Otro veintinueve de septiembre, el de 1851, hace ciento setenta años, Mijaíl Bakunin escribe a Nicolás I, zar del imperio ruso y rey de Polonia, una relación de su actividad revolucionaria. Permanece cautivo en una mazmorra de la temida fortaleza de San Pedro y San Pablo. Es ésta la ciudadela original de San Petersburgo, ahora convertida en una de las prisiones más sobrecogedoras del zarismo. Más concretamente, Bakunin está encerrado en el revellín Alexis, una fortificación interior que hace de cárcel dentro del propio penal. Cuando entran allí, los reos pierden hasta el nombre. Únicamente son conocidos por el número de su celda, de la que nunca salen y en donde siempre están a oscuras. Allí se muere sin volver a ver la luz del sol, sin volver a pisar siquiera el patio.
El león de la Internacional —que recordará Richard Wagner, su compañero en las barricadas de Dresde, a Bakunin— acaba de perder los dientes a consecuencia del escorbuto que padece. Así las cosas, el 27 de septiembre, tras dos meses de cautiverio que el zar personalmente ha concebido para que la pena capital sea todo un anhelo entre sus condenados al entierro en vida, el hombre cuya impronta —cuando consiga escapar en el 57— terminará de aquilatar el anarquismo como un movimiento revolucionario y de masas, no duda en escribir a Nicolás I.
Lo hace a instancias del propio tirano, pues el zar se deleita con mezquindades como la de invitar al reo al recuerdo de sus faltas en aras de un perdón que raramente concede. Para Bakunin —que no pide el indulto, sino ser trasladado a Siberia— la Confesión le supone varios beneficios. De entrada, pluma, papel y una vela para poder ver lo que está escribiendo. La literatura, para los presos, siempre es un modo de evasión. Para Bakunin, aún más. En su afán colectivista, anhela la comunicación con alguien más que el resto de los escritores, aunque el lector de su texto sea quien —junto con Marx y Engels— es su mayor enemigo.
“Es necesario haber vivido todo un año en aislada cautividad —apunta El león de la Internacional en su Confesión— y tener ante sí, como es mi caso, un número infinito de años parecidos, para llegar a comprender y sentir a la perfección hasta qué punto la comunidad de los hombres resulta necesaria para la felicidad, el bienestar y la moral de cada cual… Incluso la comunidad con los peores es mejor, y nos hace más morales que la soledad. Muy raramente los demás son peores que nosotros”.
Hijo de una familia aristocrática —su padre es un terrateniente que posee un millar de siervos—, Bakunin viene al mundo en Torzhok (Tver) en 1814. Como la mayor parte de los hijos de la nobleza, a los quince años ingresa en la academia de artillería de San Petersburgo. Es entonces cuando empieza a perderse: firma sus primeros textos, contrae sus primeras deudas y se coge las primeras borracheras con los amigos.
Miembro de la guardia imperial, en 1832 es destinado a Bielorrusia (Minsk). Comienza a discurrir contra el despotismo tras ser testigo de la brutalidad de la represión con que el zar sojuzga a los polacos, de modo que abandona el ejército y se traslada a Moscú para comenzar a estudiar Filosofía. Comparte la fascinación que le causan las categorías de la Historia, según Hegel, con los amores que le inspira una moscovita. Puesto a ampliar estudios, en 1840 se traslada a Alemania. En Berlín comparte una vivienda con Iván Turguéniev y se emplea como traductor. Posteriormente se instala en Dresde (1842). Es aquí, en esta ciudad de Sajonia, donde publica sus primeros artículos revolucionarios. Aún se muestra más próximo a cierto paneslavismo democrático que al anarquismo.
Maravillado con la insurrección, con la revolución en sí misma, sin ningún calificativo que la defina —“absorbía por todos mis sentidos y por todos los poros la embriaguez de la atmósfera revolucionaria”, recuerda al zar— El león de la Internacional de una u otra manera participa en todos los levantamientos que se producen en Europa mientras tiene fuerza para llegar hasta las barricadas. Y no son pocas, considerando que su época fue el antes y después de la Primavera de los Pueblos, el Año de las Revoluciones (1848) que puso fin a la Europa de la Restauración, la del absolutismo que sucedió a la caída del imperio napoleónico. París, Praga, Lyon, Bolonia… las barricadas de todas estas ciudades supieron del anarquista ruso. Es más, toda su obra —Consideraciones filosóficas (1870), Dios y el Estado (1882), Estatismo y anarquía (1883)…— serán compilaciones de artículos o conferencias. Su entrega a la acción revolucionaria no le deja tiempo para desarrollar ningún texto más extenso, ni siquiera en la cárcel, donde sólo se le permite escribir su Confesión al zar.
Buscado por las policías de todos los países que saben de su fervor revolucionario, Bakunin cuenta con morir de una bala perdida en una barricada o frente a un pelotón de fusilamiento. Pero suele evitar la cárcel imponiéndose un nuevo exilio. Detenido finalmente tras el levantamiento de Dresde (1849), es condenado a muerte. Al punto, la pena se le conmuta por una cadena perpetua. Una buena parte de su reclusión alemana la pasa encadenado a la pared de la celda. Mas lo peor, lo más temido, es ser puesto a disposición de las autoridades rusas. Y, en efecto, la entrega tiene lugar en el 51. Unos meses después, se ve impelido a escribir la Confesión, aunque sólo sea por tener luz y comunicarse con alguien.
La Confesión permanece perdida en los archivos zaristas hasta que los comunistas dan con ella, tras tomar el poder en 1917. Puestos a desacreditar a Bakunin como revolucionario, los creadores de uno de los estados más perversos y sanguinarios de la Historia de la humanidad presentan el texto del anarquista como la prueba documental de una traición. No lo es en modo alguno. Antes, al contrario, se trata de un alarde de falso arrepentimiento. No hay duda de que, entre las líneas que Bakunin escribe al zar, los comunistas no leyeron lo apuntado en la página 112 de la edición española, dada a la estampa por Editorial Labor en 1976: “Muy a menudo les he dicho a los alemanes y a los polacos, cuando se discutía sobre nuestras futuras formas de gobierno: Nuestra misión consiste en destruir y no en construir; serán otros hombres los que construirán, mejores que nosotros, más inteligentes y menos resabiados”.
Más adelante, El león de la Internacional tampoco duda, puesto a observar: “El motor principal en Rusia es el miedo (…). En todas partes se roba, en todas partes se soborna y, por dinero, se cometen injusticias (…). Pero en Rusia sucede en mayor grado que en los restantes estados”. Al afirmar todo esto, Bakunin es consciente de que Nicolás I abomina de la desobediencia como pocos de los tiranos que han apestado la Tierra lo han hecho. Por eso comienza su escrito: “Cuando era trasladado desde Austria hasta Rusia, al pensar en la severidad de las leyes rusas y conociendo vuestro implacable odio por toda acción que recuerde, aun vagamente, a una desobediencia…”.
Tener la certeza de la animadversión del zar a la más mínima insubordinación no le hace mitigar en modo alguno el tono insumiso que rezuma su texto. Incluye mil súplicas de perdón, pero tan falsas que Nicolás I, quien leyó la Confesión con toda la atención de la que vienen a dar prueba los numerosos subrayados y anotaciones marginales del propio soberano, no sólo no le conmutó la mazmorra por los trabajos forzados en Siberia, como pedía el reo. Antes de morir, el zar dejó expreso su deseo de que Bakunin no se beneficiase de la amnistía que habría de promulgar su sucesor, Alejandro II, con motivo de su ascenso al trono.
Aunque la Confesión está fechada en 1851, la difamación de la que fue objeto es muy posterior y debe enmarcarse dentro de la historia de las difamaciones del marxismo al anarquismo, iniciada por Marx y Engels en el seno de la Primera Internacional (1864).
Unos años antes, en el 57, como ya hemos visto, gracias a la gestión de su madre en la corte, Bakunin fue finalmente trasladado a Siberia. Una vez allí, consiguió escapar, vía Japón, en un permiso.
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