Fernando Benzo publica en Zenda una serie de artículos, con el nombre de El viajero de la Vía Láctea —jugando con el título de su última novela, Los viajeros de la Vía Láctea—, en los que relata sus experiencias musicales.
Es el año 1982. La aparición de Al Qaeda y del ISIS están aún muy lejos, a saber por dónde anda Bin Laden, y a las Torres Gemelas todavía les quedan muchos años en pie. En ese escenario aún sin amenaza islamista ni miedo al cabreo de nadie, en una esquina de España, unos jóvenes lanzan una canción con mensaje profundo. Manifiesto político, provocación contrarrevolucionaria, dimensión geoestratégica y resumen del estado anímico de todo el mundo occidental. Un himno reivindicativo y visionario del futuro que pronto llegará. Su verso principal es nada menos que «Ayatollah, no me toques la pirola».
En 1982, España empezaba a configurarse como Estado autonómico, la descentralización política y administrativa era un objetivo proclamado y defendido por prácticamente todas las fuerzas políticas, los nacionalismos estaban ya iniciando sus exigencias crónicas y, en cambio, musicalmente, tendemos a reducir todo a lo que ocurría en Rock-Ola, la sala Sol, La Mandrágora o los garitos de Malasaña. Craso error. Más allá de la M-30 también ocurrían cosas. Y merecen ser recordadas. Hoy, en este viaje musical, salimos de excursión fuera de Madrid. Como siempre, sin ánimo exhaustivo, sabedores de que surgirá la ofensa identitaria de quien no vea su tierra o su banda local mencionada. Asumido. No hay sitio para todos, así que aplico, como siempre, como único criterio selectivo mi memoria emocional.
Primera etapa de esta vuelta a España: Andalucía. Allí, por los bares de Triana y de los Remedios, deambula un tipo elegante pero castigado por el exceso de alcohol y Ducados, un dandy maldito que va de barra en barra directo hacia la leyenda, enriquecida su biografía por una y mil anécdotas de esas que se cuentan entre cañas y finos — algunas ciertas y otras inventadas, como ocurre con todas las leyendas— que engrandecen el aura de encanto, caos y fatalidad del canalla más simpático de Sevilla. Se llama Silvio y mi historia favorita sobre él es esa de que, casado con una rica heredera inglesa llamada Carolyn, se ocupaba él por razones legales de sacar del banco la renta mensual que pasaban a esta sus padres y, en una ocasión, fue al banco con un amigo, sacaron el dinero, se fueron directamente al aeropuerto de Málaga y, con lo puesto, se subieron al primer avión que salía, cosa que fueron repitiendo de ciudad en ciudad europea sin salir nunca de los aeropuertos, eligiendo siempre como destino el primer avión en salir, hasta haber dilapidado toda la pensión. Ese era Silvio, un adicto a la diversión absurda, como buen golferas desnortado, un viajero romántico sin destino. En él todo es tan surrealista que, siendo un sevillista acérrimo, su mayor éxito como cantante fue «Betis», un himno al rival. Escuchen «Rezaré», su particular versión del «Stand By Me», y comprenderán que le elija como representante del Sur en esta especie de Eurovisión autonómica, por encima de otras opciones más fáciles y tópicas, tipo No Me Pises Que Llevo Chanclas, que tienen su gracia pero no el encanto decadente de un Silvio a reivindicar, protagonista del imprescindible documental biográfico de 2007 A la diestra del cielo.
Me voy a Valencia, donde también andaban pasando cosas. Pero aquí no voy a mojarme. Aquí ofrezco dos opciones radicalmente opuestas y que cada uno opte con libertad. Podemos ir a lo gamberro, a ese subgénero musical —No Me Pises…, Toreros Muertos, bandas que más parecen coros por su número de miembros— que solo consiste en hacer el cafre juntos los de arriba y los de abajo del escenario sin demasiada ambición musical. Ahí encajan Los Inhumanos, una panda a la que les dolía la cara de ser tan guapos. O eso o nos ponemos exquisitos y vamos al polo opuesto y elegimos la elegante languidez de Presuntos Implicados y nos quedamos con Sole Giménez recordándonos ya en los 90 —eterna y, las cosas como son, un poco machaconamente— cuánto hemos cambiado. No me olvido de que la verdadera gloria valenciana será, en realidad, la era de la ruta del bakalao, pero casi que voy a obviarlo, por desconocer todo de ello y por negarme a ensalzar aquí el chundachunda del máquina total.
Continuamos por la costa mediterránea. En Cataluña la elección —Loquillo aparte, que de él ya se habló en otro artículo— tiene clara influencia andaluza. Allí nadie habla aún del procés, y Pujol es un venerado prócer de la patria (catalana, se entiende). Las aguas parecen revueltas pero, comparadas con el presente, son un remanso, y los hijos de los emigrantes andaluces sacan pecho con orgullo de sus influencias genéticas sin mayor conflicto identitario. Ahí me quedo con Manolo y Quimi, que decidieron ponerse los últimos de la fila y dejar el burro amarrado a la puerta del baile. Las guitarras suenan a la vez rumberas y modernas, el Pescaílla y Peret tienen herederos adaptados a los nuevos tiempos, hay calidad y evolución. Pasan cosas. No, no todo es Madrid.
Giramos hacia el noroeste. Hagamos parada y fonda en Aragón, que allí pronto aparecerá en escena un tipo inclasificable, un maño con un aire a Jim Morrison, uñas pintadas de negro, pose desafiante y cantares a lo Raphael. Un héroe de la tierra que está llamado a llegar muy, muy lejos, sin importarle amores ni odios, que de todo despierta, convencido de su misión musical por encima de momentos y modas, de aplausos o críticas, de éxito o decadencia. Se acercan los años en que Bunbury liderará a Héroes del Silencio, y aquí no hay opción que valga —lo siento, Labordeta, nos caes muy bien pero somos modernos—: en Aragón mandan estos chicos tan imitados pero nunca igualados. Grandes, sin necesidad de Madrid.
Toca a continuación el País Vasco. Y aquí pasa algo curioso. Hay una peculiar tradición musical en el pop vasco, y es que esta tierra que uno asocia con hombres recios, con pelotaris y aizkolaris, poco dados a sentimentalismos de parejita al atardecer contemplando el mar desde el mirador del Monte Igueldo, cuando se trata de pop dan a todos sopas con ondas en cuanto a sensibilidad. En los años en que me muevo aquí, sin duda el referente son los donostiarras Duncan Dhu, con ese Mikel Erentxun de expresión dura y corazón blando que volvía locas a las chicas. Y me consta porque (siempre está ahí mi diminuta experiencia personal) aún recuerdo aquella tarde que iba al piso de estudiantes de unas amigas a cafetear y encontré a todas atacadas y en estado de éxtasis porque el novio de una de ellas había aparecido con unos amigos que —»ay dios mío, que me da algo»— eran los Duncan Dhu. Opté por irme al saberme condenado a ser transparente, claro. Ese pop sentimental vasco, de calidad indiscutible, no fue algo pasajero sino que se transformó en tradición e iría incluso a más. No olviden que años después aparecerían Alex Ubago o La Oreja de Van Gogh. Pero, como se salen ya en exceso de mi franja temporal, les paso de largo en mi viaje.
Asturias. Chicos malos, malotes. Los Ilegales. Ellos, que no es que tengan hechuras de matones, hacen gala de que son macarras, de que son horteras y, con perdón, de que van a toda hostia por la carretera. No sé yo… En todo caso, Asturias tiene su icono musical de la época en esta banda guitarrera, peleona y superviviente que con su intachable actitud de rock and roll merecen párrafo propio en este repaso acelerado.
Y el viaje nos lleva de vuelta a donde empezábamos. A Galicia. Julián Hernández y German Coppini crean Siniestro Total, nombre que homenajea a un Renault 12 estampado por el primero en Vigo (y ahí encuentro otro de mis vínculos: en mi caso fue un Renault 5 y en la Plaza de María Pita de A Coruña), y alimentan la saudade gallega a ritmo de rock duro con «Miña terra galega», te avisan con un afecto peculiar de que bailarán sobre tu tumba y advierten al Ayatollah que de tocamientos, nada. Y, con ello, convierten a Galicia en el otro gran referente geográfico de la música de los 80. Ninguna otra autonomía se acercará en moderna, rompedora y creativa a Madrid como Galicia, en buena medida gracias a estos muchachos que no son los Ramones pero que quizá lo quisieron ser. La moda gallega con Adolfo Domínguez y la música gallega con el siguiente proyecto musical de Coppini, Golpes Bajos, darán a la tierra años de esplendor en el cosmos de la modernidad, por más que estos se empeñaban en reiterar que eran malos tiempos para la lírica. Y a su alrededor habrá derivados de diferente tipo enriqueciendo ese galleguismo musical muy militante. Anton Reixa, junto a Os Resentidos, nos mentirá asegurando que en Galicia «fai un sol do carallo», Teo Cardalda se enamorará unos años después de su cómplice, María Monsonís, y dejará Golpes Bajos para cantar una y otra vez al amor junto a ella y acabará apareciendo una coruñesa que rezuma clase y talento y que mantendrá bien alto en los años siguientes el pabellón galego, como es Luz Casal. No, no es porque allí, escuchándoles a todos ellos, pasé mi adolescencia. Realmente creo que Galicia en aquellos años marcó una diferencia.
Ya avisé que asumía el riesgo de pecar de omisión en este repaso territorial de urgencia. Pero, aun así, me parecía obligado. Focalizar solo en Madrid este viaje musical habría sido injusto. Por supuesto, Madrid tenía una fuerza absorbente irresistible, de alguna manera fagocitaba y hacía suyo lo que surgía en otras comunidades y los músicos y las bandas de fuera bien sabían que, como los toreros de la época, uno no era figura hasta que había triunfado en la capital. Había afán de descentralización pero también vicios del pasado.
Jomeini pasó y otros ayatollahs cuyo nombre ya no memorizamos le sucedieron, Salman Rushdie fue condenado a vivir escondido por sus Versos satánicos, todos fuimos Charlie Hebdo y, admitámoslo, hoy en día nadie se atrevería a sacar una canción como aquella de los Siniestro. Silvio acabó sucumbiendo a los excesos en 2001, Héroes se separaron, Luz sigue cada día más hermosa y, del resto, a algunos aún se les puede seguir la pista y de otros ya no es fácil encontrar el rastro. También fue una época loca, creativa y divertida lejos de las calles de Madrid.
Me parecía merecido resaltar que este viaje llegaba más allá de Navacerrada o Despeñaperros.
Continuamos.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: