En la célebre conferencia que el prestigioso dialectólogo Manuel Alvar dio en la universidad de California, en Santa Mónica, allá por los últimos años del siglo XX, dejó para la historia una definición inmejorable de diversos conceptos, a menudo difusos, como son el de lengua, el de dialecto o el de habla. A la hora de ejemplificar, además, la idea de dialecto utilizó el caso del andaluz. Para Alvar, un dialecto tiene que cumplir dos premisas: uno, ser un sistema lingüístico desgajado de la lengua común; y dos, no diferenciarse de otros sistemas de mismo origen natural. El andaluz cumple ambos. Por un lado, su fonética, su fonología o su sintaxis son distintas a las de la lengua común, claramente; pero por otro es extraordinariamente parecido al dialecto murciano, al extremeño, al canario o al de algunas zonas de América en rasgos como la igualación de l y r implosivas, en la pérdida de –s final, en el ensordecimiento de las consonantes sonoras por influjo de la aspirada anterior, en el yeísmo o en el seseo, por poner algún ejemplo.
Por tanto, para el mejor dialectólogo de la historia el andaluz es un dialecto. Sin embargo, ay, estas son sólo directrices lingüísticas, filológicas. ¿Qué le importa eso a un político cuando de sacar su afán panfletario se trata? Hace unos días, la senadora sevillana Pilar González, de Adelante Andalucía, escribía en redes (cito textualmente): «el andalûh êh nuêttra lengua naturâh. Y no êh inferiôh a ninguna otra lengua del êttao. Lo ablamô çin complehô. Y temenô, ademâh, linguîttâ andaluçê con propuêttâ pa una ortografía». Pues nada, ya estaría. Ni corpus gramatical, ni ortográfico, ni literatura propia. La lengua la hace un político desde su escaño, faltaría más. Y lo peor es que muchos aplaudirán esta propuesta magufa, carente de sentido lingüístico, simplemente porque satisface su sesgo, porque les otorga algo que todo movimiento político persigue hoy: identidad.
Las lenguas han dejado de ser un instrumento al servicio de la comunicación para serlo de la fragmentación. No le importan tanto a Pilar González los rasgos fonéticos de los que hablaba Alvar en la escena inicial como la posibilidad de poder aferrar en torno a este regionalismo cerril a un grupo más o menos nutrido de votantes. O peor aún: de fieles a un nacionalismo en ciernes. Y lo peor es que esta tendencia lingüístico-fragmentaria no se queda en este caso al que la actualidad hoy hace emerger, sino que alcanza ya por igual a los dialectos históricos (leonés, aragonés), como a los llamados modernos (andaluz, canario, etc.), como a los americanos. Nada une más en torno a la diferenciación —triste paradoja— que una lengua, o al menos un conato de ella. Lo que un día sirvió para unir, hoy separa. Puro identitarismo a la manera del siglo XXI. En fin, gracias entre otros a Alvar yo tengo claro qué es el andaluz, es decir, un conjunto dialectal de una riqueza maravillosa; pero también lo que es el andalüh: un panfleto político lamentable.
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