Hay ahora mismo dos fanáticos de James Bond dándose de garrotazos, tratando de prevalecer el uno sobre el otro mientras ambos se hunden en el barro. Estas dos personas (vamos a llamarles “fan enfervorecido” y «crítico razonable») en realidad son una sola, pero, en una guerra suicida casi tan atormentada como la del personaje interpretado por Daniel Craig, se pelean por culpa de Sin tiempo para morir, última película del actor en el papel de 007 y ansiada (y retrasada, pandemia mediante) conclusión del arco dramático iniciado por Casino Royale en el ya un poco lejano 2006. No se sabe cuál de los dos sobrevivirá o si se hundirán ambos, pero su triunfo se decidirá a lo largo de este texto.
El fan enfervorecido, terco pero apasionado, conoce todas las películas y las ama, no ve demasiado sentido a la maniobra que ha presenciado con Sin tiempo para morir. Siente suspicacia extrema ante todos aquellos que desean enredar con el personaje porque, digámoslo claro, tampoco le conceden mucha relevancia cultural más allá de esa monumental afirmación cinéfila del “me las veo cuando las ponen por la tele”, aunque —que le compre quien le entienda— él mismo piensa para sus adentros que tampoco es necesario que la tengan. Cree que Barbara Broccoli y Michael G. Wilson, hija e hijastro del productor Cubby Broccoli y responsables de los filmes desde ya antes de su desaparición, han cedido a las presiones sociales que intentan reforzar la representación femenina y de minorías étnicas en el cine de Hollywood (¡una 007 negra!). Y, desde luego, reformular la insobornable masculinidad del personaje.
Detrás de los temores del fan, justificados hasta cierto punto por lo enrarecido del entorno, hay apocalípticos titulares de actores temerosos de la ira del Me Too contra un personaje que en el pasado ha podido ser decididamente machista y artículos susceptibles de malas interpretaciones que —eso sí— dan más clicks al redactor de turno, como ese que dice “007 solo es un cargo, puede ser cualquiera” o, quizá el mejor de todos porque nunca ha existido, “ha llegado la hora de que James Bond sea una mujer, indígena inmigrante de Papúa Nueva Guinea con toques esquimales, a la vez de género no binario, sexualidad difusa, líquida, de acuerdo a los tiempos que vivimos, y desde luego de clase obrera, un luchador contra el poder establecido”. Lo que sucede en la última media hora de Sin tiempo para morir le ha fascinado (por su intensidad emocional) a la par que molestado (por su sentimentalismo un poco sacrílego con Fleming), y esgrime su palo con un pincho contra el crítico razonable mientras grita: “¿Qué puñetera falta hacía, por qué diablos enredáis con un mito?”.
El fan enfervorecido conoce desde siempre al crítico razonable (quizá ya se han dado cuenta de que son el mismo tipo), que de manera muy sensata apunta al contexto de la saga renacida en 2006 sobre el macho colonizador británico creado por Ian Fleming, también entonces para prejuicio y escepticismo de muchos, y que señala el nuevo comienzo de Daniel Craig como un agente novato, brutal, muy acorde con las necesidades de un mundo agresivo post atentados del 11-S, que aún no había probado el Martini y que limpiaba de tonterías pop el más suave agente 007 de los cómodos noventa que vivimos con Pierce Brosnan. El anguloso Craig, musculado para la ocasión, atravesaba puertas de pladur, practicaba parkour y era traicionado por la mujer de sus sueños, Vesper Lynd, mientras se hacía con su licencia para matar. Claro que Casino Royale hacía otra cosa muy importante, y sutil: aprovechaba su reinicio comercial, su retroceso cronológico, para plantear un arco narrativo que, mejor o peor, se ha ido desarrollando a lo largo de cinco películas hasta la presente (incluso en Quantum of Solace, la pobre hermana fea a la que de todas formas quieres igual).
Volar la tumba de Vesper no es el único atentado que algunos verán en Sin tiempo para morir, cierre de la monumental pentalogía protagonizada por Daniel Craig y dirigida, en este caso, por Cary Fukunaga, director de la primera serie de True Detective (es decir, la buena). La película es un híbrido imperfecto de la perfecta Casino Royale (2006) de Martin Campbell y la no menos buena Skyfall (2012), de Sam Mendes. Mientras la primera era una reinterpretación clásica con un tratamiento un tanto sui generis del currículum del personaje y un inusual romanticismo (la verdadera adaptación de la novela y no la insoportable película de David Niven), la segunda era una meditada y preciosista restitución de los atributos del héroe en clave de icono nacional británico (lastrada, aunque solo un poco, por el espíritu un tanto narcisista de su director, Sam Mendes). La aquí presente hace un poco de las dos cosas, acabando lo que empezó aquella, tratando de ser la más humorística pero a la vez reubicando a un personaje que se piensa más que nunca, porque todo (ah, el ego masculino) parece tener que ver con él.
Nadie puede discutir a Sin tiempo para morir que sus responsables han tratado de entregar al público la mejor película posible, una que supere todas las expectativas, que satisfaga tanto al fan enfervorecido como al crítico razonable y, de paso, capture nuevas almas millennial de cara al futuro fichaje de un nuevo actor. Los hermanastros Barbara Broccoli y Michael G. Wilson han sido ambiciosos y no han querido anquilosarse en lo mismo de siempre, pero a la vez regalando la mejor versión posible de aquellos fastuosos espectáculos adornados por el músico John Barry y el escenógrafo Ken Adam, que dotaron de ADN artístico a una de las empresas más importantes de toda la historia del Reino Unido. Estoy bastante seguro de que ese objetivo se ha cumplido.
Hay varios cambios de paradigma en esta película para que, llevando a Bond a un lugar que jamás se ha visto, todo siga igual. Bien es cierto que su prevalencia dependerá de la asumida estanqueidad de la saga Craig, de si se continúa o reinicia de nuevo ese legado que, inevitablemente y gracias a Dios, debe continuar. Que haya más 007 nadie lo duda, que haya más James Bond es harina de otro costal. De cómo se resuelva este asunto dependerá, por cierto, que el fan enfervorecido abra la cabeza con todo merecimiento al crítico razonable, y de paso machaque sus sesos en el suelo hasta que solo quede pulpa.
Sin tiempo para morir, la más coral de todas las películas de Bond, junta al personaje con una galería de personajes más rica que nunca, y eso funciona gracias a la extraordinaria química de Craig con todos los actores que se encuentra por el camino, y especialmente con las mujeres. La película paga cierto precio por ello: hay momentos de un espíritu familiar y juguetón irresistibles (la cena en casa de Q interrumpida por Bond y Moneypenny) y otros de un desinterés notable que precipitan la película hasta casi las tres horas de duración. El personaje (simpatiquísimo) de Ana de Armas sin duda merecía más minutos que el de la nueva 007, una antipática Lashana Lynch, en una jugada un tanto frankensteiniana de un guión que, efectivamente, a veces vive un poco preocupado de más por gustar a aquellos agentes sociales que no dan un duro por James Bond. Dos de los episodios más largos del filme, el prólogo (en sí mismo un epílogo de Spectre, la anterior película) y la secuencia de acción en Santiago de Cuba (la más ligera, kitsch y “clásica”) son en sí mismas cortometrajes autónomos insertos en una película mayor de casi tres horas, pero que me aspen si no son las mejores partes de la misma.
La despersonalización de los villanos emprendida en Casino Royale llega aquí a su máximo parangón, con Rami Malek componiendo un notable villano imberbe que fulmina al patriarcado de Spectre en un golpe de mano invisible. En el siglo XXI el enemigo es invisible, se esconde tras capas de bits y compañías fantasma, carece de rostro definido y objetivo claro, pero existe (recuerden, por cierto, el monólogo final de Arturo Fernández en El Crack 2). El resultado es que el enfrentamiento de Bond con su antagonista parece destinado a flojear a un nivel puramente físico, porque todos ellos parecen, precisamente, un espectro de los fantasmas de la masculinidad herida de Bond, una encarnación más o menos figurada de esas carencias personales que se dan la vuelta y atacan a un hombre que no confía, que (contrariamente a lo que dicen sus detractores) hace tiempo ha revelado a la Mujer sus sentimientos pero que ha sido traicionado por ella y sus circunstancias, que tiene miedo y, en Sin tiempo para morir, todavía tiene que asumir, reconocer, sus deseos. Bond ya no representa la lucha contra los fantasmas de la Guerra Fría o una lucha de egos masculinos por ver quién tiene el juguete más grande, el coche más brillante o lustroso, sino que ha entrado de cabeza en un retrato identitario e íntimo de una persona que disfraza un problema tremendamente difícil de identificar.
Una vez asumimos el concepto del arco narrativo y el funcionamiento del nuevo villano, Sin tiempo para morir va encajando sus piezas. Ha habido un par de jugadas arriesgadas con el personaje, pero al menos han tenido lugar en los términos marcados por Broccoli y Wilson; como siempre, en su propio territorio artístico y empresarial. El fan y el crítico empiezan a llevarse un poco mejor, y no hay callejón sin salida para un personaje despojado de sus aristas, de su valor como fantasía masculina.
Y sí, vamos con la poesía, porque la película de Fukunaga hace un par de cosas preciosas sin importar si esto lo haría Ian Fleming, Terence Young, John Glen o Martin Campbell: el empezar la película con un sueño de la “chica Bond”, que por cierto permite a Fukunaga jugar por momentos con el cine de terror (iba a dirigir It, de Stephen King) sitúa a 007 como secundario en su propia película durante unos minutos de vital importancia, la secuencia de antes de los títulos de crédito. Y es fenomenal, porque calla muchas bocas. Ya en ese momento la obra reedita esa nueva clase de pacto con la “chica Bond” que vivimos con Vesper en Casino Royale y anticipa el cambio que por fin se opera en el último acto, rematando ese carácter de aventura serial con un arco dramático ¿cerrado? que sin duda será el gran legado de la etapa Craig a la saga.
Entonces, el temor del fan irredento, lo que pasa con Bond en los últimos minutos de la película (hilarante, emotiva, la forma en que Craig susurra, pregunta, casi a la cámara y al espectador, la palabra “familia”) deja de tener importancia, o en todo caso encarna lo que todos esperamos de una gran película de cine tras dos años de pandemia. Puede que los Broccoli y Fukunaga hayan buscado el perdón para un personaje divisivo, para un hombre perdido, pero en realidad solo están llevando al último término lo planteado por Martin Campbell allá por 2006. Quizá Bond estuviese destinado a bajar el telón acuchillado en un callejón, y no así, pero hubiera sido francamente injusto con el espectador. Porque en realidad la película, que plantea fragmentos de la banda sonora de la monumental (y defenestrada) única aventura protagonizada por George Lazenby, Al servicio secreto de Su Majestad, nos anuncia lo que estamos por vivir ya desde el principio y esto el fan irredento lo sabe bien, muy bien. Ya aquella película brillante, solo perjudicada por una mediocre elección protagonista, metía de cabeza al espectador en un mundo de peligro, pérdida y muerte que era imposible que ofendiera a Fleming.
¿Oyen eso, el silencio? El fan irredento y el crítico razonable parece que han llegado a una tregua. Al menos hasta la próxima película.
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