Como en The Killers, en The Short Happy Life of Francis Macomber Hemingway se acerca de repente a la ambigüedad misteriosa en la perspectiva del juicio moral de Henry James, y se niega a precisar si el disparo de Margot que mata a Francis es un frío asesinato, consciente de que su marido es hombre nuevo y feliz, con una vida por delante. De ahí el sentido del título del cuento, the short happy life, dolorosamente irónico, en la que ella no estará, o si, aterrorizada por el ataque del búfalo dispara para detenerlo como hacen Wilson y Francis.
Tuve noticia tardía, al hilo de los trabajos biográficos de Todd McCarthy sobre Hawks, que culminaron en una monumental biografía que vamos a publicar en Hatari! Books, del interés del cineasta por adaptar este cuento de Hemingway [4], nada raro habida cuenta de la amistad que les unía y de la lucha de Hawks por lograr que el escritor, que despreciaba a Hollywood, escribiera un guion, y que acabó como es sabido por apostar, durante una partida de pesca en Florida, a que podría hacer una buena película de su peor novela. De ahí salió Tener y no tener, en cuyo guion Hawks empleó, perversamente, a Faulkner, cuyas relaciones con Hemingway siempre eran conflictivas. Hawks finalmente no rodó el cuento de Hemingway, como tampoco lo hizo con la novela Fiesta, cuyos derechos acabó vendiendo a Zanuck, que produjo, en mi opinión, una mediocre película dirigida por Henry King.
También tardíamente supe que en los años 40 se había rodado una película dirigida por Zoltan Korda, cuya versión de Las cuatro plumas es estupenda, e interpretada por un intrigante terceto: Gregory Peck, Joan Bennett, posiblemente una de las actrices más sensuales del cine clásico, y Robert Preston. Hasta hace unos diez años largos no conseguí ver, en televisión, Pasión en la selva, que así se estrenó entre nosotros The Macomber Affair (1947). La película no es una obra maestra, pero siempre me interesa verla porque una y otra vez me suscita nuevos descubrimientos, por su rareza, dentro de un esquema clásico de película de safari.
El primero es el desafío que provoca un texto como el de Hemingway, que es de gran precisión, con unos diálogos extraordinarios, muy buenos personajes y estupendos pasajes descriptivos del ambiente del safari y de las peripecias de las cazas del león y del búfalo maravillosamente escritas. La gran virtud de la película es que durante dos tercios es una versión absolutamente fiel al texto de Hemingway. Los sucesivos guionistas que se acercaron al texto, entre otros Casey Robinson [5], uno de los que cocinó Casablanca, comprendieron rápidamente que lo mejor era preservar esa frescura de diálogo y el retrato acuoso y brutal de los Macomber, junto con el del cazador profesional, una suerte de demiurgo, catalizador, en la caza y en la intimidad del campamento, de todo lo que sucede, una especie de guía narrativo en el que se refleja la narración. Esa fidelidad se rompe en la película con un absurdo prólogo en el que, tras el disparo de Margot sobre Francis, se nos muestra el inicio de la encuesta judicial sobre la muerte de aquél y las dudas de Robert Wilson, que oscilan entre la fascinación que siente por la esposa y sus dudas sobre lo que hay tras el disparo, y con un epílogo en el que se narra la solución de la encuesta y se esboza vagamente un futuro para ambos. Esa solución de guion —como decía Hawks, un flashback es siempre el reconocimiento de que tenemos problemas sobre cómo contar una película— desbarata notablemente la tersura del relato de Hemingway, apostando por un romanticismo melodramático que no viene al caso y se distancia del núcleo final de la película, que funciona muy bien.
The Macomber Affair anticipa de alguna manera la noción de peligro, los coches lanzados a la carrera tras los animales y los azares de la caza [6] en Hatari!. Las secuencias de caza son muy efectivas e impactantes, así como el complejo mundo de los cazadores profesionales y sus clientes, especialmente el de sus relaciones con las mujeres, como ocurre en Mogambo y más literariamente en Memorias de África. Korda rueda con soltura y eficiencia artesanal la película y solo cabe reprocharle que no se adentre con más audacia en la puesta en escena en el triángulo de los Macomber y Wilson, y que no haya sido más cruel en el retrato del mundo de los esposos, aunque las dos secuencias nocturnas en la tienda del matrimonio funcionan, por su dominio del tempo y los silencios, con una incomodidad ante lo que vemos muy estimulante. Finalmente me permito anotar que el extraño reparto, Peck como un consumado profesional no ignorante del deseo de Margot Macomber, la insultante personalidad de esta, vía la sutil y sensual actuación de Miss Bennett y la desesperación anodina de Robert Preston en Francis Macomber, convierten la visión de la película en un peregrinaje entre la extrañeza de la encarnación de esos actores en los personajes dibujados con precisión moral por Hemingway y la complicidad de tres actores que han entendido el dilema moral de sus acciones.
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The Macomber Affair (Pasión en la selva, 1947). Producida por Benedict Bogeaus y Casey Robinson. Dirigida por Zoltan Korda. Guion de Casey Robinson y Seymour Bennett, adaptado por Frank Arnold. Fotografía de Karl Struss, en blanco y negro. Montaje de George Feld y Jack Wheeler. Música de Miklós Rózsa. Interpretada por Gregory Peck, Joan Bennett, Robert Preston, Reginald Denny, Jean Gillie, Carl Harbord, Earl Smith, Frederick Worlock, Vernon Downing. Duración: 89 minutos.
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[1] La publicó Hemingway en Scribner’s Magazine en 1927. Apareció en libro sucesivamente en Hombres sin mujeres, Las nieves del Kilimanjaro y Las Historias de Nick Adams.
[2] Publicado en la revista Esquire en junio de 1936.
[3] Publicada en la revista Cosmopolitan, en el número correspondiente al mes de septiembre de 1936, junto con Las nieves del Kilimanjaro, un relato con el que guarda notables coincidencias. Al parecer Hemingway se inspiró en un hecho real, la sospechosa muerte del Cabo Blyth durante un safari organizado por el famoso cazador John Henry Patterson.
[4] Al parecer era el productor Samuel Goldwyn el que estaba interesado en adaptar el cuento de Hemingway para ser dirigido por dos amigos y compinches como Hawks y Victor Fleming, con Gary Cooper al frente del reparto, una idea que de haberse materializado habría dado con toda seguridad una versión mucho más infiel, véase Tener y no tener, a Hemingway, mucho más ligera, más aventurera, más centrada en un tema tan de Fleming y Hawks como dos amigos peleándose por la misma mujer.
[5] Robinson estaba fascinado por el cuento de Hemingway, se hizo con los derechos de adaptación al cine convenció al productor Benedict Bogeaus para poner en marcha la película.
[6] La idea de enviar un equipo de segunda unidad a África se desechó pronto debido a la modestia del presupuesto, de manera que todo lo africano se rodó en el desierto de Tecate, más algunos fotogramas de películas como Trader Horn.
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