En su libro Los desengaños, vigésimo sexto Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe, Antonio Lucas abre así un poema titulado “Ante el mar”:
Detrás de tanta noche hereditaria
un hombre mira el mar de espaldas a lo vivo.
Confía en la aventura
de no tener delante más párpado que el agua.
Es alguien asomado a su extremo más mortal,
donde todo se libera de sentido.
No puede ser casual que en el segundo capítulo de Buena mar se retomen los dos versos memorables que cerraban ese texto: “cuando un hombre observa el mar / amplía la nostalgia de sí mismo”.
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La voz que nos habla en primera persona en esta novela-reportaje es la de Mauro, un periodista de Madrid que comparte importantes tramos de ADN con Antonio Lucas. La nostalgia no se entiende sin el sentimiento de pérdida, un eje que vertebra al narrador protagonista de este viaje. Hay algo del niño y adolescente frente al mar en Mazarrón que quiere ser salvado en estas páginas, hay algo huidizo de un yo esencial y primigenio (de un yo casi borrado por las rutinas del mar de las calles), hay la nostalgia de nuestro rostro mejor en el amor (en medio de un contexto de un amor que naufraga) y hay incluso el espectro de un ahogado (hermano de un amigo), llamando y llamando, desde ese mar que amplía la nostalgia de uno mismo. Pérdida y búsqueda sonámbula, irracional, instintiva, ciega, constituyen los motores que lanzan a Mauro a embarcarse en un arrastrero gallego que faena en Gran Sol.
Cuando un poeta prueba a adentrarse en la narrativa se encienden todas las alarmas entre los lectores. Corre el peligro de que preste demasiada atención a un canto de sirenas que le tiente con un lenguaje demasiado intenso. Y, sin embargo, opino con Auden que la mejor prosa la trazan los poetas. Antonio Lucas no ha escrito Buena mar sobreactuando con un lenguaje poético, sino que ha puesto las mejores armas de la poesía (el nervio, el ritmo, las imágenes, la significación de los detalles) al servicio siempre de la prosa y de la historia que quiere contar, lo que resulta muy distinto.
Uno está un poco cansado de leer novelas con un lenguaje plano, gastado por el uso, anodino, sin vibración, sin pulso, sin pegada. Un poeta aprende pronto que las palabras no se emplean como simples etiquetas o recipientes portadores de sentidos que otros fijan. Aprende que poseen carnalidad, sensorialidad, color, matices, que si se tienen en cuenta fatalizan lo que nombran. Lo importante es que la poética del poeta, de alguna manera, aliente en su narrativa, si salta a ese género. Pensemos en los claros vasos comunicantes que hay entre el Raymond Carver poeta y narrador, pensemos cómo ocurre lo mismo en Edgar Alan Poe, en Rilke o en Borges. De igual modo, si leemos versos de Sylvia Plath entendemos mejor el aire de familia que tienen con su novela La campana de cristal.
Buena mar no solo encierra un guiño a uno de los mejores poemas del propio Antonio Lucas. Estamos ante una novela llena de guiños y homenajes a poetas admirados por el autor, que el lector profano no necesita reconocer para disfrutarlos, paladearlos y dejarse seducir por su enorme capacidad de resonancia y sugerencia.
“Su realidad no tiene forma ni en la forma cabe”, celebra a Dámaso Alonso. “Una ligera inclinación de nave”, al mismo autor. “Despúes de tanto todo para nada”, a José Hierro. “Ha sobrevivido a dos naufragios y no quisiera sumar el tercero, el de la inmortalidad”, a José Manuel Caballero Bonald. “La. noche más allá de la noche”, a Antonio Colinas. El mar dándose a luz y alzándose hasta su hombre, a Juan Ramón Jiménez. “Yo es otro”, a Rimbaud. “Maneras de estar solo”, a Fernando Pessoa y, de paso, a Eloy Sánchez Rosillo. “La guarida de un animal que no existe” (este guiño explicitado en su complicidad) a Leopoldo María Panero.
Hay algunos otros, pero entremos más adentro en la espesura. Lo verdaderamente importante es descubrir cómo el eje de visión que sustenta la poesía se erige en medular también en lo que narra el poeta. No estamos hablando por lo tanto de confundir lenguajes o estilos, sino de que ambos géneros queden impregnados por un modo de ser y estar sobre el mundo.
Mauro no puede empezar su historia de una manera más atractiva. Problemática, sí, pero atractiva. ¿Porque quién no ha soñado en su vida con soltar lastres, con dar un enérgico giro de timón y cambiar rumbos? “Hallé refugio en la inestable excitación de desaparecer por unas semanas”. Ante el cepo de lo laboral, de las inercias que se repiten, y ante anclajes sentimentales (en especial su relación con Laura) que se tambalean, la tentación de buscar algo nuevo apunta a un impulso primario que a menudo a muchos nos vuela la cabeza. Pero este periodista no elige hacerse un crucero, ni irse a ningún país exótico, ni a una relajada isla del Caribe, ni a una gran ciudad llena de estímulos. Busca hacerse un hueco en un barco gallego que faena en Gran Sol, el Carrumeiro, cuyo nombre vela el del Nuevo Confurco, el arrastrero donde Antonio Lucas hizo una marea con una tripulación de once hombres de mar en junio de 2018.
Estamos ante uno de los poetas de su generación que mejor ha destilado la esencia del surrealismo. Le ha quitado irracionalismo vacuo, automatismos que giran sobre sí, y lo ha anclado a su tiempo histórico, a su propia experiencia, como un hurón de túneles que intenta morder vida. Su poética, como él mismo escribió en Poesía con Norte, se asoma a “la luz oscura”. El camarote donde instalan a Mauro es en realidad la enfermería del buque, tiene más de rincón y de cueva (para adentrarse en el corazón de las tinieblas de uno mismo) que de espacio sanador. Por otra parte, en las peripecias del protagonista se toca a menudo el campo semántico de lo espectral: “un espectro emanado de mí se cree marinero”. Mauro, por una cuestión burocrática, ni siquiera figura en los papeles que levantan acta de que está allí, lo que refuerza su condición afantasmada de ser nadie, como una sombra de Ulises. “No vine huyendo, sino buscando”, “para entender de otra manera que no soy lo que quise”, afirma. Y más adelante: “A veces me detengo en cosas que aún no me atrevo a pensar, como temiendo un fondo último de verdad que no debiera saber”. Desde ese mismo quicio intuyo que este gran periodista escribe sus poemas, desde esa tabla rasa que convierte la identidad en un enigma, desde ese hueco oscuro que es prospección y mina. Y desde aquí, desde una grieta semejante a un corazón, de una manera natural y porque carácter es destino, rompe a bombear verdad poética y narrativa esta novela.
Pero siendo estos dos motores fundamentales (el deseo de buscarse o ser otro, y la introspección sonámbula “el conflicto de mi relato soy yo”, dice la voz protagonista), hay otros motores que llevan al lector al mejor caladero. Desde el habitáculo de la enfemería, el carro, Mauro abre espacios: al puente (como quien también busca en la razón), a la cubierta (como quien ve los trabajos y los días), y a la cocina (donde llega a la bondad de Xouba que mejor le alimenta). El material humano se retrata en su dureza, sin cargar tintas, y a la vez en su nobleza difícil. La dureza de la vida de los otros espanta la tentación del narcisismo y de andarse con posibles sensiblerías ante el dolor propio. Por eso, pienso en los personajes de Buena mar, en el desnortado Mauro, en el “enlaberintado” Anxo, en Lolo (el patrón “cuyo poder esquiva el espectáculo”) y deduzco que nos atrapan por parecidas razones a por las que nos atrapan los personajes centrales de las tramas de Dostoievski o de Clint Eastwood. No alardean de la adversidad ni de sus principios y hay un poso de fatalidad incompresible en lo que hacen.
Vamos avanzando en la novela, del eje que es Mauro al material humano alrededor, y la pesca crece. Se nos muestra una natural complejidad, se multiplican los temas relevantes: la difícil decisión de tener o no tener hijos, la importancia de la familia, el miedo a la soledad, los abismos de la autodestrucción, la envidia y la competitividad en lo laboral, los entresijos de la inmigración y sus mafias, la diferencia de culturas y de dinámicas sociales, el amor como brújula que tiembla. Y estas capturas son limpias, como sube al barco todo, mezclado y palpitante en las redes.
Vicente Aleixandre utilizó el mar de Málaga para cantar la huella difuminada de un paraíso. Juan Ramón Jiménez en sus dos grandes travesías marítimas a Nueva York y a Buenos Aires proyectó sobre las aguas un espejo de su conciencia creadora, José Hierro toma el mar como gran corriente que le ensimisma y le convierte en un ser endemoniado, lleno de pecios de sombra. Antonio Lucas, en el Carrumeiro, baja a las bodegas del alma propia y ajena, y al acabar el viaje, de una manera un tanto sonámbula, muy suya también poéticamente, es él y es distinto. No tendrá empaque de lobo de mar, pero se marcha al Atlántico Norte, se hace una marea en un arrastrero gallego y se mete entre pecho y espalda un temporal de fuerza siete. Por si fuera poca ya en sí la odisea, se marca una novela que traza un doble círculo, el de una aventura marinera que acaba donde empieza y el de un protagonista que evoluciona y se perfila como un personaje redondo.
Entren en esta novela, no se pierdan este viaje interior y exterior. Y ojalá tengan durante toda la travesía buena mar. Muy Buena mar.
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Autor: Antonio Lucas. Título: Buena mar. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros y Amazon
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